Claudio Katz: Geopolítica, sistema imperial y antiimperialismo socialista
Federico Fuentes
En esta amplia entrevista, Claudio Katz, profesor de Economía en la Universidad de Buenos Aires (Argentina), miembro de Economistas de Izquierda y autor de varios artículos y libros sobre el capitalismo y el imperialismo contemporáneos -Bajo el imperio de capital, La Teoría de la Dependencia, 50 años después y La crisis del sistema imperial, habla de la necesidad de evitar evaluar al imperialismo en términos meramente económicos, el surgimiento de lo que él denomina “sistema imperial” y las complejidades del antiimperialismo en el siglo XXI
–¿Sigue siendo relevante el concepto de imperialismo? En caso afirmativo, ¿cómo defines el imperialismo?
–Es importante registrar que el imperialismo es decisivo para el funcionamiento del capitalismo y que al mismo tiempo es significativamente distinto al capitalismo. El imperialismo no es sinónimo de capitalismo: una cosa es el régimen social imperante y otra distinta es el dispositivo que garantiza la subsistencia de ese sistema.
El capitalismo siempre incluyó modalidades coloniales o imperiales y alumbró formas muy cambiantes de opresión para ejercer su predominio. El imperialismo contemporáneo se inscribe en esa secuencia. No constituye una etapa del capitalismo, como fue el liberalismo del siglo XIX o el intervencionismo estatal de posguerra. Tampoco es un modelo de gestión del Estado como el keynesianismo o el neoliberalismo. Estas distinciones son importantes para situar bien lo que buscamos clarificar.
El imperialismo es un dispositivo que garantiza el funcionamiento del capitalismo en tres planos. A nivel económico, opera como un mecanismo de expropiación de los recursos de la periferia por parte de los capitalistas del centro. En la esfera geopolítica, dirime las rivalidades entre potencias enfrentadas por la preeminencia en los mercados. Y en el plano político, es un mecanismo de protección de los intereses de los opresores.
Para indagar sobre el imperialismo hay que considerar estas tres dimensiones. Conviene alejarse ante todo de la tradición liberal, que divorcia los problemas del poder imperial de sus cimientos capitalistas. Pero también hay que tomar distancia de nuestra propia tradición, que suele evaluar al imperialismo en términos meramente económicos, relativizando su dimensión política y geopolítica.
En las últimas décadas hubo una importante revisión de este último legado de interpretaciones simplificadas del imperialismo. Fue muy positivo el debate sobre las ¨dos lógicas¨ que propició Arrighi. Con ese abordaje facilitó una introducción más precisa del universo geopolítico en el análisis del imperialismo. Esa mirada sentó las bases para comprender la actual tensión entre Estados Unidos y China, en términos más satisfactorios que una mera competencia económica.
A este abordaje, nosotros le añadimos otro componente: una tercera dimensión política del imperialismo, que subraya su función en la dominación ejercida por los opresores para doblegar a los oprimidos. Esa sujeción se implementa como amenaza o como acción efectiva. El imperialismo actúa a escala mundial contra las resistencias populares, las rebeliones y las revoluciones.
-Acabas de publicar un libro con el título La crisis del sistema imperial. ¿Por qué usas el término “sistema imperial” y qué quieres decir con esto?
–Yo uso ese concepto para precisar las peculiaridades del imperialismo contemporáneo. En mi opinión, lo que existe desde la mitad del siglo XX es un sistema imperial, que presenta características muy singulares y diferentes a los modelos precedentes.
El sistema imperial difiere ante todo del tradicional concepto indistinto de imperio. Muchos estudiosos utilizan ese último término para describir distintas potencias, que actuaron de manera semejante en la historia, para asegurar su control de países subordinados. Me parece que resulta imposible llegar a conclusiones relevantes con ese genérico criterio de imperio. Omite que ha existido una gran variedad de esas modalidades, esencialmente diferenciadas por su basamento en regímenes sociales contrapuestos.
Con la noción de sistema imperial subrayó esa distancia. El imperialismo contemporáneo es completamente distinto a los imperios precapitalistas de Roma, Grecia, Persia, España, Portugal u Holanda, que estaban motorizados por la expansión territorial o por la ambición comercial.
El sistema imperial difiere también del modelo más contemporáneo de imperio informal, que surgió durante la consolidación del capitalismo entre 1830 y 1870, cuando la supremacía británica fue ejercida con el uso tan sólo complementario de la fuerza. Hobson destacó esa peculiaridad y muchos autores retomaron el mismo concepto para retratar situaciones posteriores. El imperio informal fue un término utilizado para describir, por ejemplo, la dominación estadounidense de posguerra.
