La geopolítica de la campaña estratégica de Trump contra Venezuela
John Feffer
Donald Trump tiene sin duda ambiciones globales. Está utilizando los aranceles para remodelar la economía mundial. Está retirando a Estados Unidos del mayor número posible de organizaciones y acuerdos multinacionales con el fin de destruir el orden internacional liberal. Y ha alternado entre enfrentarse a adversarios (como Irán) y negociar un alto el fuego (como el de Gaza).
Pero también tiene objetivos hemisféricos: consolidar la hegemonía estadounidense en el “patio trasero” de América Latina y el Caribe. En cierto modo, estos objetivos no son más que una versión a pequeña escala de sus ambiciones globales. Aquí también está imponiendo aranceles tanto a aliados como a adversarios. Amenazó con retirar a Estados Unidos de pactos multinacionales como la Organización de Estados Americanos.
Ha apoyado a amigos autocráticos —Nayib Bukele de El Salvador, Javier Milei de Argentina, Daniel Noboa de Ecuador— y ha tratado de castigar a cualquiera que se le haya enfrentado, incluidos Lula en Brasil y Gustavo Petro en Colombia.
En este contexto, su política hacia Venezuela parece apartarse de su enfoque habitual hacia los adversarios de Estados Unidos, que suele consistir en negociaciones transaccionales (como con Corea del Norte y Bielorrusia) o, más frecuentemente, en amenazas y acciones no militares (como con China y Rusia). En los últimos meses, por el contrario, la administración Trump ha atacado a casi dos docenas de embarcaciones en el Caribe y el océano Pacífico oriental, y ha matado a más de 80 personas, a la mayoría de las cuales la administración ha intentado vincular con Venezuela.
Estados Unidos ha puesto precio (50 millones de dólares) a la cabeza del líder venezolano Nicolás Maduro. Ha enviado una considerable potencia de fuego a la región, incluyendo aviones F-35, ocho buques de guerra de la Armada, un buque de operaciones especiales, un submarino de ataque de propulsión nuclear y el portaaviones USS Gerald R. Ford, junto con aproximadamente 10.000 soldados estadounidenses y 6.000 marineros. Por si fuera poco, la administración también ha anunciado el envío de una misión de la CIA a Venezuela.
Esta fuerza militar es suficiente para llevar a cabo una guerra aérea sostenida contra Venezuela. Sin embargo, un asalto anfibio o una invasión terrestre requerirían de al menos 50.000 soldados, según el CSIS, por lo que aún no parece estar en el horizonte. Trump ha sugerido que la guerra es improbable, pero rara vez revela sus planes con antelación. Por el momento, esta demostración de fuerza parece diseñada para intimidar a Maduro y obligarlo a dimitir o para envalentonar a la oposición o a elementos del ejército para que tomen el poder.
En otros países, su gobierno no ha dudado en amenazar con acciones militares (como en Groenlandia) o incluso usar la fuerza (como en Irán). Pero la campaña contra Venezuela es de una magnitud mucho mayor. La declaración de “guerra” contra los “narcoterroristas” proporciona a ese gobierno una justificación casi ilimitada para matar a cualquiera que se considere una amenaza para los intereses nacionales de Estados Unidos.
Trump ha criticado periódicamente a gobiernos anteriores por su participación en “guerras eternas”, un mensaje populista que caló hondo en muchos votantes. Sin embargo, esta nueva versión de la guerra eterna contra las drogas, con objetivos imprecisos y sin un cronograma claro, no ha suscitado muchas críticas por parte de los partidarios republicanos de Trump. Una votación en el Senado para invocar la Ley de Poderes de Guerra fracasó por un estrecho margen, al obtener sólo dos votos republicanos.
A primera vista, la estrategia de Trump para señalar a Venezuela parece más oportunista que estratégica. El gobierno venezolano, especialmente después de que las elecciones presidenciales de 2024 revelaran un descontento generalizado con el régimen, es relativamente débil. La economía venezolana sufre la tasa de inflación más alta del mundo y una grave erosión del nivel de vida. De la misma manera en que Trump bombardeó Irán sólo después de que Israel hubiera hecho que dicha misión estuviera prácticamente libre de riesgos, está presionando a Venezuela porque su modesto tamaño, debilidad militar y gobierno impopular la convierten en un blanco fácil.
Pero Cuba también sufre desafíos internos similares y (aún) no ha merecido una campaña de presión estadounidense a gran escala. Venezuela ha suministrado petróleo a Cuba durante las últimas dos décadas, evitando que su economía colapsara. Sin embargo, ese comercio ha disminuido sustancialmente, de 56.000 barriles diarios a tan sólo 8.000 en junio de 2025. Actores clave de la administración Trump, en particular el secretario de Estado Marco Rubio, llevan mucho tiempo abogando por un cambio de régimen en Cuba. Por lo tanto, una posible explicación de la campaña contra Venezuela es su capacidad para aislar aún más a Cuba y posiblemente desencadenar un cambio de régimen allí como parte de una nueva teoría del efecto dominó sostenida por algunos sectores de la administración.
