El racismo, un instrumento del poder en América Latina y el Caribe
Javier Tolcachier
Un fatal error de navegación posibilitó, junto a la codicia y el extremismo católico de la corona española, uno de los mayores genocidios de la historia. La turba de desesperados, ex presidiarios, aventureros y fundamentalistas que invadió en sucesivas oleadas las “Indias”, condenó a la población local a ser diezmada, despojada y esclavizada.
Mientras en una Europa arrasada por la pobreza, la enfermedad, las guerras intestinas, contra el Islam y la inquisición medieval despuntaba no sin esfuerzo la luz del Humanismo renacentista, la Iglesia imponía su credo a sangre y fuego en los nuevos territorios.
América, la llamaron tiempo después, en honor a un comerciante-navegante florentino allegado a la familia Médici. En adelante, la Corona española, la portuguesa y los violentos recién llegados se repartieron territorio y fortuna, compartiendo la triste gloria de sus delitos de lesa humanidad.
A compartir el triste destino de los menguados autóctonos – llamados “indígenas” en honor al mismo error fundacional de los colonizadores – émulos de Colón -, fueron traídos en cadenas africanos esclavizados. Para gloria y fortuna de los dueños de las plantaciones, pertenecientes a la aristocracia criolla.
Al abominable saqueo se sumaron ingleses y franceses hasta que una de las antiguas colonias –replicando las antiguas enseñanzas de su madre patria británica- barrió a los demás piratas y reclamó potestad -ya entrado el siglo XX- sobre un conglomerado de repúblicas dominadas por una oligarquía criolla surgida de la misma prosapia colonial.
Oligarquía a la que se sumaron inmigrantes de Medio Oriente o expulsados de Europa del Este, cuya cultura de avezados comerciantes los hizo colocarse rápidamente en situación económica ventajosa.
Para los esclavos y los autóctonos, sus hijos y los descendientes de una cruza mayoritariamente forzada, quedó tan sólo la servidumbre y la aceptación de una cultura extraña como superior, a fuerza de látigo, hambre y plomo. Esa es la breve historia de la “civilización” de América y de la crucifixión de sus culturas originarias.
Una herida en llaga
La matriz económica fundada en la exportación de productos primarios, la imposición de deudas, el subdesarrollo tecnológico, la enorme desigualdad, la extranjerización de sus principales activos y la instalación de una minoría acaudalada al comando de los asuntos públicos son herencia directa del mundo colonial.
El sistema republicano, importado de la democracia burguesa del norte, es venerado como único posible a pesar de que hace agua a manos de la falta de real participación ciudadana, la manipulación mediática, la conspiración geoestratégica, la persecución política y la violencia estatal.
De un calado histórico determinante ha sido la extirpación y negación de la subjetividad cultural de los conquistados, condición de perdurabilidad que habitualmente intentan implantar los imperios, aunque siempre de manera imperfecta. En la época colonial, las clases dominantes miraban al “refinamiento” europeo como la cúspide de las buenas costumbres y el buen gusto. Igual a lo que sucede hoy, cuando los sectores medios y altos de las sociedades latinoamericano caribeñas miran al Norte con admiración, despreciando por completo la riqueza cultural del suelo que habitan.
Indio o negro continúan siendo términos despectivos y los indios y los negros continúan siendo los últimos de la tierra. Ser indio o negro es considerado hasta hoy sinónimo de atraso y aún exhibiendo en el propio rostro la historia y la cultura mestizada de indios o negros, muchos prefieren distanciarse de su memoria. Esta negación cultural fue exigida pero también utilizada por el poder blanco para impedir que indios y negros y sus descendientes tuvieran acceso a formación profesional y con ello a ascenso social y por supuesto a toda posibilidad de obtener incidencia política.
Por eso mismo, aquél que quería “escalar” socialmente debía abjurar de toda condición indígena o negra. Para ser aceptado y pertenecer, aunque de modo subalterno, el mestizo debía demostrar su desprecio por sí mismo, debía dividirse y combatir internamente su ligazón histórica con los sometidos, colaborando así con el sistema de opresión.