Otros pensadores retomaron esa misma noción más recientemente para destacar la primacía norteamericana en la globalización. Yo prefiero el concepto de sistema imperial, porque remarca que el imperialismo contemporáneo es una estructura coercitiva, asentada en bases militares, para apuntalar una amplia variedad de guerras híbridas. En esas incursiones Estados Unidos no opera solo. Actúa como la cabeza de un vasto entramado sistémico.
Finalmente, la idea del sistema imperial difiere del imperialismo clásico que estudió Lenin a principios del siglo XX, cuando las principales potencias rivalizaban entre sí a través de guerras mundiales. Las miradas que actualizan ese modelo y prevén la próxima recreación de guerras interimperialistas, suelen presentar a China y Rusia como potencias ya imperialistas, embarcadas en un conflicto con Estados Unidos y Europa por la supremacía global. Observan una confrontación entre imperios orientales y occidentales, que se dirimirá en el campo de batalla. Últimamente entienden que el fin de la globalización recrea un escenario de tensiones y desenlaces muy parecidos a los registrados durante la Primera Guerra Mundial.
Yo señalo, en cambio, muchas diferencias sustanciales con esa época. La más evidente es la ausencia de guerras entre potencias capitalistas desde la segunda mitad del siglo XX. Ya no hay conflagraciones de ese tipo entre Francia y Alemania o Japón y Estados Unidos. Pero tampoco la escalada de otra naturaleza contra la Unión Soviética desembocó en ese tipo de enfrentamientos. La existencia del arsenal atómico creó el evidente peligro de coronar una guerra generalizada con la destrucción de toda la humanidad.
Por otra parte, en la actualidad no se verifican rivalidades entre potencias equivalentes. Existe un dominador global que resguarda todo el sistema con el poder militar del Pentágono. Estados Unidos es el centro de la estructura imperial. Además, hay una diferencia económica sustancial entre el capitalismo imperante en la época de Lenín y el vigente en el siglo XXI. La pretensión de estudiar las situaciones contemporáneas aplicando los criterios del líder bolchevique conduce a clasificaciones forzadas, especialmente cuando se intenta dirimir con esos parámetros el estatus de Rusia o China.
El sistema imperial surgió en la segunda mitad del siglo XX. Ahí emergieron todas las instituciones y dispositivos que se han reciclado hasta la actualidad. Este dispositivo está encabezado por Estados Unidos, que opera como custodio del capitalismo, desde que fue ungido a esa función por las potencias afines. Estados Unidos cumplió un papel protagónico, en el aplastamiento de muchos levantamientos revolucionarios de África, Asia y América Latina. Se podría decir que en el siglo XXI la forma de intervención estadounidense ha cambiado, pero su rol como soporte general del capitalismo occidental persiste.
El sistema imperial es un sistema estratificado. Estados Unidos se mantiene como la principal cabeza de una estructura piramidal, que opera con normas de pertenencia, coexistencia y exclusión. Cada región o país involucrado en ese dispositivo tiene un lugar definido al interior de esa estructura.
Esa inserción es determinante de la intensidad de los conflictos. No es lo mismo un choque entre los participantes del sistema imperial, que una tensión con los marginados de ese mecanismo. Una divergencia euro-norteamericana en torno a la cotización del euro y el dólar (o relacionada con la primacía de Boeing frente a Airbus) difiere por completo de cualquier entredicho con China y Rusia. Las disidencias presentan otra escala porque involucran a potencias ajenas al sistema imperial.
Europa es el principal socio de la estructura que dirige Estados Unidos, pero varias potencias del Viejo Continente mantienen una gran autonomía operativa de Washington y un consiguiente status alter-imperial. Francia, por ejemplo, desenvuelve una política imperial propia sobre sus ex colonias africanas, pero no consuma ningún paso significativo a escala internacional sin pedir permiso, concertar alianzas o esperar consejos de Estados Unidos. Hay otros socios que actúan a otro nivel en el mismo dispositivo. Es el caso de Israel, Australia o Canadá, que desarrollan funciones coimperiales, muy específicas y entrelazadas con el padrino norteamericano, en distintas regiones del mundo.
Es importante señalar también que el sistema imperial recrea asociaciones de estados y clases dominantes, que no han modificado su performance nacional. Este dato refuta la previsión de Negri o Robinson, que imaginaron una evolución del imperialismo hacia modalidades de imperio global, con clases y estados transnacionalizados, en un orden mundial más uniforme. Esa expectativa quedó desmentida por el fin de la euforia con la globalización y el despunte de una rivalidad geopolítica entre Estados Unidos y China. Esa tensión confirma la total ausencia de algún entrelazamiento significativo entre las clases o los estados de las dos principales potencias del mundo. El sistema imperial aporta, por lo tanto, un concepto ordenador del escenario actual.
