Si EEUU estornuda, a Latinoamérica le da bronquitis

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Observatorio en Comunicación y Democracia – Fundación para la Integración Latinoamericana

Rómulo Betancourt, presidente venezolano entre 1945-48 y 1959-64, graficaba en la frase “cuando Estados Unidos estornuda, a América Latina nos da bronquitis”, lo que podría ya no ser tan automático, aunque hoy los gobiernos latinoamericanos no se hallan unidos y menos aún blindados contra cualquier estornudo o enfermedad superior que provenga de Estados Unidos.

El retorno del trumpismo no parece ser un simple estornudo, sino algo más preocupante que, de seguro, va a tener un fuerte impacto en América Latina. Ya comienzan a sucederse fuerzas y candidatos de ultraderecha y algunos de ellos hasta llegan a ser gobierno.

Mientras, el progresismo rehúye a la autocrítica, se niega a hacer su mea culpa y reconocer lo lejos que ha estado de hacer de las mayorías pobres y desposeídas sujetos de sus políticas (y no meros objeto de ellas),  encarrilando las ideas de democracias participativas, dignidad e inclusión social, soberanía e integración regional.

A pesar de tener gobiernos progresistas en funciones, éstos no tienen los grados de cohesión como en la década anterior, cuando eran menos, pero acumulaban una mayor fuerza política regional. Tampoco funcionan los mecanismos de integración regional, como UNASUR (Unión de Naciones Suramericanas) o la CELAC (Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños), espacios de articulación política, económica y cultural que lograron unificar gobiernos de derecha y de izquierda, bajo la batuta del liderazgo progresista.

Estos organismos se diferenciaban claramente de la OEA (Organización de Estados  Americanos): en Unasur y Celac  estaban excluidos los gobiernos de Estados Unidos y Canadá y por ende tenían (cierto grado de) autonomía en las decisiones. Hoy ambos languidecen, tras el ciclo de  derechas que siguió a la primera ola progresista.

Pero también los mecanismos de la derecha se extinguieron como el Grupo de Lima o están debilitados como la OEA. Hoy no existe una región tan cohesionada como en la década pasada, lo que amenaza con implicar una puerta abierta para cualquier acción desmedida que pueda intentar Trump hacia algún país de América Latina.

Hoy el gobierno de EEUU –con el apoyo de sus multimillonarios- está en campaña para imponer candidatos ultraderechistas en los países latinoamericanos. Paso previo es desprestigiar a los dos gobiernos progresistas con más arraigo, como el de Lula en Brasil y Gustavo Petro en Colombia, mientras Claudia Sheinbaum trata de morigerar la andanada de medidas en contra de México que llegan de la mano de Trump.

Durante la reciente campaña electoral en EEUU, el tema de América Latina estuvo  bastante ausente, supeditándose a criminalizar a venezolanos y haitianos por el tema de la migración e inseguridad. Ya electo Trump comenzó a criticar la actuación de México en cuanto a la migración y al fentanilo y ha amenazado con aumentar los aranceles a sus importaciones. Por eso Trump ya tuvo su primera escaramuza con la presidenta mexicana Claudia Sheinbaum.

Mientras Donald Trump insiste en apropiarse del Canal de Panamá, a mediados de noviembre, durante una gira latinoamericana el presidente chino Xi Jinping asistió a la inauguración de un mega puerto en Chancay, Perú, un enorme  proyecto de infraestructura en aguas profundas, que proyecta ser complementado por un tren bioceánico que cruce lo ancho del continente, conectando Chancay con la costa brasileña del Atlántico.

El escenario político con que se topa Trump es un mapa de una América Latina ocupada principalmente por fuerzas progresistas, pero con un avance de los grupos ultraderechistas financiados desde Estados Unidos, mientras en el escenario comercial, China avanza arrolladoramente en casi todos los países de la región.

El primer gobierno de Trump (2017 a 2021) significó una oportunidad de oro para las derechas latinoamericanas que estaban replegadas durante más de una década, ante el avance de gobiernos progresistas en la región.

Como respuesta, crearon “populismos conservadores” como el bolsonarismo en Brasil y el macrismo en Argentina que golpearon a las fuerzas de izquierda. Además, conquistaron el poder  político en varios países, como Nayib Bukele en El Salvador y Daniel Noboa en Ecuador.

