¿Qué está pasando en América Latina?
La región vuelve a ser un laboratorio de oleadas progresistas y contraoleadas derechistas que se disputan nuestro futuro político.
Una oleada política reaccionaria recorre el continente. Allá donde las izquierdas y los progresismos colapsan por errores propios (Argentina, El Salvador, Ecuador, Bolivia, Chile) un desembozado antiigualitarismo se abalanza sobre las expectativas colectivas para intentar desmontar derechos y reconocimientos populares conquistados. Allá donde la oleada progresista persiste (Brasil, Colombia, México, Uruguay, Honduras), la asedian y agrietan por todos lados para intentar derrocarlos. Donde puede (Venezuela), ensayan intervenciones extranjeras.
América Latina siempre ha sido un continente convulso y extremo. De revoluciones populares, golpes de Estado y dictaduras militares. Pero también de ciclos de estabilidad institucional. El neoliberalismo, por ejemplo, que en algunos casos se inició con dictaduras (Chile, Argentina) o en momentos de transición democrática (Bolivia,
Paraguay, Uruguay, Ecuador, Brasil), dio lugar a un periodo de 20 años de relativa normalización del régimen de acumulación económica y un sistema de partidos políticos convergentes en la des-sindicalización, la privatización de empresas públicas y la apertura comercial.
Si bien al principio no estuvo exento de resistencias sociales, logró comandar el horizonte predictivo de las sociedades.
Igualmente, los gobiernos progresistas y de izquierda que emergieron a inicios del siglo XXI en buena parte del continente, también lograron estabilizar el crecimiento económico y el sistema político por más de una década. En el caso boliviano hasta cerca de dos décadas.
No obstante, pese a esta aparente similitud de temporalidades y extensión territorial, se tratan de procesos cualitativamente muy diferentes. El neoliberalismo vino de la mano de una alianza de los grandes exportadores, los financistas, clases medias letradas y las grandes corporaciones occidentales, asesoradas por los organismos de financiación internacional (FMI, BM). La resistencia a su implementación la encabezaron las declinantes clases asalariadas vinculadas a la sustitución de importaciones de los tiempos del capitalismo de Estado.
En el caso del progresismo, este vino de la mano de coaliciones flexibles de los agraviados por el neoliberalismo: trabajadores asalariados sin sindicato, clases medias desplazadas por las elites management, pobladores multioficios de las zonas periurbanas, bolsones de sindicalistas y, en el caso de Bolivia y Ecuador, de un potente movimiento campesino e indígena.
Pero, además, y esto resultara decisivo a la hora de entender el presente, la estabilidad neoliberal continental se construyó sobre los pilares de una reforma general del orden económico y político global: EE.UU. y Europa desmantelaban gradualmente los pactos sociales del Estado de bienestar construido desde los años 30. China abrazaba el “libre comercio” y, la economía planificada de la URSS se desmoronaba ante el ímpetu de los mercados globales.
La sentencia thatcherista de “no hay alternativa”, en su brutalidad, tenía soporte plausible en una triunfante globalización legitimada por un liberalismo político atemperado. Los lideres latinoamericanos de entonces no tuvieron nada que inventar para desplazar el desarrollismo nacional en crisis. Simplemente bastaba con hacer copy page y traducir los papers del FMI para presentarse como “estadistas” ante un electorado expectante de alternativas.
El ciclo progresista latinoamericano en cambio, tuvo que nadar contra la corriente mundial globalista. Allá cuando surgió en los años 2000-2006, lo hizo quebrantando algunas, o muchas según el caso, de las normas prevalecientes a escala global: ampliar derechos sociales, re-sindicalizar, proteger producción local, subir impuestos a las corporaciones extranjeras, redistribuir riqueza, nacionalizar empresas, etc.
Es decir, llevo adelante políticas contrarias al sentido común neoliberal aun dominante en el mundo (con excepción de China). Y ahí estuvo su creatividad y audacia. De hecho, el continente se adelanto 15 años a lo que ahora las propias economías “desarrolladas” intentan implementar selectivamente bajo el paraguas de “políticas industriales”, “proteccionismo” o guerras arancelarias. Pero este desacople de temporalidades entre el continente y el resto del mundo, también ha contribuido al actual cansancio e inestabilidad del progresismo latinoamericano que lo lleva hoy a coexistir al lado de una oleada ultraderechista.
La oleada de izquierdas
El neoliberalismo continental tuvo dos momentos de consolidación. El primero, cuando logró parar la inflación emergente de la crisis de la deuda de los años 80 mediante la contracción de la inversión pública y la liberalización las importaciones. Y segundo, cuando dinamizó la economía interna con la inyección de capitales extranjeros atraídos por la subasta de las empresas estatales. Pero, con ello, se sentaron las bases de su posterior caída.
