Cristina, el lawfare y la legalidad como disfraz

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Observatorio en Comunicación y Democracia (Comunican)

La condena a la expresidenta argentina Cristina Fernández de Kirchner (CFK) reaviva el debate sobre el lugar que ocupa el Poder Judicial en cada país y la posibilidad de transformaciones estructurales que intentan los gobiernos que se definen como populares en América Latina.

Una de las características de las persecuciones políticas actuales de dirigentes populares es la utilización de la “ley” como instrumento de guerra política.  Así es como surgió el término “lawfare”; esto es, la combinación en inglés de «law» (ley) y «warfare» (guerra).

Desde ya que quienes lo impulsan niegan su existencia y se presentan como desprovistos de intencionalidad política alegando que su objetivo solo sería enjuiciar a quienes hayan violado las leyes.  Para ello cuentan con la activa participación de los principales medios de comunicación masivos que siempre se han articulado con los poderes económicos, políticos y judiciales.

Uno de los principales obstáculos que enfrentan hoy las clases dominantes es que ya no pueden derrocar gobiernos populares mediante los golpes de Estado “tradicionales” del siglo XX. En aquellos tiempos, bastaba con cerrar los parlamentos, suspender elecciones indefinidamente, prohibir partidos políticos y sindicatos, imponer una férrea censura y desatar la represión, incluyendo las desapariciones y la muerte.

 Actualmente los poderes civiles no pueden recurrir directamente a las Fuerzas Armadas para destituir gobiernos progresistas electos y proscribir a sus líderes. Esta limitación ha obligado a las élites dominantes, que históricamente controlaron al Poder Judicial, a emplear nuevos métodos para debilitar y derribar a estos gobiernos.

Y de esto se trata el “lawfare”: minar el poder de los gobiernos populares para que se desmoronen, todo ello bajo la apariencia de defensa de las instituciones y de “la república”, usando una fachada democrática.   En síntesis, el “lawfare” es la utilización del Poder Judicial cuando no pueden utilizar el poder militar.

Veamos algunos ejemplos

A Manuel Zelaya en Honduras en 2009 lo destituyó el Congreso en un proceso amañado, y asumió la presidencia quien debía sucederlo según la constitución.  A Fernando Lugo en Paraguay en 2012 lo destituyeron después de un juicio político que duró apenas 48 horas, y asumió el vicepresidente.  El “impeachment” (juicio político) en 2016 contra Dilma Rousseff duró meses, la destituyeron y la sucedió el vicepresidente.

 El golpe contra Evo Morales en 2019 en Bolivia fue un poco diferente porque las Fuerzas Armadas le pidieron la renuncia, pero Jeanine Añez asumió la presidencia argumentando que le correspondía legalmente, aunque el proceso fuera turbio.  En 2022 el Congreso del Perú destituyó a Pedro Castillo y asumió la vicepresidenta.

En todos los casos los argumentos estuvieron articulados con los respectivos poderes judiciales.

A esa lista hay que sumar a Lula, víctima de la mayor mentira jurídica de la historia de Brasil.  Le impidieron ser candidato en 2018 y lo encarcelaron por 580 días.   Después de que el Tribunal Supremo Federal anulara las condenas relacionadas con la trama de corrupción Lava Jato Lula dijo “Es curioso que durante años la prensa no exigió la veracidad del juez Sergio Moro para divulgar las mentiras que divulgaron sobre mí”.

En esos países, más allá de las particularidades de cada uno, se procuró mantener un cierto grado de “institucionalidad”. Esa fachada democrática es la gran diferencia con los golpes de Estado sangrientos del siglo XX, como los que derrocaron a Juan Domingo Perón en Argentina en 1955 o a Salvador Allende en Chile en 1973, solo para nombrar algunos de los más emblemáticos.

Está claro que los derrocaron porque se atrevieron a modificar algunas de las estructuras económicas, sociales y jurídicas creadas por los “fundadores de la patria”.  Un ejemplo claro lo demuestra: en 1954, el peronismo habilitó el divorcio vincular. Las históricas clases dominantes no lo toleraron. Tras el golpe cívico-militar de 1955, esta conquista fue anulada.  Hubo que esperar más de tres décadas, hasta 1987, para que el presidente Raúl Alfonsín restituyera ese derecho.

El “pecado” imperdonable de todo gobierno que intenta incluir a las grandes mayorías es querer cambiar las reglas de juego que fueron históricamente diseñadas por una minoría para su exclusivo beneficio.

Desde su origen, los Estados nacionales en América Latina se estructuraron según los intereses de las clases sociales que los fundaron. Para consolidar ese poder, articularon de manera estrecha lo político, económico, jurídico, militar, diplomático y mediático.  Incluyendo el inestimable apoyo de la iglesia católica. Esa trama les permitió legislar y gobernar en función de sus propios intereses.

Como complemento indispensable, los medios masivos de comunicación han sido siempre una herramienta clave para producir el consenso necesario y naturalizar ese poder. Un poder que se presenta como incuestionable, y que no debe ser tocado.

En el caso argentino, históricamente fue el peronismo -con todas sus tensiones y contradicciones- el que intentó modificar las tradicionales estructuras de poder.  La maraña jurídica de la condena a CFK, que solo pueden comprender especialistas, está diseñada para ocultar lo esencial y que sea invisible a los ojos.  Pero está a la vista: la persecución a Cristina Fernández de Kirchner no es jurídica, es política.

Su condena demuestra que no alcanza con ganar elecciones para ejercer el poder real.   Mientras el Poder Judicial siga siendo un bastión intocable, cualquier intento de transformación estructural será neutralizado.   Por eso hay que desmantelarlo y construir uno nuevo, desde los cimientos.

Colectivo del Observatorio en Comunicación y Democracia (Comunican), Fundación para la Integración Latinoamericana (FILA)