El Fondo no cambia, cambió la Argentina
Pedro Brieger|
El martes 8 de mayo el ministro de Finanzas Nicolás Dujovne planteó que el gobierno del presidente Mauricio Macri apelaría al Fondo Monetario Internacional para conseguir financiamiento. Al referirse al organismo planteó que era “un Fondo Monetario Internacional muy distinto al de hace 20 años”.
Si bien el ministro no explicó por qué este Fondo sería diferente al de 20 años atrás ni por qué eligió la fecha de 1998 como referencia, vale preguntarse si ante una posible asistencia del FMI lo que ha cambiado no es el Fondo sino la sociedad argentina y la respuesta que se puede generar ante su nuevo desembarco.
En realidad, cuando se piensa en las políticas del FMI y los diversos organismos financieros internacionales uno debería remontarse aún diez años más atrás de 1998, al momento en que se planteó el famoso “consenso de Washington” y sus recomendaciones para América Latina. En aquella época, un grupo importante de economistas –muchos de ellos conocidos como “los Chicago Boys”- lograron imponer la idea generalizada de que todo lo público era “ineficiente”, que el Estado es intrínsecamente perverso, que era necesario achicarlo, que la única manera de que las empresas de servicios públicos funcionaran era privatizándolas, que así se reducirían gastos y se eliminaría la corrupción; que debía bajarse el gasto público, abrir los mercados, incrementar la producción de artículos destinados a la exportación, flexibilizar y “modernizar” los mercados laborales, quebrar el poder de los sindicatos -supuestamente interesados solamente en enriquecer a sus cúpulas- y reducir los gastos sociales, entre tantos otros postulados.
Estas políticas, en líneas generales, fueron las que se implementaron en la década de los noventa del siglo pasado en la Argentina, México y Perú, países tomados como “modelos” de las reformas neoliberales, y cuyos resultados fueron desastrosos.
Carlos Menem asumió la presidencia argentina en 1989 después de una crisis hiperinflacionaria que disciplinó a la sociedad para que se aceptara el plan de convertibilidad de “un peso-un dólar”. Hubo varios factores que le permitieron a Menem y a su superministro de economía Domingo Cavallo implementar su política de ajuste durante varios años. La Argentina recién había dejado atrás la dictadura y los militares todavía representaban una amenaza latente. Raúl Alfonsín sufrió algunos levantamientos durante su presidencia y el último de ellos sucedió en 1990 durante el gobierno de Menem.
El temor a un retorno de los militares era real y la consolidación de la democracia era apenas como una vaga aspiración. El menemismo prometía un futuro auspicioso sobre la base de un relato mágico-religioso consistente en predicar que las reformas neoliberales derramarían riqueza sobre toda la sociedad. Ese relato mesiánico tranquilizó porque proporcionó una explicación coherente de la realidad, aunque tuviera una connotación religiosa y dogmática. La concepción neoliberal simplificadora partía de una ruptura con el populismo y el estatismo para lograr el bienestar prometido y arribar a un imaginario “Primer Mundo”. Como los mitos tienen un carácter ritual y simbólico para que la sociedad crea en ellos es necesaria su repetición ritual, la fácil asociación de ideas que inculca un sentido de rectitud, así como de inevitabilidad (las reformas eran “inevitables”). Y si la década del ochenta fue definida como la década “perdida”, la posterior fue la década del “mito neoliberal”.
Durante la década de los noventa se construyó un mito basado en un hecho real: la estabilidad monetaria lograda luego de detener procesos hiperinflacionarios. El “uno a uno” domesticó a una parte importante de la sociedad durante un tiempo mientras –para poder financiar esa ecuación- se privatizaron áreas estratégicas, se desarticuló al movimiento obrero y se desarrolló un fuerte discurso “antipolítica” en los medios de comunicación que intentó alejar a una generación de la participación ciudadana.
Hoy sabemos que la riqueza no “derramó” como prometían y que hubo que recurrir al FMI y cumplir sus exigencias para sostener la ecuación “un dólar-un peso” y que su política de ajuste provocó altos niveles de desocupación y culminó en la implementación del tristemente llamado “corralito” bancario que degeneró en el “corralón: la imposibilidad de los ahorristas de a pie de retirar de los bancos sus ahorros en dólares. Esa experiencia concluyó con la revuelta del 19 y 20 de diciembre de 2001 que le abrió las puertas al kirchnerismo, los gobiernos de Néstor Kirchner y Cristina Fernández.
En 2018 nuevamente un gobierno intenta traer al Fondo Monetario Internacional pero ahora necesita decir que este es un “nuevo” Fondo y “distinto” del anterior porque las experiencias anteriores culminaron en la catastrófica salida del presidente Fernando de la Rúa, muertos en las calles y un país virtualmente destruido.