A esta porción de la población se agregó una nueva inmigración de europeos. Algunos trajeron su modelo de ideación técnico y conocimiento industrial. Otros tantos, su arraigada tendencia a la comercialización, lo que les permitió forjarse rápidamente una posición social intermedia. Su historia, hábitos e inserción generaron una nueva grieta, a distancia de los segregados parias americanos. Hubo también entre ellos muchos luchadores por sociedades equitativas, pero la empatía profunda llegó sólo a una minoría que se atrevió a reconocer la plena humanidad en el otro.
Sobre esta estructura sicosocial de oligarquías extranjerizadas, de sectores medios compuestos por inmigrantes diferenciadores y mestizos complacientes y de una casta segregada de negros, indígenas y mestizos pobres, se pretendió erigir la ficción de una república de iguales derechos.
La geolocalización social de América Latina y el Caribe
La pobreza es visible y fácilmente geolocalizable. No así la riqueza que se esconde detrás de gruesos muros electrificados, de exilios voluntarios u obligados, que se oculta en múltiples paraísos fiscales, que se fuga a casas matrices de corporaciones o a la órbita especulativa y de inversión internacional.
En las ciudades, donde hoy vive más del 80% de la población latinoamericana, debido al alto costo del suelo (producto de la especulación inmobiliaria) la pobreza se encuentra en los altos cerros y morros, pero también en las ciénagas y las periferias urbanas sin servicios públicos. Es habitual también que los marginados se asienten en zonas cercanas a donde las urbes desaguan sus desechos y olvidan sus derechos.
En las zonas rurales la mayoría es indígena o proviene de su mestizaje.
La segregación tiene rasgos y color. Los marginados portan su origen en la piel, en sus ojos y cabello. Llevan la historia tallada en sus facciones.
La orografía humana de América Latina y el Caribe muestra además que las zonas más abandonadas, empobrecidas, subdesarrolladas o alejadas son habitadas mayoritariamente por indígenas y negros. El Nordeste brasileño, el Chocó colombiano, Haití y la mayor parte del Caribe, la Sierra y Amazonía ecuatorianas, el Ande peruano y boliviano, el Norte argentino, la selva paraguaya, el Sur mexicano, la ruralidad guatemalteca y salvadoreña, el Darién panameño, la costa del Pacífico en Nicaragua, Honduras y Costa Rica son ejemplos vívidos.
Huyendo a zonas liberadas de esclavitud, permaneciendo forzadamente en zonas portuarias y periurbanas o resistiendo a la termita devoradora del capitalismo en entornos difíciles y poco accesibles, más de un cuarto de la población latinoamericana continúa siendo discriminada y explotada.
La rebelión de los discriminados y la contrarrevolución racista
Las revueltas negras e indígenas fueron numerosas y han sido el germen inequívoco de posteriores gestas libertarias republicanas. Rebeliones que tuvieron en ocasiones relativo éxito aunque fueron invariablemente respondidas con represión, tormento y asesinato por parte del poder establecido.
En la mayor parte de los países de Latinoamérica y el Caribe, la abolición de la esclavitud se decretó en la primera mitad del siglo XIX, a excepción del Brasil, en la que hacendados y el Imperio se resistieron hasta 1888. En relación a la población indígena, los sistemas de mita y encomienda a favor de conquistadores fueron recién prohibidos hacia fines del siglo XVIII. En la práctica, indígenas y negros siguieron sirviendo con escasa remuneración y generalizado desprecio.
En tiempos más recientes, los pueblos indígenas y afrodescendientes optaron por distintos caminos. Uno de ellos fue adscribir a procesos nacionales de emancipación popular como en Cuba, Venezuela o Brasil, siendo masacrados en Guatemala y el Salvador por el terrorismo de Estado, lo mismo que en Perú, tanto por la dictadura fujimorista como por la insurgencia maoísta.
