Las inseguridades en Uruguay: Del país de cercanías a la sociedad anómica
Enzo Machado|
Cuando hablamos de factores de inevitable referencia para analizar el panorama social del Uruguay en el siglo XXI, son muchas las certezas que dan cuenta del peso simbólico y real que tiene en la agenda pública y en los debates políticos contemporáneos el problema de las inseguridades ciudadanas, entendidas como los ataques violentos desde un desconocido a la propiedad y/o a la vida.
El miedo como negocio
Desde distintas perspectivas y aristas se aborda este complejo y multifacético problema social, para nada esquemático ni lineal, que requiere de una debida contextualización y atender el conjunto de relaciones económicas, sociales y políticas en el que se inscribe.Discutir la inseguridad es problematizar ese amplio marco de relaciones, instituciones, lógicas y normas performativas de la realidad social, que son las que verdaderamente explican la raíz de los problemas que tanto miedo y pavor generan.
Los últimos datos del Ministerio del Interior uruguayo indican un preocupante aumento de los delitos, lo que confirma que el “país de cercanías”, atraviesa por una agudización del conflicto y la violencia social que hay que atender inmediatamente. Pero las soluciones no están en seguir ensayando parodias cortoplacistas o que busquen resolver de forma inmediata el actual estado de cosas. No existen políticas mágicas dotadas de omnipotencia y las que así se presentan ante la ciudadanía evidencian, cada vez más, claras señales de agotamiento y fracaso.
Si la sociedad y el sistema político evitan cortar por el lado más fino de la cuerda será el primer movimiento importante del gran salto hacia delante que se necesita para cambiar la realidad en materia de seguridad. La baja de la edad de imputabilidad que propone el líder derechista Jorge Larrañaga (Partido Nacional), y de lo que se hace eco gran parte del elenco político, habrá que decidirlo en las elecciones del 2019, si es que la propuesta alcanza la cantidad de firmas necesarias para poder ser plebiscitada.
El proyecto de reforma constitucional va en la misma dirección de lo que la ciudadanía ya laudó en elecciones anteriores, con una contundente respuesta de NO a las intenciones de bajar la edad penal de 18 a 16 años. Continuar por ese camino orgánicamente agotado, conservador y con claros objetivos electorales, es incurrir en una irresponsabilidad, caer en la demagogia y, para quienes se definen de izquierda, significa abandonar banderas medulares en la construcción de un mundo más justo.
Creer que la inseguridad se resuelve simplemente alterando las variables policiales (es decir, aumentando la presencia policial, la represión y las penas), es como creer que “entran por una puerta y salen por la otra” (de los juzgados), que no hay penas duras o que “te matan por diez pesos”. Como contrapartida, la realidad muestra que Uruguay tiene más presos que en cualquier otro momento de su historia (más de 11 mil), ocupando el puesto número uno en el continente en la relación presos/habitantes.
En la misma línea, la posesión de armas se volvió moneda corriente (una por cada tres personas), lo que convierte al Uruguay también en el país con mayor tenencia de armas per cápita de Sudmérica. Los accidentes de tránsito, la violencia de género y los suicidios matan más personas que los homicidios, pero éstos no integran los elementos que formen parte del concepto de inseguridad con el que los medios de comunicación construyen el imaginario colectivo y el sentido común establecido.
Para entender la actualidad se debe reconstruir el camino por el que transitó el relato punitivo sobre la inseguridad, desde los años inmediatos a la dictadura hasta ahora, y cómo este se fue instalando en el imaginario colectivo, de la mano del reduccionismo con el que la opinión pública e integrantes del elenco político abordan el problema.
Marchas, fracasos y contramarchas del largo derrotero punitivo.
La salida a la palestra pública del senador Larrañaga no es solamente un caballito de batalla electoral y que juega con el miedo de la sociedad para sacar tajada. Debe también ser leída como parte de “un largo camino punitivo” por el que ha transitado la derecha uruguaya luego de los años de dictadura y en el que parte de la izquierda ha quedado entrampada.
El retorno a la vida democrática a partir de 1985 no significó una ruptura total con los años de terrorismo de Estado y evidenció algunas líneas de continuidad que traían amarradas una batería de políticas en materia de seguridad, que aumentaron el marco punitivo frente a la sociedad y alimentaron, ahora bajo un manto de legalidad democrática, los aparatos represivos.
Las corrientes que promovían el despliegue coactivo de la ingeniería estatal para solucionar los conflictos sociales, ganaron terreno dentro del sistema político y comenzaron a ser predominantes en el seno de la opinión pública.
Con el advenimiento de políticas neoliberales en los 90 (que desregularizaban y precarizaban el trabajo, que retiraban al Estado de su función redistributiva y que desnutrían la organización sindical y las luchas del campo popular), las desigualdades estructurales se profundizaron y las brechas entre ricos y pobres aumentaron. Montevideo, la capital uruguaya, se decoró con rejas y el sistema carcelario se superpobló con integrantes de los sectores sociales más vulnerables.
La irrupción de estas políticas neoliberales tuvieron su correlato en el plano penal que dieron a luz a la Ley de Seguridad Ciudadana de 1995, que creó nuevas figuras delictivas y presentó un aumento significativo de las penas para quienes cometían delitos contra la propiedad. Con la crisis de 2002, el aumento de la población carcelaria fue una constante y las inseguridades subjetivas y objetivas que se expresan en distintos actores políticos y sociales, fue también en aumento.
A partir de 2005 con el triunfo electoral del Frente Amplio se esperaban transformaciones sustantivas y hubo una priorización presupuestal hacia el Ministerio del Interior para comenzar con una reforma profunda. Se produjeron cambios de ordenamiento y gestión institucional con una marcada conducción política, se crearon mecanismos de control interno, se trazaron algunas líneas estratégicas para transformar el vetusto sistema carcelario y también la Policía Nacional.
