Argentina, 24 de marzo de 1976
Osvaldo Bayer
(texto escrito en 1996)
«Hitler no fue ningún accidente de trabajo», escribió el escritor alemán Fritz Fischer. Videla tampoco fue ni una casualidad histórica, ni una repentina aparición en la sociedad argentina. Videla es un producto nacido en el proceso de constante traición a la democracia argentina de todos sus factores de poder, partidos políticos, militares, poderes económicos, intelectuales, iglesias, sindicatos.
Videla, en primer término, es un hijo legítimo de la educación que recibió y se sigue impartiendo en nuestras instituciones militares, pero al mismo tiempo, es el hijo putativo de radares de autodefensa de los poderes económicos, es la consecuencia directa de la absoluta falta de convicción democrática de los dos partidos mayoritarios argentinos o, por lo menos, de las estructuras que mueven su poder interno.
En fin, Videla es la síntesis de un establishment argentino donde amigos y enemigos de intereses creados son circunstanciales protagonistas que se aporrean y golpean y terminan luego saliendo al escenario tomados del brazo y unidos cuando huelen algún peligro próximo
A veces, las figuras representativas, los llamados modelos, son más didácticos para comprender el juego interno que se mueve en la sociedad que un análisis científico. Menem y Alzogaray en trincheras enfrentadas en marzo de 1976, Menem y Alzogaray en marzo de 1996, hombro con hombro en la misma trinchera, es decir, cambiar todo, para no modificar nada.
En estos veinte años últimos, el país, en sus estructuras no ha cambiado, por lo menos para el desocupado, por lo menos para el sin techo. No debe tomarse esta imagen de los dos políticos del brazo o enfrentados según las circunstancias como una anécdota que busca descalificar y no analizar profundamente, digo, como un fenómeno sintetizador descriptivo, por un lado de las estructuras de dominación y de las reglas de juego del sistema, por el otro, ya desde el aspecto filosófico, la poca o ninguna importancia que tienen, en nuestro país, la base ética, los programas partidarios, los ideales básicos de una sociedad. Todo se explica con el cínico axioma de que la política es sólo el arte de lo posible.
Los partidos políticos del poder, que han sido dos los actuantes constantes del uso del poder en el escenario constitucional argentino, no han marcado una línea de principios sino que han variado conductas de acuerdo a las posibilidades de llegar, o de mantener el poder.
Los radicales, por ejemplo, se dividirán en la década del 20 y una parte de ellos apoyará al gobierno de la Concordancia llegado al poder gracias a la dictadura de Uriburu. El período denominado para algunos historiadores como La década infame, tendría la cabeza bifronte del conservadurismo liberal y del radicalismo antipersonalista. Luego el radicalismo, nuevamente unido en 1955, apoyará a la junta militar de Aramburu y le dará ministros: Eugenio Blanco, por ejemplo, será ministro del gobierno surgido del golpe de Aramburu y luego del gobierno de Illia; Mor Roig, hombre de Balbín, será ministro del gobierno militar del general Lanusse; Alconada Aramburú, ministro del Interior de los militares de Aramburu, luego será ministro de Alfonsín, sólo para citar algunos casos.
El peronismo surgirá de un golpe militar, el del ’43, ratificado por el voto. Dio preponderancia a la institución militar en cuanto casi dobló el número de sus efectivos y en las instituciones castrenses, principalmente en el Colegio Militar y en la Escuela de Guerra para oficiales, se siguió una línea de instrucción que precisamente no sería positiva para los lineamientos democráticos del país.
El dictador Onganía fue apoyado por gran parte del peronismo, recuérdese la declaración de la junta metropolitana del Partido Justicialista, de apoyo a lo que ellos llamaron la revolución, que no fue otra cosa que un golpe conservador.
Pero no sólo los dos grandes partidos cometerían pecados contra la democracia, también los partidos más pequeños se hamacaron con la dictadura. El Partido Socialista, por ejemplo, dio sus mejores hombres al golpista Aramburu, hasta Alfredo Palacios, una de las figuras más nítidas y populares, llegó a ser embajador de Aramburu; y Américo Ghioldi y Walter Constanza terminaron sus días políticos sirviendo a Videla y a Massera.
Para no hablar del Partido Demócrata Progresista, que trató de escalar posiciones en cuanto golpe militar se produjera.
Oscar Alende, del Partido Intransigente, fue consejero del gobierno militar de Levingston, y saludó a Onganía como a un revolucionario.