Más tarde (2023), surgió el triunfo del libertario Javier Milei en Argentina, fortaleciendo el eje ultraderechista aupado desde Washington. Tras el primer gobierno de Trump, los gobiernos de derecha que constituyeron el Grupo de Lima —que llegó a tener 17 países miembros — se fueron disolviendo. En 2018 ganó Andrés Manuel López Obrador en México, un año después   Macri pierde la reelección en Argentina.

En 2020 gana Luis Arce en Bolivia después del gobierno golpista de Jeanine Áñez y en 2021, Pedro Castillo en Perú, Gabriel Boric en Chile y Xiomara Castro en Honduras se adjudican los comicios presidenciales en sus respectivos países.

Desde el 2019 hasta el 2021, diversas protestas con inusitada fuerza se sucedieron en Chile, Colombia, Ecuador, Puerto Rico y Haití, todos como consecuencia de implementación de medidas neoliberales diseñadas desde un Washington ocupado por los republicanos. En 2022 Luiz Inácio Lula da Silva venció a Bolsonaro, el mismo año que Gustavo Petro suma una victoria inédita a la derecha en Colombia. Se suman Bernardo Arévalo en Guatemala en 2023 y Yamandú Orsi en Uruguay en 2024.

Los gobiernos de izquierda o progresistas han carecido de coherencia ante determinadas coyunturas, se han dividido por diversos acontecimientos y, en general, no lograron satisfacer las necesidades de sus pueblos, lo que jugó a favor del retorno de las derechas. Las derivas autoritarias, la poca importancia de la integración regional, la debilidad institucional, todos son aristas de una falta de consistencia para enfrentar las situaciones complejas que se vienen.

El más reciente veto de Brasil a Venezuela y a Nicaragua para ingresar a los BRICS es un signo elocuente de la profundidad de la ruptura entre la llamada izquierda, sobre todo cuando fue protagonizada por el presidente Luiz Inacio Lula da Silva, ¿el último progresista?

Sumemos a ello las diversas posturas sobre el derrocamiento a Pedro Castillo en Perú y la posterior presidencia de Dina Boluarte, quien por demás se ha negado adelantar la convocatoria a nuevas elecciones, manteniéndose en el poder por medio de una feroz represión con decenas de muertos en manifestaciones. Y, últimamente, el rechazo de diferentes presidentes y líderes de izquierda al resultado de las elecciones presidenciales en Venezuela, haciéndose eco del relato opositor y del gobierno estadounidense.

Proteccionismo, persecución contra la migración (lo que afecta la remesa con la que viven millones de familias en Latinoamérica), discursos muy ideológicos desde la secretaría de Estado entrante a cargo de cubano estadounidense Marco Rubio, y la competencia con China para cooptar mercados, presagian un duro golpe a la estabilidad política en América, incluido Estados Unidos, que ya vivió una especie de “estallido” contra Trump en 2020.

El trumpismo podría acentuar estos hándicaps del progresismo, aunque también cabe el escenario de que, si pretende chocar de frente, desconociendo el poder acumulado por la izquierda, termine nuevamente cohesionando pragmáticamente a sectores disímiles de Latinoamérica. Tal escenario además podría darle ventajas comerciales a China y otros países.

Sin duda, las fórmulas políticas de la izquierda no muestran la vigorosidad de antes y en poco tiempo deberán cruzar el escenario electoral en medio del auge de la derecha radical, que va radicalizando su grado de populismo. Mientras, los modelos  políticos parecen muy agotados, desde Cuba y Venezuela, hasta Chile y Brasil.

Aunque los republicanos impongan su agenda, e impulsen y financien fórmulas derechistas, terminarán reavivando a los movimientos sociales y generando nuevas propuestas de corte izquierdista en la región. Quizá los gobiernos comprendan el grado de amenaza y decidan restablecer los mecanismos de integración.

Para la administración trumpista son de vital importancia los escenarios argentinos – con Javier Milei en el gobierno- y brasileños, si se llegara a derrotar al Partido de los Trabajadores (PT) de Lula. El éxito o derrota, que se medirá en las elecciones de medio término de 2025 en Argentina y las generales brasileñas de 2026 (sin Bolsonaro, sancionado), van a indicar en qué sentido se mueve el sur de América Latina con su aliado en Washington. Mientras, Uruguay ya giró a la izquierda con el triunfo del Frente Amplio y Yamandú Orsi.


 

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