A pesar de estos esfuerzos, los pilares no fueron removidos y los carriles por los que transitaban las políticas de seguridad siguieron asentados sobre el mismo paradigma punitivo.
El 2009 marca un antes y un después en el quehacer político, colocando a las variables policiales como eje de los debates. En las elecciones de ese año el tema de la Seguridad Pública estuvo por primera vez en el centro de los discursos electorales y de las propuestas de campaña. Un marcado endurecimiento de las penas fue factor común en los discursos y fue la máxima que blindó las oratorias de los actores políticos.
Si bien se apreciaron líneas de continuidad entre los gobiernos de Tabaré Vázquez y de José “Pepe” Mujica en lo que respecta a políticas de seguridad, el cambio de conducción a partir de 2010 estuvo signado sobre todo por rupturas, especialmente en el discurso de cara a la opinión pública. En el gobierno de Mujica, la Ley de Faltas se presentó como otra política con marcado carácter de control social y disciplinante, dispuesta a calmar los miedos ciudadanos alimentados por los medios de comunicación y distintos representantes del elenco político.
La configuración de esta “nueva sensibilidad punitiva” hizo que en el año 2011 estuviera sobre la mesa una propuesta del senador del Partido Colorado Pedro Bordaberry, que mediante una Reforma Constitucional buscaba reducir la edad penal adolescente de 18 a 16 años. Previamente la propuesta necesitaba contar con 350 mil adherentes para ser plebiscitada en las elecciones de 2014.
En la recolección de firmas la consigna fue “por más seguridad” y “para vivir en paz”. El mismo camino que ahora levanta Larrañaga, en un intento desesperado de colocarse en la vanguardia de las demandas ciudadanas y como carta de triunfo en la reñida interna de su partido de cara a las elecciones nacionales.
En los comienzos la propuesta contó con un gran respaldo y fue bienvenida por la ciudadanía, que identificó a jóvenes y adolescentes como enemigos objetivos, “portadores naturales de maldad” y sobre todo, detractores de los valores tradicionales: familia y propiedad.
La idea del enemigo común funcionó muy bien como amalgama, pero su talón de Aquiles, que era sin dudas la falta de respaldo empírico, hizo que en poco más de un año la opinión pública entendiera que el problema estaba en otro lugar.
Cuando irrumpe este proyecto Uruguay contaba con poco más de 250 mil adolescentes de entre 13 y 18 años (penalmente responsables bajo la órbita del Código de la Niñez y la Adolescencia que rige desde 2004), de los cuales solo 659 estaban bajo medidas de privación de libertad: un 6,4% de adolescentes estaba involucrado en los delitos totales que se cometían en el país en aquel momento.
Obviamente, estas propuestas para solucionar los efectos de la inseguridad, no siempre se corresponden con datos de la realidad, sino que responden a una ideología punitiva y a propósitos electorales. En el 2014, como ahora, el problema no está en donde se intenta hacer foco.
Atacar el problema de raíz
Las causas y los posibles caminos a seguir para reducir los niveles de violencia, no se explican ni se deberían inscribir en perspectivas cortoplacistasy reduccionistas de este complejo problema contemporáneo. Atacar las consecuencias y no las causas del conflicto es un grueso error y habla de la incapacidad de la izquierda política y la izquierda social para canalizar la acumulación que dejó la experiencia del No a la Baja hacia una síntesis alternativa al punitivismo.
Creer que con militares en las calles la inseguridad y la violencia se terminan, es paradójico y por demás falaz. Lo que sobran son indicios que muestran que durante los años de dictadura los delitos comunes (hurtos y rapiñas) y los presos por narcotráfico aumentaron de manera significativa. No se puede colocar al frente del combate al delito a una institución que no forma a sus integrantes para contrarrestar la violencia social, sino para la defensa nacional.
Es necesario tomar decisiones políticas fuertes, dando un golpe de timón, reconociendo el fracaso sistémico de las políticas exclusivamente represivas. Los estudios académicos serios y distintas experiencias internacionales dejan entrever algunas pistas sobre los caminos a seguir .Lo primero que manifiestan es la impertinencia de creer que esto se resuelve con aumento de penas, más policías y militares en las calles.
En ese mismo sentido, invitan a pensar en políticas estratégicas, integrales y articuladas, proyectadas en el corto, mediano y largo plazo. Y dejan al descubierto la necesidad de un Estado que se posicione firme en su función social y redistributiva y se vuelve impostergable trabajar en una política de desarme civil y en la profundización de una policía profesional con vocación de servicio a la comunidad.
En un sistema en el que unos pocos acumulan mucho y en el que conviven realidades tan distantes como las de Punta del Este y barrios de las principales ciudades del país donde no hay saneamiento, calles asfaltadas o mínimas condiciones de seguridad, la armonía no puede ser la regla y el conflicto seguirá formando parte de la vida cotidiana.
El sociólogo Luis Eduardo Morás sostiene que la uruguaya pasó de ser una sociedad amortiguadora a una sociedad anómica. Es hora de identificar qué elementos de ese pasado hay que resignificar y cuáles hay que desechar para sustituirlos por instrumentos que atiendan el contexto en el que vivimos. Hasta no comprender todo esto, permaneceremos inmóviles, errando los caminos y ahogados en un mar de lamentos.
* Docente de Historia, egresado del Cerp-Centro Florida. Militante del Frente Amplio e integrante de Periferia. Analista asociado al Centro Latinoamericano de Análisis Estratégico (CLAE, estrategia.la)