-¿Qué peso relativo tienen hoy los mecanismos de explotación imperialista en comparación con el pasado?
-Esos mecanismos son muy investigados por los estudios de la economía del imperialismo. Involucran una dimensión clave del sistema, porque el principal propósito de esa estructura es extraer beneficios de las periferias sometidas. Hay rivalidad por esas ganancias entre las potencias que usufructúan de los recursos de Europa Oriental, África, Latinoamérica, el mundo árabe y el grueso de Asia.
En este terreno, el sistema imperial opera como un mecanismo internacional que consuma transferencias de recursos de la periferia hacia el centro. Esa confiscación es factible porque ciertas potencias ejercen su primacía sobre otros países, afectados por la carencia, recorte o neutralización de su soberanía. Obviamente, esas naciones de la periferia no tienen ninguna participación en el sistema imperial y en las disputas por los beneficios del excedente sustraído a la periferia.
La economía del imperialismo fue muy analizada en los años ’60s y ’70s, cuando se discutió la dinámica del intercambio desigual y la variedad de canales que drenan valor de la periferia hacia el centro. En ese período muchas investigaciones retrataron cómo las economías más capitalizadas absorben plusvalía de las más dependientes. Este principio explica la lógica objetiva de la economía del imperialismo. Aporta un criterio clave para resolver todos los enigmas que rodean a esa problemática.
En mi opinión ha quedado muy clarificada la existencia de una variedad de mecanismos de transferencia de recursos de la periferia al centro. Hay dispositivos productivos en torno a las maquilas, hay intercambio desigual entre manufactura o servicios de alta tecnología por insumos básicos y hay drenaje financiero a través del endeudamiento externo. Es importante resaltar esta multiplicidad, frente a quiénes sólo evalúan lo que sucede en el ámbito productivo o, por el contrario, quiénes están encandilados por el mundo de las finanzas. La transferencia de recursos de la periferia al centro se procesa por varios senderos.
Varios autores han explorado las diferencias que actualmente presentan estos procesos en comparación al siglo pasado. La principal corriente de estos estudios sigue muy emparentada con la teoría marxista de la dependencia, que podría ser vista como una rama de la economía del imperialismo. Este espectro de autores ofrece caminos muy promisorios, que igualmente requerirían ciertos señalamientos.
Todos los partidarios de ese abordaje destacan muy bien las modalidades actuales de transferencias de valor de las economías relegadas hacia su contraparte desarrollada. Pero convendría ser más precisos en la definición de los actores. Habría que tener por ejemplo cierto cuidado con el uso del concepto de Sur Global. ¿Quiénes integran ese conglomerado y su opuesto del Norte? ¿Este último incluye a todo el centro y el otro a toda la periferia? ¿Y en ese caso, en cuál de los dos polos se ubica China? Si la ubico en el Sur resulta muy difícil explicar cómo operan las transferencias de valor en la actualidad.
Mi enfoque convoca también busca registrar la especificidad de las economías intermedias. Salta a la vista la monumental diferencia que separa a Brasil de Haití, a Turquía de Yemen o India de Mali. Este reconocimiento es clave para notar las variadas situaciones de drenaje, retención o absorción de valor en la dinámica de la acumulación capitalista.
Me parecen, además, muy simplificadas las tesis que postulan la vigencia de una producción globalizada, centrada en la exclusiva generación de plusvalía por parte de los países del Sur y en su consiguiente confiscación por parte del Norte. En esta mirada hay un desconocimiento de la generación de plusvalía en todo el mundo. Lo que distingue el centro de la periferia no es esa gestación, sino el usufructo del valor expropiado a los asalariados de todo el planeta. Hay explotación de la fuerza de trabajo en todas las latitudes. La diferencia radica en la mayor capacidad de apropiación de esos beneficios por parte de los capitalistas del centro.
Por estas mismas razones hay que aplicar con cuidado el concepto de superexplotación, evitando restringirlo sólo a las economías periféricas. Esa modalidad de retribución de la fuerza de trabajo por debajo de su valor, afecta a los sectores más empobrecidos de todas las economías. La principal diferencia entre el centro y la periferia no radica en esta confiscación, sino en la formas y direcciones que presenta el usufructo del valor creado en distintas partes del mundo. Las potencias centrales logran una captura sustancial de ese excedente.