El “ajuste fiscal” deterioró la red básica de protección social con el que cualquier Estado del mundo cohesiona a su población; en tanto que, con la privatización, el capital extranjero comenzó a externalizar las ganancias de sus inversiones, lo que llevó a una nueva fuga de dólares. Esto, más la caída de los precios de materias primas, lanzaron a las economías regionales al estancamiento, inflación y posterior recesión económica.
Los distintos gobiernos de izquierda y progresistas de Latinoamérica son la respuesta social a ese declive estructural del neoliberalismo continental a inicios del siglo XXI.
A la frustración material colectiva le acompañara una corrosión de las lealtades al individualismo competitivo y al sistema de partidos que lo legitimó. Vino una crisis nacional general en la mayoría de los países. Ahí es que lograron irrumpir distintas formas de protagonismo popular que revitalizaron nuevos horizontes predictivos apegados a la igualdad, la justicia social y la soberanía.
Y es que la acción colectiva no sólo es un mecanismo de protesta legítima de la sociedad. Cuando es amplia y expansiva bajo las formas de estallidos, protestas masivas, levantamientos o insurrecciones, es además un productor de nuevos esquemas cognitivos compartidos con los que las personas trastocan su ubicación en el mundo y reinventan nuevas direcciones de la vida en común de los pueblos. Genera una disponibilidad social general a revocar antiguas creencias asociadas a decepción y fracaso; al tiempo que empujan a adherirse a nuevos sistemas de certidumbres capaces de proyectar otros destinos posibles.
Es sobre este espíritu colectivo subyacente, y sus límites, que las actuales izquierdas y progresismos continentales
llevaron adelante un conjunto de reformas económicas y sociales entre el 2003-2015. Lograron estabilizar la economía y ampliar los derechos colectivos. Con variaciones en cada país, se elevaron algunos impuestos de las empresas exportadoras. En otros casos, se nacionalizaron empresas privatizadas, logrando una mayor retención del excedente que fue redistribuido en amplios sectores populares mediante políticas de protección social universales y focalizadas.
Se apostó a una mayor inversión publica que dinamizó la economía y amplió el consumo interno. A la par, se combinaron políticas de apertura comercial selectiva que incrementaron las exportaciones, con acciones proteccionistas de las industrias locales. El bienestar social se elevó.
En una década y media la economía retomó tasas de crecimiento saludables, cerca de 70 millones de latinoamericanos salieron de la pobreza y hubo una notable movilidad social ascendente de sectores populares. En el caso boliviano, mayoritariamente indígenas.
Pero, alrededor del 2015, este programa de reformar comenzó a mostrar síntomas de agotamiento y a traducirse en derrotas electorales de aquellas fuerzas de izquierda que estaban en gobierno.
Dejo para otro momento el debate sobre las causas de este retroceso político, especialmente con aquellas que hablan de una “pasivización” inducida, del papel omnipresente de las redes o de clases populares “malagradecidas”. Son especulaciones contrafácticas. Lo real fue que aquellas reformas, exitosas para resolver los principales problemas que angustiaban a la población en la primera década del siglo XXI, para la segunda década ya eran insuficientes. Ello dio lugar a un agotamiento por cumplimiento.
Las reformas iniciales modifican la estructura social. La ampliación de los servicios básicos, la mejora salarial de abajo a arriba y la ampliación del consumo de amplios sectores populares e indígenas, un hecho básico de justicia social, modificó las demandas de esos sectores, al igual que sus formas organizativas. Y con ello su manera de ubicarse aspiracionalmente en el mundo. Pero esta mutación social, fruto de la propia obra del progresismo, él no la comprendió y siguió refiriéndose a lo popular como si se mantuviera igual que antes de las reformas.
Desde entonces, parte de las propuestas de las izquierdas y el progresismo se han vuelto anacrónicas. En Argentina, la incapacidad actual para interpelar a los sectores de la llamada “economía popular”, que ya abarca a mas del 50% de la fuerza laboral, es paradigmático. En el caso boliviano, la incomprensión de las reivindicaciones de las emergentes clases medias indígena-populares, es igual de dramático a la hora de querer volver a construir mayorías políticas con efecto estatal.
A ello se sumó el declive de la acción colectiva (con excepción de Chile y Colombia) y las modificaciones del contexto mundial. La caída de los precios de las materias primas desde el 2013 y la ralentización de la economía global, redujeron los ingresos públicos y puso en jaque las políticas redistributivas de las izquierdas. Todas estas realidades requerían, y aún requieren, una segunda generación de iniciativas progresistas.
La primera fase se internalizó el excedente económico y se lo redistribuyó con parámetros de justicia social. Esta nueva fase requiere un abordaje audaz en políticas productivas y tributarias que permitan darle sostenibilidad en el tiempo a las acciones redistributivas. Ello pasa por un programa de inversiones en políticas industriales del Estado y guiada desde el Estado hacia el sector privado de la pequeña y mediana producción, además de los servicios. Igualmente, se necesita una modificación sustancial del actual sistema impositivo regresivo.