Sin embargo, el equipo de Trump no está del todo unificado en su enfoque hacia Venezuela. Un ala neoaislacionista ha estado presionando contra las estrategias de cambio de régimen. Hasta hace poco, el enviado de Trump a Venezuela, Richard Grinnell, impulsaba esta postura, y Maduro se mostró más que receptivo a una solución diplomática. Según The New York Times,
Maduro “ofreció abrir todos los proyectos petroleros y auríferos existentes y futuros a empresas estadounidenses, otorgar contratos preferenciales a empresas estadounidenses, revertir el flujo de exportaciones petroleras venezolanas de China a Estados Unidos y recortar drásticamente los contratos energéticos y mineros de su país con empresas chinas, iraníes y rusas”. Ni siquiera esta generosa oferta, que rozaba lo servil, logró convencer a Trump.
El oportunismo no explica del todo la magnitud de los esfuerzos de Trump en Venezuela y sus alrededores. Tampoco lo hace la conocida animadversión hacia Maduro que se remonta a su primer mandato. Aunque los instintos de Trump son generalmente transaccionales, de vez en cuando realiza cálculos geopolíticos. En este caso, Venezuela atrae su atención porque, a diferencia de Cuba, se encuentra en la encrucijada de varias obsesiones: la inmigración, las drogas, los combustibles fósiles y China.
Expulsar a China del hemisferio
China es ahora el principal socio comercial de Sudamérica y el segundo de América Latina en su conjunto. La región envía a China materias primas como soja, cobre y petróleo a cambio de productos manufacturados. La Iniciativa de la Franja y la Ruta de China ha canalizado inversiones considerables hacia proyectos de minería, agricultura e infraestructura en toda América Latina. Pekín también ha abierto múltiples líneas de crédito para los países de la región. Venezuela es el mayor prestatario, con una deuda de 60.000 millones de dólares con China, el doble de la del siguiente mayor receptor, Brasil.
La administración Trump se centra en desvincular la economía estadounidense de la china. Su mayor ambición es desvincular todo el hemisferio, empezando por América del Norte.
Su estrategia hasta el momento en las negociaciones con Canadá y México, que se llevarán a cabo de forma bilateral
o trilateral mediante la renegociación del Acuerdo entre Estados Unidos, México y Canadá, ha sido cerrar el acceso de China a los mercados norteamericanos mediante el bloqueo del transbordo de productos terminados chinos, la reducción de la cantidad de piezas y componentes chinos en la cadena de suministro y la restricción de la inversión china en plantas de fabricación que luego exportan a Estados Unidos.
Trump está obsesionado con los intentos chinos de entrar al mercado norteamericano a través de estas puertas traseras, aunque el uso chino de estas estrategias es bastante modesto. Los negociadores comerciales estadounidenses han estado presionando a sus homólogos mexicanos y canadienses para que bloqueen estos puntos de entrada al mercado estadounidense.
Trump está ejerciendo presiones similares sobre otros líderes latinoamericanos. Comenzó presionando a Panamá para que se retirara de la Iniciativa de la Franja y la Ruta de China. Más recientemente, ha centrado su atención en Argentina, que es el segundo socio comercial más importante de China en la región después de Brasil. China ha invertido en varios proyectos importantes de infraestructura en Argentina, incluyendo dos represas hidroeléctricas, un observatorio espacial y la construcción de otra central nuclear.
Trump, mientras tanto, ha otorgado un paquete de rescate de 20.000 millones de dólares a Milei para prevenir una crisis económica, dejando clara su preferencia por que Argentina degrade su relación con China.
Se ha hablado mucho de que Trump recurra a una estrategia geopolítica de “esferas de influencia”, por la que China se centra en Asia, Rusia en sus “países circundantes” y Estados Unidos en América. Esta división del mundo quizás se alinee con la preferencia de Trump por considerar la geopolítica como un negocio por otros medios, con diferentes regiones funcionando como territorio corporativo.
Pero Trump no está retirando a Estados Unidos del resto del mundo. Ha asegurado derechos mineros en Ucrania, ha negociado la participación estadounidense en un corredor de transporte entre Armenia y Azerbaiyán, y ha establecido acuerdos sobre minerales con el “club de naciones” (Australia, Camboya, Japón, Malasia y Tailandia). Y su administración está redoblando sus esfuerzos para contener a China mediante alianzas, la expansión de bases en el Pacífico y un mayor gasto del pentágono..
Mientras tanto, la estrategia de Trump hacia las Américas se enfrenta a una considerable resistencia. México ha afirmado su soberanía respecto a su relación económica con China y su rechazo a la intervención militar estadounidense contra el narcotráfico. El gobierno brasileño se ha negado a dar marcha atrás en el procesamiento del expresidente Jair Bolsonaro ante el aumento de los aranceles estadounidenses.