Una variante distinta y muy significativa ha sido la emergencia del EZLN en México, con la denuncia del Estado como mecanismo de sojuzgamiento y la afirmación del autogobierno local.
Casos sobresalientes lo constituyen Ecuador o Bolivia, donde el movimiento indígena adoptó la estrategia de la plurinacionalidad en defensa de sus reivindicaciones colectivas y derecho a la autonomía. En la nación andina, los movimientos indígenas y sociales llevaron a Evo Morales a ser el primer presidente de origen indígena. En Ecuador, como en Bolivia, las organizaciones indígenas emergen como sujetos políticos fundamentales en razón de su poder de movilización, pero cuya incidencia electoral disminuye debido a su concentración territorial y su menor peso demográfico.
A esta legítima rebelión de negros e indígenas, tal como en épocas pretéritas, los sectores dominantes oponen un racismo despiadado. En ocasiones sin cortapisas, como es el caso de la ultraderecha blanca en Bolivia, Brasil, Ecuador, Chile o Uruguay, por sólo citar algunas, en asociación con los nuevos fundamentalistas evangélicos y sectores del ejército. En otros casos con engaños mediatizados, clavando la cuchilla en el segregacionismo latente en parte de los sectores medios. Único modo de dividir a las mayorías poblacionales, que de otro modo, en unidad, no podrían dominar.
Reparación y reconstitución social
Los llamados a una conciliación social voluntarista, como muestran las estadísticas y un proceso que lleva ya varios siglos son ingenuas y poco eficientes. La recomposición del tejido social exige la nivelación de condiciones de vida y la diversidad de posibilidades vitales para todos.
Una efectiva nivelación de oportunidades afecta sin duda la estructura general de un sistema de lucro exorbitante para pocos y una geoeconomía cuyas posiciones dominantes están enclavadas – al menos hasta la reciente emergencia de China – en el Norte global.
La Comisión de Reparación del Caribe, organismo surgido del CARICOM en su Plan de 10 Puntos, señala que es imprescindible que las naciones europeas acepten su responsabilidad histórica por los crímenes cometidos. Dicho plan incluye como ejes fundamentales la repatriación y reinserción de aquellos descendientes de africanos que así lo quieran, ofrecer desarrollo con participación a las comunidades indígenas, erradicar el analfabetismo, ampliar el sistema de salud y el acceso a la educación y posibilitar un conocimiento más profundo de su propia y dolorosa historia.
Al mismo tiempo, se indica que el subdesarrollo tecnológico y la condena de la exportación de productos primarios generada por el sistema colonial deben ser reparadas, al menos parcialmente, con una abundante transferencia de capacidades tecnológicas y científicas y del mismo modo, ser canceladas las deudas impuestas por la usura anterior y actual.
Para que proclamas, declaraciones y planificaciones bienintencionadas se conviertan en hechos, es preciso remover las estructuras a través de fuertes movimientos emancipadores que promuevan la redistribución y el acceso al conocimiento al interior de sus países y conformen un poderoso eje de integración y unidad para equilibrar la relación de fuerzas existente.
A fin de proceder a una verdadera reconciliación, sin embargo, habrá de realizarse en simultáneo un ejercicio doblemente difícil. Será procedente comprender las corrientes subjetivas que fluyen en el interior de conjuntos e individuos, cuyos profundos significados culturales, generacionales y biográficos son condicionantes de su accionar. De allí surgen comprensiones transformadoras que constituyen el piso firme del mañana.
América Latina y el Caribe es sometida hoy a una intensa presión del poder del Norte, constituyendo una pieza clave en el sostenimiento del viejo mundo o en la apertura a uno nuevo, multilateral, libre, compartido, humanista. Un error en la elección de los pueblos no podrá detener la historia, pero sí retrasarla.
(*) Javier Tolcachier es investigador del Centro de Estudios Humanistas de Córdoba, Argentina y comunicador en agencia internacional de noticias Pressenza.