¿Cuánto puede resistir la paz social en Argentina?
Jorge Elbaum|
Una de las repetidas preguntas que le formulan a los sociólogos que piensan la realidad argentina y que se sienten comprometidas con ella, es cuánto puede resistir la paz social en tiempos que el tejido social es agredido cotidianamente con la llamada austeridad que no es más que la reducción de accesos a bienes simbólicos y materiales para los sectores menos privilegiados, y el incremento de la riqueza y la renta para los grupos más concentrados.
Aquellos que son rigurosos –y no se encargan de vender humo como consultores proféticos—solo logran explicar que el mundo social es de una complejidad tal que sólo puede darse un estallido cuando se combinan varias dimensiones al mismo tiempo: descontento, capacidad de movilización históricamente aprendida, autovaloración positiva acerca del efecto de la acción social colectiva y –sobre todo— referencias (presentes o ausentes, encarnadas en dirigentes o en actores políticos ya desaparecidos, pero vigentes en la memoria social disponible).
Una semana antes del 17 de octubre nadie presagiaba el estallido. En noviembre de 2001 el malestar no se había combinado aun con el deseo desesperado que auguraba el fin de un ciclo político argentino. Dado que no se puede presagiar incendios (y solo estar atentos a su irrupción para quedarse al costado de la historia) ni olas electorales, sí sabemos –en términos sociológicos—que no ha habido nunca irrupción de lo nuevo que no haya estado prologado por el murmullo opositor, el activismo de la sociedad civil, el murmullo opositor y el trabajo militante.
Toda fuerza social organizada debe comprender que existen reglas eficaces para arrinconar el discurso del poder hegemónico (en este caso del neoliberalismo) y simultáneamente para dotar de autonomía a los socios estratégicos que buscan socavar los pilares de un proyecto social que busca básicamente darle continuidad a prerrogativas y limitar la democratización de la vida, en todas sus aspectos.
El núcleo central de la batalla política es la lucha por el sentido. Y ese enfrentamiento tiene dos pilares: por un lado la creencia en las propias fuerzas, la autoestima esperanzada, la ajenidad del derrotismo, la sensación de ser parte de un camino cuyas encrucijadas no conocemos, pero que cualesquiera son éstas, nos encontrarán plantados en la misma brecha, en idéntico sendero de continuidad vital. Dos pilares: el positivo (la creencia en que nuestra pelea tiene trascendencia) y el negativo, basado en el cuestionamiento sistemático y lúcido de las herramientas simbólicas y los discursos de los poderosos.
La positividad exige superar la inferiorización que se busca imponer para debilitar al subalterno: siempre se ha querido animalizar, etiquetar, estigmatizar, despreciar lo popular (choriplaneros, grasas, negros de mierda, etc.) con el objetivo de imponer una jerarquía que permita la admiración del sometido al dominante. Gran parte de la tarea cultural que permite la continuidad del estatus-quo se basa en acomplejar al sometido, en inmovilizarlo bajo la creencia imputada de su nimiedad, de su impotencia.
Superar, desconectarse de esa atribución, confiar en la propia red social de lucha y plantar bandera en igualdad de humanidad contra quienes se pretenden superiores es uno de los ejes básicos de una disputa imprescindible. La alegría es parte consustancial de ese enfrentamiento: como bien afirmó Jauretche décadas atrás, un pueblo triste es fácilmente dominable. Por el contrario, un colectivo alegre, empoderado, consciente de su poderío, optimista del destino posible de sus demandas orgánicas es menos manipulable. La esperanza –como lo sugirió Marc Bloch antes de la Segunda Guerra Mundial– es el principio de creencia que aúna las diferencias. Se nos hace imprescindible “creer” apostar a algo mejor para que seamos capaces de articularnos y de construir una fe social organizada.