Incluso Ecuador, donde el presidente Daniel Noboa tiene una fuerte afinidad ideológica con Trump, no puede permitirse poner en peligro su relación con China, que ha implicado un considerable volumen de comercio, inversiones en infraestructuras y 11.000 millones de dólares en préstamos.
El esfuerzo de Trump por reducir la influencia económica china en la región tiene menos que ver con una estrategia geopolítica de “esferas de influencia” que con el deseo del presidente de reducir la dependencia de Estados Unidos —y, por extensión, la dependencia hemisférica— de Pekín. Quiere que las corporaciones, los bienes y el capital estadounidenses ocupen el primer lugar en América Latina, no en el sentido de una producción globalizada, sino en un sistema radial donde todas las decisiones clave y la fabricación se realicen en Estados Unidos.
Otros factores que impulsan la política trumpista hacia Venezuela
Donald Trump ganó la reelección en gran medida gracias a su enfoque en asuntos internos, especialmente en inmigración, drogas y política energética. Minimizó deliberadamente los asuntos internacionales, salvo para prometer el fin de varias guerras que le costaban dinero y armas a Estados Unidos.
Sin embargo, Venezuela reúne muchos de los objetivos nacionales de Trump. Si bien el país no es la principal fuente de cocaína ni fentanilo que entra en Estados Unidos, Trump ha caracterizado la operación criminal venezolana Tren de Aragua y al gobierno de Maduro como responsables clave de asesinatos de estadounidenses a través de las drogas.

También ha utilizado el Tren de Aragua para vilipendiar a inmigrantes y ha hecho un gran alarde de la deportación de venezolanos presuntamente vinculados con la pandilla a una prisión de alta peligrosidad en El Salvador (pocos, si esque alguno, de los deportados tenían tales conexiones). La orden del gobierno que canceló el Estatus de Protección Temporal (TPS, por sus siglas en inglés) para aproximadamente 300.000 venezolanos residentes en Estados Unidos mencionaba repetidamente el Tren de Aragua
Venezuela posee las mayores reservas comprobadas de petróleo del mundo, cinco veces más que las de Estados Unidos. Las compañías petroleras estadounidenses, principalmente Chevron, han colaborado con la petrolera estatal venezolana para producir y transportar petróleo. Trump inicialmente rompió esa relación, pero la restableció discretamente en julio. Simultáneamente, la administración Trump impuso un arancel adicional a los países importadores de petróleo venezolano.
Sin embargo, las exportaciones petroleras venezolanas alcanzaron recientemente su máximo en cinco año, impulsadas principalmente por las ventas a China y favorecidas por la participación de Chevron en la producción.
Trump, por su parte, ha impulsado la expansión de sus intereses en combustibles fósiles en Estados Unidos, abriendo nuevas áreas de perforación, ofreciendo incentivos fiscales a las compañías de gas y petróleo, reduciendo la supervisión regulatoria y debilitando la competencia en energías limpias. Sin embargo, cualquier reorientación a largo plazo de la economía estadounidense hacia el petróleo requerirá acceso a otras fuentes. Rusia está fuera de la ecuación por el momento.
Oriente Medio es impredecible. Venezuela es problemática si su gobierno decide restringir el acceso de Chevron o dar un trato preferencial a China o a algún otro cliente. Así pues, independientemente de lo conciliador que pueda ser Maduro en este momento, la administración Trump quiere garantizar un acceso seguro a los depósitos de Venezuela durante mucho tiempo en el futuro.
La administración Trump ha enmarcado su afán por asegurar materias primas críticas como el litio, las tierras raras y el petróleo como parte de su competencia con China. Sin embargo, China ha anticipado desde hace tiempo la centralidad de minerales clave —por ejemplo, al asumir el procesamiento de tierras raras de Estados Unidos hace algunas décadas— y se está alejando rápidamente de su propia dependencia de los combustibles fósiles. Por lo tanto, la administración Trump llega demasiado tarde y se centra demasiado en el objetivo equivocado.
Venezuela tampoco es el socio más importante de China en América Latina. Pero la administración Trump podría estar atacando a Maduro por ser el eslabón más débil. Según el adagio chino, hay que matar al pollo para asustar a los monos más poderosos. La creciente presión sobre Venezuela es una señal para que China y otros actores poderosos reduzcan sus inversiones en el hemisferio y, más aún, una advertencia para otros Estados latinoamericanos de que es mejor que sigan la línea de la administración Trump, o de lo contrario…
*Autor de la novela distópica Splinterlands y director de Foreign Policy In Focus en el Institute for Policy Studies. Frostlands, original de Dispatch Books, es el segundo volumen de su serie Splinterlands, y la última novela de la trilogía es Songlands. Ha escrito asimismo Right Across the World: The Global Networking of the Far-Right and the Left Response.