Entiendo, igualmente, que debemos ser muy cautelosos con estos temas y con las polémicas que suscitan. Conviene no perder de vista el bosque por quedar enfrascados en las discusiones sobre cada árbol. Las principales incógnitas de la teoría del imperialismo no se resuelven en la esfera económica. El estatus de China, por ejemplo, no se clarifica con estudios de la superexplotación, con evaluaciones de la ley del valor o con investigaciones de financiarización.
-En los últimos años, parece haber cambios dentro del sistema imperial. Mientras los Estados Unidos se veía obligado a retirarse de Afganistán, Rusia ha invadido Ucrania, China sigue en ascenso y naciones como Turquía y Arabia Saudí, entre otras, han desplegado su poder militar más allá de sus fronteras. En términos generales, ¿cómo explica estos cambios dentro del sistema imperial?
-La cabeza del sistema imperial continúa localizada en los Estados Unidos. Esa primacía nos obliga a estudiar al imperialismo contemporáneo indagando, una y otra vez, a la primera potencia. Las respuestas a los interrogantes del sistema imperial derivan, en gran medida, de evaluaciones del escenario estadounidense. Y el principal enigma irresuelto, siempre gira en torno al alcance del declive económico de ese país.
Es evidente que Estados Unidos afronta un retroceso económico estructural, serio y de largo plazo. Los indicios son contundentes y se verifican en la pérdida de competitividad de las empresas y en los despuntes de cierta desdolarización a escala mundial. Este declive es determinante de los conflictos internos que oponen a las dos principales articulaciones del poder económico norteamericano: los globalistas de las costas y los americanistas del interior.
China exhibe grandes logros en su disputa por la primacía global, pero Estados Unidos está muy lejos de haber perdido la partida. Por el momento no encuentra respuestas al desafío de Beijing. Yo suscribo la visión de varios pensadores distanciados de la tesis del ocaso, que postula la preeminencia de una declinación inexorable y en flecha de la economía estadounidense. Ese aparato productivo protagoniza periódicas recomposiciones, que no renuevan la supremacía yanqui, pero contrarrestan la imagen de una caída incontenible.
Pero sobre todo debemos evitar la evaluación de la disputa global, como una simple batalla en términos económicos. Estados Unidos desenvuelve acciones militares de gran porte para incidir en el resultado de esa pugna y por esa razón, el sistema imperial es un concepto indispensable para formular diagnósticos acertados.
La estrategia rectora de la primera potencia apunta a contrarrestar la pérdida de posiciones económicas con presiones militares a escala global. Recurre a esta carta para recomponer su liderazgo, subiendo la apuesta del belicismo y del consiguiente protagonismo del complejo industrial-militar. Ese último dispositivo persiste como el principal motor de la innovación tecnológica. La revolución informática que ha liderado Estados Unidos se desenvuelve con la experimentación que asegura el Pentágono. Las innovaciones que maduran en el plano militar son transferidas al área civil para garantizar su competitividad.
Pero al contrarrestar el declive económico con acciones bélicas, Estados Unidos no logra sustraerse de las trampas generadas por la hipertrofia militar. Recicla una sobre extensión guerrera que socava la recomposición de su alicaída economía. El remedio termina resultando peor que la enfermedad, porque obstruye la productividad, exacerba los gastos improductivos y suscita choques entre los sectores dependiente de la esfera militar y civil. Los negocios de los contratistas chocan con el lucro ansiado por las empresas. En esos conflictos se acrecientan las disidencias en el establishment a la hora de precisar prioridades. Discuten por ejemplo si hay que sostener ciegamente las aventuras coloniales de Israel, o si por el contrario conviene garantizar la primacía internacional del dólar con el sostén de los sauditas.
Ese tipo de tensiones -que reaparecen una y otra vez sin ninguna resolución perdurable- atormentan al Departamento de Estado. Tanto en los momentos de éxito imperial (bombardeo de Yugoslavia), como en las coyunturas de inocultable fracaso (Afganistán o Irak), el resultado final es semejante. El gigantismo militar acentúa el deterioro económico y recrea las tensiones que corroen a la sociedad norteamericana.
Yo creo que el trasfondo del problema radica en la diferencia cualitativa, que separa al sistema imperial del siglo XXI de su par de la centuria anterior. En la segunda mitad del siglo XX Estados Unidos encabezaba ese dispositivo con un cimiento económico sólido. Por el contrario, actualmente lidera el mismo sistema sin contar con esa primacía e intenta enmendar esa carencia con redobladas acciones ofensivas.
El ejemplo más reciente de esta conducta es la contraofensiva que ensayó Biden. Por un lado, promovió la guerra de Ucrania, reforzando iniciativas para sumar a ese país a la red de misiles de la OTAN. Buscó empujar a Rusia a una trampa, para que repitiera la pesadilla afrontada por la URSS en Afganistán. Un año después de esa provocación, todos los participantes del conflicto están empantanados y nadie ha ganado la guerra.