Sin embargo, la sociedad argentina de hoy no es la misma que hace veinte o treinta años. Las Fuerzas Armadas están muy lejos de tener el poder de antaño, muchos militares purgan largas condenas de prisión y la lucha por los derechos humanos ha sido legitimada como bien lo comprobó este gobierno en 2017 cuando intentó liberar militares con el “2×1”. No pudo.
El kirchnerismo también repolitizó a amplios sectores de la sociedad como se pudo apreciar con la organización de numerosos jóvenes en las múltiples agrupaciones que apoyaron el gobierno de Cristina Fernández después de la muerte de Néstor Kirchner. Estos movimientos surgieron en apoyo al gobierno, algo poco usual en la política porque -por lo general- los jóvenes se incorporan a la política en un contexto de oposición a un gobierno. Un eje central que contribuyó a su crecimiento fue la proyección de un futuro mejor, promisorio, y el de formar parte de este proceso contrapuesto a la sensación de años anteriores de que todo iba a ser peor.
Más allá de cierta demonización mediática por el rol de algunos dirigentes en funciones dentro del aparato estatal durante la gestión kirchnerista, la mayoría de estos movimientos se construyó desde las bases disfrutando de nuevos derechos en la vida cotidiana: desde la apertura de nuevas universidades públicas hasta el matrimonio igualitario, pasando por el fútbol gratuito en televisión.
Justamente, la gran pregunta que por ahora no tiene respuesta es cómo responderá ante un ajuste una generación que se politizó durante los años de expansión del kirchnerismo apoyando políticas de crecimiento. Muchos de estos jóvenes apenas recuerdan el 19 y 20 de diciembre de 2001 y tienen en la retina la imagen de Néstor Kirchner cancelando la deuda con el Fondo y los discursos de Cristina Fernández criticando duramente al FMI.
Por otra parte, vale la pena recordar lo sucedido en diciembre de 2015 cuando Cristina Fernández dejó la presidencia. Un día antes de abandonar el poder convocó a una multitud para despedirse después de doce años de kirchnerismo, casi como si estuviera festejando la victoria de su movimiento y no una derrota. En ese momento en esta misma columna decíamos que el kirchnerismo había sufrido una derrota electoral pero que no había sido derrotado en el sentido histórico del término, como en 1955 y l976. El país en 2015 no estaba en llamas, sus líderes no estaban presos ni tampoco habían sido forzados al exilio, aunque sí demonizados por un aparato de comunicación exitoso que insistía en que recibía “una pesada herencia” y un país destruido.
Si bien durante dos años el macrismo insistió en la “pesada herencia”, su discurso tuvo como epicentro mantener “lo bueno” que se había hecho y las posibilidades de vivir mejor. Ahora, cuando está a la vista la especulación financiera -tan ajena a la mayoría de la población- con el pedido de auxilio al Fondo se refuerzan las palabras “ajuste” y “tarifazo”, expresiones éstas a las que ningún aparato comunicacional puede darle una connotación positiva. Esto quiere decir que las posibilidades de vivir mejor aparecen desdibujadas.
En 1990 el plan de convertibilidad tuvo amplios niveles de consenso y permitió implementar las políticas de ajuste “sin anestesia”. Hoy ese consenso no existe ni se puede lograr. Por tal motivo la pregunta es cómo harán para imponer las políticas del FMI de siempre en una Argentina tan diferente.
La demonización del Fondo no es producto del kirchnerismo sino de la propia práctica del organismo a nivel internacional. Es más, el 19 de septiembre de 2017, J. Kyle Bass del Fondo de Inversión Hayman Capital Management publicó un artículo en la Agencia Bloomberg cuyo título era “El FMI debe dejar de torturar a Grecia” porque los griegos ya habían sufrido demasiado. Si uno toma el artículo de Kyle Bass se podría decir que hoy el FMI es “distinto”, pero en sentido inverso al que intenta difundir el gobierno argentino. En 2011, hace apenas siete años, el ex ministro de finanzas griego Evangelos Venizelos recordaba las negociaciones con el Fondo para aplicar las políticas de ajuste en su país y decía que había insistido en medidas crueles para probar que su gobierno estaba dispuesto a pagar el costo político.
En el caso argentino el rechazo al FMI es producto directo de las políticas de ajuste que causaron la crisis del 2001 y su recuerdo traumático. Como en los noventa tratarán de culpar a “los intereses mezquinos” de la política que impide los ajustes “que hay que hacer”, el mantra habitual de los economistas y comunicadores neoliberales. Pero propios y ajenos coinciden en que el llamado del gobierno al Fondo es un pedido de socorro y que tiene poco tiempo para construir un nuevo relato por la positiva que supere al de “la pesada herencia”.
¿Aceptará mansamente la sociedad argentina la disminución de subsidios, el recorte de jubilaciones y planes sociales, o los aumentos desmedidos de las tarifas de servicios públicos cuando no hay amenazas de golpe militar, ni un pasado reciente de hiperinflación que sirva como disciplinador social? Con el tiempo tendremos la respuesta.
*Director de NODAL