Uno de los mecanismo utilizados por el poder oligárquico es hacernos sentir que no servimos para nada. Que lo nuestro es antiguo, que es inservible, que es arcaico y que va contra la “modernidad”. Ese el punto de partida para anclar las luchas en el pasado, es decir en lo muerto. Ellos se presentan como el futuro, como el porvenir. Y nos obligan a ubicarnos en el vetusto sueño de un pretérito superado. Esa es parte de la lucha simbólica con la que no debemos ser atrapados: nunca hay que regalarles la alegría, el optimismo y el futuro a quienes expresan con claridad las fuerzas de un pasado que prenden hacer continuo mediante originales formas.
Esto implica –hoy— dejar de debatirles el pasado. Arrinconarlo en el presente y en el porvenir: ¿qué han hecho con su tiempo gubernamental? ¿Cuáles son los resultados constatables del macrismo? Dada su endeblez, el manual duranbarbista va a intentar oponer pasado (corrupción) a presente (límpido y republicano): no hay que aceptar la agenda del otro. Es imprescindible nombrar el presente y sus consecuencias a futuro.
El otro componente, diseminado cuidadosamente por el neoliberalismo, es el intento de aislar y de cortar los lazos solidarios convocando a los ciudadanos a sumarse a un aislamiento mediático, inserto en el debate de las noticias amarillas, de las reportes del corazón o de las páginas sangradas de los policiales. La meticulosidad para sembrar aislamiento, conformismo, adaptación y sensación de mundo incomprensible es una de las herramientas más útiles de la dominación: si se logra que nada sea jerarquizado, si se impone que es lo mismo el casamiento de una vedette que el debate sobre el aumento jubilatorio, la lobotomización logra su funcionalidad con el estatus-quo.
El camino para impedir ese esquema es contribuir a jerarquizar los temas mediante la convocatoria a al experiencia. Se debe partir de los sufrimientos y padecimientos del interlocutor. De su quehacer real cotidiano, para partir desde ahí hacia las necesarias jerarquizaciones. Y eso no se hace “juzgando” al confundido, sino acompañando mayéutica y pacientemente su razonamiento. La instalación cómoda de muchos actores sociales populares en la negación de la política es el producto de muchos fracasos previos. Se debe acompañar el proceso cognitivo si desafiar los lugares sacralizado de identidad que han ayudado a esos sectores a sobrevivir a tanta carencia.
El sistema –sobre todo a través de sus medios de desinformación— tratan de arrebatar certezas, de menoscabar la dignidad de los que resisten o se oponen, de buscar los grises y los errores (siempre disponibles, lógicamente por tratarse de construcciones humanas) en el trayecto vital de los que luchan. Tienen como objetivo hacerle creer al pueblo que las batallas previas, a través de las cuelas se han conquistado derechos, no tienen concatenación y que su efecto es nulo. Al cortar la relación entre el esfuerzo social y su resultado histórico victorioso se logra desanimar a las presentes y futuras generaciones que emprenden la militancia política como un ejercicio de esperanza compartida.
Argentina es hijo del 17 de octubre y el Cordobazo de la misma forma que Francia lo es de su Revolución francesa y de las barricadas de 1848, 1870 y del Mayo de 1968. Nada de lo que han conquistado los pueblos del mundo ha sido por concesión. Todo fue arrancado a los poderosos con lucha, persistencia, lucidez y entrega. Y en todos esos casos (más otros miles que muestran la cara más maravillosa de nuestra especie) fueron sociedades orgullosas de su propio capital esperanzador, las que alcanzaron algo superior a lo que inicialmente tenían. Hoy, como tantas otras veces, se nos llama a contar la autoestima para dar los debates y conquistar las voluntades mayoritarias que permitan superar este suplicio hambreador neoliberal, y un poder concentrado (abatido en su interés de desvalorizar la lucha social) la que conquistó derechos.
* Sociólogo, doctor en Ciencias Económicas, analista senior del Centro Latinoamericano de Análisis Estratégico (CLAE, www.estrategia.la).