Ciertamente, Estados Unidos se apuntó varios logros. Consiguió imponer una sangría sin comprometer a sus propias tropas, impuso el renacimiento de la OTAN y obtuvo el ingreso de Finlandia y Suecia a ese organismo. Pudo transferir a Europa los costos económicos, humanitarios, sociales y políticos de la guerra, pero la esperada derrota de Rusia no parece a la vista.
En el otro campo de batalla, los resultados también son inciertos. Estados Unidos despliega tropas en el Mar de China, para crear un clima de tensión bélica que justifique su armado de una OTAN del Pacífico con Japón, Corea del Sur y Australia. Ha logrado subir el tono del conflicto, pero sin definir quién lleva la delantera.
Biden combina una estrategia económica de keynesianismo interno con una política externa de mayor agresividad. Busca recrear una nueva Guerra Fría, para restaurar la centralidad estadounidense en la alianza occidental. Lo llamativo de este curso es su parentesco con los mismos lineamientos de la segunda mitad del siglo XX. La contraofensiva en Ucrania y el Mar de China es una reacción frente a adversidad de Afganistán e Irak, que ilustra cómo Estados Unidos desenvuelve acciones militares para contener su declive económico.
–¿Qué puede decirnos entonces sobre el papel de China y Rusia?
-Empecemos con Rusia. Ya concluyó el traumático período que sucedió a la implosión de la Unión Soviética y el capitalismo rige a pleno en ese país. Rusia reúne, por lo tanto, la primera condición de un estatus imperial, que es la presencia de una economía acabadamente capitalista. Pero gestiona una estructura vulnerable y dependiente de la exportación de materias primas, con muchas fragilidades productivas y un gran divorcio entre el sector militar y el sector industrial. Qué esos desequilibrios se desenvuelven en términos capitalistas, no zanja el interrogante del estatus de Rusia como potencia imperial.
Este último perfil está condicionado por la singular dualidad de una potencia acosada y acosadora. Rusia es hostilizada y promueve sus propias incursiones externas. Afronta un escenario contradictorio. Por un lado, es intensamente acechada por Estados Unidos, a través de la OTAN. Washington no ceja en su intención de desmembrar al viejo rival.
Yeltsin (e inicialmente también Putin) intentaron amortiguar esa presión con ofertas de integración de Rusia al sistema imperial, pero chocaron con el drástico veto estadounidense. La elite neoliberal siguió buscando esa asimilación a Occidente, con una capa de oligarcas internacionalizados que invierten en Inglaterra, vacacionan en la Florida y educan a sus hijos en Nueva York. Pero tampoco ese entrelazamiento diluyó la pretensión norteamericana de quebrantar a Rusia. Esa continuada presión condujo finalmente a Putin, a encabezar una reacción defensiva de regulación estatal y ejercicio de autoridad, para evitar esa desintegración del país.
La obsesión agresiva de Estados Unidos con Rusia obedece a razones bastante obvias: es muy difícil comandar el sistema imperial, frente a un adversario provisto con semejante armamento atómico. Para ejercer su dominio efectivo, el Pentágono necesita desarticular a su enemigo. Es lo que ha buscado con todas las incursiones que precedieron y prepararon la guerra de Ucrania.
Pero Rusia no es una mera víctima del sistema imperial. Es también una potencia muy activa, especialmente de su periferia fronteriza. Despliega allí una política de dominación y protección de intereses compartidos con las élites asociadas a Moscú. Un ejemplo de este accionar fue lo ocurrido en Kazajstán. El Kremlin envió tropas para proteger los negocios comunes con sus socios de la región.
Hay que tomar en cuenta esa doble condición de agresor y agredido, para definir la condición de Rusia. Yo creo que su estatus actual se corresponde con un imperio no hegemónico en gestación. No hegemónico porque está localizado fuera del sistema imperial y en gestación por el carácter aún embrionario de su nuevo perfil. Rusia no exhibe la estabilidad de otros imperios y es probable que el resultado de la guerra de Ucrania determine la consolidación o el ocaso prematuro de su devenir imperial.
Este concepto de imperio no hegemónico en gestación permite distinguir a Rusia de un imperialismo corriente. Diverge con la tesis que presenta a ese país como una potencia equivalente a los Estados Unidos. Convoca a discutir también con la idea opuesta de una simple víctima de la presión norteamericana. No olvidemos que Rusia está cercada por misiles de la OTAN, pero envía tropas a Siria y exporta mercenarios a África. Intenta conquistar un lugar relevante en el sistema mundial mediante el uso de la fuerza, desde una localización externa al sistema imperial y desde un lugar económico relegado. Esta complejidad rodea en mi opinión, a la definición del estatus de Rusia.
