Ser judío en tiempos de Gaza
Jorge Elbaum
Insisten en negar mi condición judía porque condeno genocidios, crímenes de guerra, limpiezas étnicas y acciones neocoloniales de diverso tipo realizadas contra el pueblo palestino. Tergiversan mis opiniones para etiquetarme ridículamente como un abominable defensor de Hamás, cuando muchos de nosotros dejamos en claro explícitas condenas contra el atentado del 7 de octubre de 2023.
Me amenazan con privarme de mi condición de argentino judío porque rechazo de forma consecuente el alineamiento de las organizaciones de la derecha comunitaria con todas las políticas del Estado de Israel, incluso las criminales.
Me repudian porque soy solidario con las actuales víctimas como antes lo fui con quienes sufrieron la matanza del 7 de octubre de 2023: no hay cuantificación posible en la truculencia del horror. La matanza de Hamás –sin dudas abominable– no justifica lo que sobrellevan los palestinos desde la Nakba de 1947.
Me exigen que no divulgue las palabras del ex jefe del Estado Mayor de las Fuerzas de Defensa de Israel (FDI), Yair Golan, quien afirmó hace un mes que “Un país sano no se dedica a luchar contra civiles, no mata bebés por diversión y no se fija como objetivo expulsar a una población (…) Israel está en el camino de convertirse en un Estado paria entre las naciones, como la Sudáfrica de antaño…”
Me conminan a que me llame a silencio frente a los cotidianos bombardeos sobre población civil, frente a las lágrimas de los padres que diariamente velan a sus hijos.
Me reprochan el hecho de poner en duda la condición democrática del Estado de Israel, al señalar que existen 5 millones de palestinos que carecen de derechos políticos y sus vidas dependen de la justicia administrativa militar.
Se encolerizan cuando describo la represión a los habitantes de Cisjordania, la colonización de sus tierras, la expulsión de su población mediante la imposición de sus leyes militares.
Se desestructuran cuando afirmo que defender el derecho inalienable del pueblo palestino no significa desconocer el derecho de Israel a existir.
Me acusan porque observo por el ojo de una aguja la patética práctica de sujetos inicuos como Waldo Wolff, que expresan lo peor de la condición humana, negando crímenes y al mismo tiempo avalando a los verdugos que los cometen.
Niegan mi herencia hebrea porque señalo, con persistencia, que ningún genocida tiene derecho a exterminar un pueblo en nombre de ninguna estirpe religiosa, cultural o geopolítica.
Me intiman a abandonar el redil de lo judío porque no acepto los pactos de silencio frente a la crueldad explicita de las bombas que destrozan bebés, mientras le hacen creer al mundo que es necesario masacrar a mujeres y niños para derrotar a una milicia fundamentalista que ya está despedazada.
Buscan des-judeizarme porque considero que el Pueblo Palestino tiene derecho a su tierra, tal cual lo dispuso las Naciones Unidas en 1947, instituyendo, en aquella oportunidad, una división dispuesta para la creación de dos países, hogar para dos pueblos.
Me difaman porque reivindico la tradición popular judía, de clara impronta crítica y humanista, que sufrió el exterminio nazi mientas enfrentaba con heroísmo y dignidad a quienes hoy aplauden la matanza en Gaza.
Me imputan malas compañías porque considero que los Curas en Opción por los Pobres son personas infinitamente más íntegras, más sensibles y entrañables, que todos los sujetos brutalmente derechizados de la colectividad judía local.
Me demonizan porque milito en el bando consecuente de la solidaridad, peleo por la libertad de los presos políticos de la dictadura macri-mileísta y vivo en las antípodas de la crueldad burda de la reacción monetarista, despiadada y mezquina.
Me amenazan en las redes sociales –protegidos por el anonimato o por la distancia–, creyendo que van a silenciar el espíritu de fraternidad con el que me educaron mis viejos.

Me desprecian porque reivindico una tradición judía que está relacionada con la insolencia de Manuel Dorrego, la entereza de Simón Radowitzky, la valentía de Marcos Osatinsky, la convicción del rabino Amram Blum y el coraje de Tamara Bunke Bider.
Me odian porque amo profunda e indeclinablemente a mi Patria. Este lugar sagrado es donde están sepultados mis amados viejos. Esta tierra es la que soñó Don José de San Martín como parte de una Patria Grande. Fue, también la que se constituyó como refugio hospitalario para millones de inmigrantes que escapaban de guerras, hambrunas y persecuciones. Aquí mis viejos fueron felices y criaron a sus hijos. Aquí mis cenizas los van a acompañar como una ceniza amarrada a su íntegra vida.
El 1656, las autoridades de la colectividad judía de Ámsterdam expulsaron a Baruch Espinoza de su congregación por negarse a obedecer al sentido común de su época. Nadie recuerda el nombre de quienes lo excluyeron y deshonraron.
Es hora de que sepan, mientras niegan el dolor humano, que sus ultrajes son mi jactancia. Y que sus agravios son mis condecoraciones.
*Sociólogo, escritor, doctor en Ciencias Económicas, analista senior del Centro Latinoamericano de Análisis Estratégico (CLAE, www.estrategia.la)