Pasar a la progresividad de tal forma que los millonarios, menos del 1% de la población, paguen muchísimo más, sin afectar a sectores medios y populares. De esta manera se reduce la brecha de desigualdad y se concentra el malestar en una pequeña minoría opulenta.
Pero no se tomaron esas medidas. De hecho, hasta el día de hoy ni siquiera se debate esta u otras acciones que permitan recuperar la iniciativa política y la convocatoria hacia un nuevo porvenir esperanzador. Lo que hay es una recuperación melancólica de los “buenos tiempos” y los antiguos logros del progresismo; pero en medio de una frustrante carencia de nuevos horizontes que superen los agobios existentes.
Así, el progresismo atraviesa, esperemos sólo temporalmente, una fase defensiva y de baja intensidad de su oleada, que apela a preservar lo conquistado para que el futuro no sea peor que el presente. Cuando en realidad de lo que se trata en la lucha política hegemónica es la disputa por el monopolio de un futuro que sea mejor, mucho mejor, que el presente y el pasado. Una medida del actual conservadurismo propositivo del progresismo, es verlo formular simplemente variantes más “humanas” de las mismas políticas de ajuste macroeconómico que realiza el bloque de derechas.
La oleada de extrema derecha
Como en el resto del mundo, las extremas derechas autoritarias y anti-igualitarias no son nuevas. Durante mucho tiempo han vegetado como fuerzas políticas marginales de un centro político de derechas neoliberal que se fagocitó casi todo el espectro político conservador. Pero las crisis económicas, como también para las izquierdas, son la posibilidad de su despliegue. Es la cualidad del actual tiempo liminal.
El tiempo liminal es el periodo histórico turbulento y confuso que separa, a veces por décadas, un ciclo relativamente estable de acumulación económica y legitimación política, de otro ciclo.
Claro, ante la crisis económica que pone en evidencia el límite o fracaso del régimen anteriormente prevaleciente, la manera de salir de ese atolladero empuja a las fuerzas políticas a divergir unas de otras, y a dar espacio a fuerzas políticas emergentes. Cuando la crisis se manifiesta en una gestión gubernamental de derechas, ello habilitara disponibilidad a coaliciones de izquierdas o progresistas abanderando propuestas de igualdad, justicia social y ampliación de los bienes comunes estatales.
Aunque también crecerán, simultáneamente, las extremas derechas que propugnarán una manera autoritaria de recuperar el orden perdido. Cuando la crisis económica no se soluciona o se profundiza por la gestión de un gobierno progresista, fermentaran las condiciones de una coalición gubernamental de extrema derecha, que propondrá recortes de los derechos colectivos, restricción a la participación democrática y contracción de los bienes públicos.
Pero aún con gobiernos progresistas exitosos y relativamente estables, las derechas autoritarias crecen. Son la contracara de la expansión de la igualdad. Ya sea por el ascenso social de sectores populares e indígenas, el empoderamiento de las mujeres, la mejora del consumo popular o la inserción laboral exitosa de migrantes, ello dará lugar a un pánico moral de sectores medios tradicionales que creerán ver devaluado antiguos pequeños privilegios. De ahí la base de clase media, y en parte popular, de las extremas derechas. Son la expresión virulenta y cruel de una revancha anti-igualitaria por la pérdida de estatus.
Con todo, el régimen de las extremas derechas tampoco son aún el inicio de un nuevo ciclo de acumulación y legitimación. El neoliberalismo autoritario de Bolsonaro en Brasil no logró consolidarse y dio paso al regreso del progresismo. La experiencia pseudolibertaria de Milei, al final tuvo que comerse sus palabras referidas a las virtudes de la “mano invisible del mercado” y arrodillarse ante la mano visible del Estado (norteamericano). La presencia de gobiernos de izquierda en Brasil y México, las economías mas grandes del continente, mantienen el equilibrio inestable regional.
En realidad, en la siguiente década, el continente seguirá ejerciendo de laboratorio de coetáneas oleadas progresistas y contraoleadas derechistas. Es un tiempo de victorias cortas y derrotas cortas simultaneas. Y, si ninguna de las dos oleadas se impone concluyentemente, el desenlace vendrá a escala global; de la mano de las economías más influyentes del mundo capaces de proponer una base tecnológica y organizativa del nuevo ciclo de acumulación y legitimación global.
*Participó en la fundación del Ejército Guerrillero Tupaj Katari (EGTK) y pasó varios años como prisionero político en la cárcel de Chonchocoro de La Paz. Fue elegido vicepresidente de Bolivia en 2006 y reelegido hasta el golpe de Estado de 2019 que le obligó a exiliarse junto al presidente Evo Morales. Autor de más de dos decenas de libros, su última obra “El concepto de Estado en Marx: lo común por monopolios” .