Me parece que la caracterización de China es más sencilla. Al igual que Rusia se ubica fuera del sistema imperial y es hostilizada por los Estados Unidos. Pero a diferencia de Rusia, no completó la restauración capitalista. El capitalismo está presente pero no domina la economía y la sociedad china. Esta singularidad explica el excepcional desarrollo que tuvo el país en las últimas décadas. Logró combinar los viejos cimientos socialistas con complementos mercantiles y parámetros capitalistas. Esa mixtura le permitió retener el excedente, mediante un modelo ajeno al neoliberalismo y a la financiarización. Si China hubiera sido un país capitalista corriente ese impresionante desenvolvimiento hubiera sido imposible.
Pero la diferencia sustancial de China con Rusia (y otros países de Europa Oriental) se ubica en el plano político y radica en los límites interpuestos a la clase capitalista. Ese sector indudablemente existe y gravita, pero no logró el control del Estado, ni el manejo del poder político. En China subsiste un régimen parcialmente anclado en las viejas tradiciones y la burocracia gestiona el estado con normas muy distintas a la burguesía.
La política exterior china está exenta de todos los rasgos de las potencias imperialistas. No despacha tropas al exterior, evita involucrarse en conflictos militares y mantiene una gran prudencia geopolítica. Beijing desenvuelve una estrategia defensiva, privilegia el agotamiento del rival norteamericano y prioriza la presión sobre Taiwán para reafirmar el legítimo estatus de una sola China. Son por lo tanto erróneas las caracterizaciones de la nueva potencia en términos imperiales.
Te aclaro que esta visión no implica compartir las miradas candorosas, que sitúan a China en el Sur Global. Beijing acumula beneficios a costa de la periferia, absorbe plusvalía de las economías más relegadas y tiende a establecer relaciones de dominación económica con el grueso de Asia, África y América Latina. Esta tendencia es prevaleciente, aunque podría derivar en otro escenario de desarrollo más compartido, si los gobiernos de los países periféricos negociarán de otra manera con el gigante asiático.
–¿Y qué puedes decir de las naciones más pequeñas, como Turquía y Arabia Saudí, que ahora despliegan su poder militar más allá de sus fronteras? ¿Cómo ves el estatus de estos países?
-Hay países que están cobrando una llamativa relevancia en el escenario mundial. Son jugadores regionales que han logrado una inesperada incidencia. Basta mirar lo que ocurre con los BRICS. China ha establecido diversas asociaciones con este tipo de actores, para garantizar su provisión de energía, asegurar las rutas marítimas y disputar las riquezas de África.
Me parece que hay dos conceptos útiles para clarificar la nueva condición de esos países. Por un lado, la noción de economías semi periféricas que introdujo Wallerstein, para señalar que en la división mundial del trabajo no sólo hay pocos centros y muchas periferias. También existe un grupo de países situados en el medio. No logran ascender al nivel superior, pero tampoco recaen en la mera indefensión y dependencia de las economías relegadas.
Por otra parte, es muy provechosa la noción que aportó Marini con el subimperialismo. Alude a economías intermedias que recurren además al uso de la fuerza para disputar primacía a escala regional. El ejemplo más reciente de este tipo de conflictos es la rivalidad de Turquía con Arabia Saudita (complementada con la intervención de Irán), en una competencia tripartita por la preeminencia en los negocios de Medio Oriente.
En toda esta franja de países intermedios hay situaciones muy diversas. Dentro del mismo conglomerado coexisten economías meramente dependientes como Argentina, con otras que ya intervienen en ciertos nichos de la rivalidad mundial como Corea del Sur, sin detentar gravitación política. Hay emergentes con enorme presencia geopolítica con basamentos económicos endebles como Turquía y otros que despuntan con llamativa influencia en ambos planos como India. Es un entramado en pleno desenvolvimiento que exige afinar todos nuestros instrumentos de interpretación.
Existe por ejemplo un gran enigma sobre Arabia Saudita, que ya no opera como una pasiva monarquía digitada por Estados Unidos. Ha sido un aliado central del sistema imperial, sin participar directamente de ese dispositivo. Desde hace décadas aportó el sustento de rentas petroleras que recicla el mercado financiero global para sostener la primacía del dólar.
Pero en los últimos años los monarcas ensayaron políticas autónomas de Estados Unidos, con aventuras que abren serios interrogantes sobre su futura gestión del gran pozo petrolero que sostiene al dólar. Los sauditas se han convertido, además, en un gran cliente de la Ruta de la Seda y reciben monumentales inversiones de China. Los efectos explosivos de esta secuencia saltan a la vista y el Departamento de Estado no logra definir alguna respuesta. Teme la gestación de una futura desdolarización, pero no decide algún rumbo para evitar ese desemboque.
–¿Qué opinas del concepto de multipolaridad que promueven algunos sectores de la izquierda?
-Yo creo que el sistema imperial es un concepto ordenador mucho más significativo que otras nociones como la multipolaridad, para comprender el escenario global. Este último término y sus complementos de unipolaridad y bipolaridad son más bien descriptivos. Aluden al grado de estabilidad que tiene el orden mundial en distintas configuraciones. En las controversias de la disciplina Relaciones Internacionales se ha discutido hasta el cansancio, cuál de esas modalidades favorece más el equilibrio entre las potencias o la custodia global por parte de Estados Unidos.
Es evidente que el contexto multipolar de los últimos años ilustra una dispersión del poder acorde a la crisis del sistema imperial. La expectativa neoconservadora de forjar un “nuevo siglo americano” bajo el mando de Washington -que sucedió al desplome de la URSS- ha quedado seriamente afectada por las derrotas militares y los fracasos geopolíticos de Estados Unidos.
El nuevo contexto de multipolaridad podría ser bienvenido frente a su precedente unipolar, en la medida que implique un debilitamiento de la capacidad agresiva del imperialismo. Pero la multipolaridad no es sinónimo de antiimperialismo. Los líderes de todos los gobiernos en conflicto con Estados Unidos y sus socios buscan acrecentar el poder de las clases dominantes o las burocracias que representan. Ninguno aspira a neutralizar al imperialismo con la mira puesta en forjar otra sociedad.
Por esta razón, no comparto la fascinación o la ingenua idealización que exhiben muchos sectores de la izquierda con la multipolaridad. Ese elogio es particularmente desacertado, cuando blanquea a los dirigentes más conservadores y derechistas de la oleada multipolar.
Más acertada es la iniciativa que alguna vez propuso Chávez para gestar un proyecto de pluripolaridad socialista. Es un planteo no antagónico, pero sí diferenciado de la multipolaridad, porque incluye programas, actores y objetivos populares tendientes a forjar un futuro poscapitalista. Es la idea barajada -especialmente en América Latina- en muchos encuentros de movimientos sociales y partidos de izquierda. Empalma también con la trayectoria seguida por los foros del movimiento alterglobal. Yo creo que, en los años 90, en Seattle y Porto Alegre fueron sembradas las semillas de una dinámica contra hegemónica.
Ese embrión no supo o no pudo converger con los gobiernos más radicales del progresismo y el esbozo de un movimiento internacionalista finalmente decayó. Ahora afrontamos una situación particularmente compleja por el afianzamiento de una fuerte corriente ultraderechista. Ha irrumpido como un nuevo actor que captura gran parte del descontento popular, con discursos y conductas reaccionarias parte del descontento popular. Frente a este desafío es vital apuntalar nuestro propio proyecto de izquierda, con nuestras metas igualitarias y nuestros anhelos socialistas.
-Teniendo en cuenta todo esto, ¿cómo debería ser el antiimperialismo del siglo XXI?
-Retomemos ante todo nuestra propia tradición. Marx inauguró ese legado, al tomar distancia con su expectativa inicial en el rol universal del proletariado europeo. Al principio suponía que clase obrera del Viejo Continente forjará un escenario socialista, que arrastraría a toda la periferia hacia una sociedad mundial sin explotadores, ni explotados. Posteriormente comenzó a notar la gravitación de la resistencia popular en la periferia. La observó primero en Irlanda, luego en China e India y posteriormente lo extendió a otras regiones. De esa forma sugirió el principio de una batalla contra el capitalismo, que debía combinar las revueltas anticoloniales con la acción del proletariado en los centros industriales.
Esa tesis fue desarrollada por Lenin, al subrayar la retroalimentación positiva de las luchas sociales y nacionales en la batalla contra el capitalismo. Por eso convalidó el derecho a la autodeterminación nacional en Europa Oriental, en polémica con el internacionalismo abstracto que objetaba esa convergencia. Y cuando la dinámica de la revolución se desplazó Oriente, Lenin expuso con más contundencia la necesidad de converger con el nacionalismo revolucionario, en un proyecto de antiimperialismo socialista. Esa tónica quedó ratificada posteriormente por el proceso revolucionario exitoso de China, Vietnam o Cuba.
Es evidente que estos lineamientos han mutado en el siglo XXI, pero existen líneas de continuidad en numerosos bastiones de la lucha anticolonialista. Palestina es el ejemplo más contundente. Ese mismo perfil de antiimperialismo tradicional comienza a despuntar en las viejas colonias francesas del Sahel africano. Ciertos analistas observan allí la emergencia de una variedad de chavismo radical. El antiimperialismo clásico -que salvo en América Latina- parecía decaer al comienzo de la nueva centuria, vuelve a cobrar incidencia.
Pero tenemos que observar la dinámica actual con una mirada más abierta, sabiendo que el antiimperialismo actual es más complejo, diverso e intrincado que en el pasado. Existen, ante todo, numerosas situaciones de batallas contra el imperialismo, que ya no son dirigidas por fuerzas nacionalistas, progresistas o de izquierda. Son encabezadas por corrientes explícitamente reaccionarias. Es el caso de los talibanes de Afganistán, que consiguieron derrotar a los marines, sin consumar victorias populares. Salta a la vista que el régimen opresivo instaurado en Kabul es la antítesis de cualquier proyecto progresista. Este escenario diverge en forma sustancial del rumbo que rodea a las victorias antiimperialistas de la segunda mitad del siglo XX.
Otro tipo de interrogantes genera el principal conflicto en curso que es la guerra de Ucrania. ¿Dónde se ubica allí el bando antiimperialista? ¿Cómo correspondería posicionarse frente a esa confrontación?
En mi opinión, la responsabilidad primordial de la guerra recae en Estados Unidos que buscó adrede un desenlace bélico, con el cerco de misiles, la promovida adhesión de Kiev a la OTAN, la manipulación de la revuelta del Maidán, la provocación derechista en el Donbass y el rechazo de las propuestas que hizo Rusia para encontrar una salida negociada.
Pero es igualmente cierto que Putin perpetró una injustificada invasión. No tenía ninguna necesidad de recurrir a semejante incursión y para colmo se arrogó el derecho a decidir quién debe gobernar ese país. Su operativo suscitó pánico entre la población y un odio al ocupante, que ha devenido en un escenario muy nocivo para los pueblos de la región. Por esa razón, todos los desenlaces militares tendrían consecuencias políticas negativas. Si gana Zelensky y la OTAN se producirá un inmediato fortalecimiento del sistema imperial. Y si por el contrario triunfa Putin, dejaría una dramática herida en Ucrania, creando todas las condiciones para un prolongado e irresoluble enfrentamiento entre los pueblos.
Yo discrepo por igual con las corrientes de izquierda que justifican la invasión rusa y con sus oponentes, que exculpan a OTAN (y que en los casos más insólitos propician la provisión de armas para Ucrania). Me parece que la mejor solución para el adverso escenario que se ha creado, es retomar las tratativas para arribar a un armisticio. Sería el desemboque positivo que promueven muchos líderes progresistas y movimientos de izquierda.
Más en general, entiendo que el antiimperialismo es un principio de gran vigencia en el actual contexto de agresiones, matanzas, tragedias y guerras. Pero no presenta el nítido contorno del siglo XX y quizás podría resultar útil volver a Marx, para encontrar una brújula estratégica. Marx vivió en una época de intensos conflictos bélicos y se opuso a la simplificación anarquista de considerar a todos los participantes de esas sangrías como fuerzas equivalentes. También rechazó el pacifismo liberal que impugnaba la guerra con parámetros éticos, omitiendo su lógica política y sus raíces capitalistas.
Marx sugirió varios principios para tomar partido por algún beligerante o para rechazar a ambos bandos. Destacó quién era el agredido, quién exponía demandas justas y quién era el enemigo principal de los anhelos de soberanía y democracia. Evaluó especialmente en qué medida el desenlace de cada conflicto favorecería la derrota de los más poderosos y el consiguiente devenir de un proceso socialista.
Si adaptamos esos lineamientos al escenario actual, podríamos encontrar un criterio orientador para el internacionalismo antiimperialista. Esa definición debería superar dos problemas corrientes en la izquierda. Por un lado, la simple evaluación geopolítica de los choques entre potencias decadentes y ascendentes (o regresivas y progresivas). Por otra parte, la simplificación neutralista que objeta por igual a todos los bandos.
Yo creo que debemos combinar nuestra evaluación, caracterizando el sentido de las confrontaciones entre potencias o gobiernos, pero observando al mismo tiempo cómo se enlazan esos conflictos con las aspiraciones de los sujetos populares. Hay que prestar atención al choque por arriba y a la acción por abajo. Esta síntesis fue procurada por todos los líderes del socialismo revolucionario y corresponde retomar esa tradición para nuestra lucha actual.
*Entrevista realizada para LINKS International Journal of Socialist Renewal.
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