Otras traiciones a la democracia fueron cometidas por el resto de los partidos políticos, y también fue la de Frondizi, radical hasta ese momento, y de Illia, los dos que aceptaron presentarse a elecciones a pesar de que el partido mayoritario de ese momento estaba prohibido. Muchos esperaron que una vez en el poder, esos políticos llamarían a elecciones verdaderamente democráticas con la participación de todos los partidos políticos, pero no lo hicieron y sus gobiernos condicionados, terminaron con el acceso de los militares al poder, antes de finalizar sus mandatos.
Las amnistías e indultos a los golpistas y fusiladores se sucedieron sin mayor problema. Tal vez el mayor antecedente de la Obediencia Debida, el Punto Final e indultos, a la dictadura de Videla y sus hombres, fue el otorgado por Frondizi a Aramburu y Rojas, con aditamento de ascenderlos a la cúpula del ejército y la marina, los más altos cargos de teniente general y almirante, a pesar de sus antecedentes de haber sido los responsables de la masacre de José León Suárez y del fusilamiento de compañeros de armas suyos, como el general Valle y otros oficiales y suboficiales.
La falta de vocación democrática de las organizaciones políticas y de los poderes que movieron siempre a la sociedad argentina se comprueba en el hecho por el cual todos aquellos que aceptaron y ejercieron cargos durante las sucesivas dictaduras, pudieron ser, sin problemas, ministros o funcionarios elegidos constitucionalmente. Hasta ahora mismo, después de la máxima tragedia argentina, un ministro de la dictadura ha pasado a ser ministro del gobierno constitucional, como es el caso de Camilión, para no hablar de otros funcionarios.
Pero el caso más patético de nuestra historia, de nuestro historial democrático, lo estamos viviendo ahora, después de haber experimentado esa tragedia y que es como si nada hubiéramos aprendido. Es el caso del general Bussi, acusado y condenado por múltiples crímenes, que hoy gobierna Tucumán por haber sido el más votado. Vemos, que nuestra pobre democracia no tiene ningún resorte para su defensa. Se dictan leyes, pero luego se eluden, ¿dónde quedó la tan cacareada defensa de la democracia que tanto se habló en diciembre de 1983?
«Hitler no fue un accidente de trabajo», las dictaduras de las fuerzas armadas en la Argentina no se dieron por casualidad, fueron el resultado de una sociedad insolidaria, superficial, egoísta, falta de ética, exitista.
Videla y Massera comienzan ya en el momento en que en nuestras calles no se respeta al peatón: primero el camión, luego el colectivo, luego el auto y último el peatón, más todavía si es anciano o niño. El aprender esa norma de convivencia tendría que ser el primer capítulo para que los argentinos aprendamos lo que son los derechos humanos.
Videla y Massera comienzan en cuanto hay políticos que no reaccionan, cuando en sus propios partidos hay afiliados declarados criminales de apellido Patti, elegido intendente de Escobar, o mercaderes de objetos robados a los desaparecidos, como Julio César Aráoz, alias el «Chiche» Aráoz, un funcionario fundamental del actual gobierno.
«Hitler fue culpable de todo», otro de los slogan con los que la sociedad alemana trató de disculparse a partir de mayo de 1945, dicho que para nosotros podría valer: los militares fueron los culpables de todo. La verdad es que Videla y Massera pudieron cometer tales crímenes porque la sociedad argentina se lo permitió, por consentimiento o por indiferencia. Por lo menos junto al retrato de Videla, en el repudio, también tendría que estar el de Martínez de Hoz, no menos culpable, y el de todas las estructuras del poder que apoyaron, aplaudieron o, por lo menos toleraron, sin abrir la boca, lo que ocurrió. Las grandes empresas, que con la ayuda de sus policías internas se desembarazaron de los delegados obreros, molestos para ellas.
El espantoso caso de Villa Constitución por ejemplo, un comprobado caso de la mafia empresaria-militar y del sindicalismo burocrático. La iglesia, con una conducta oficial que debe repugnar hasta a los fieles más incondicionales. La universidad de los Bruera y los Ottalagano, que ayudaban a redactar las listas de profesores y alumnos que luego desaparecerían. La burocracia sindical, de donde luego salieron miembros de las patotas de las «Tres A».
Y el sector de los intelectuales. Bastaría leer las declaraciones del escritor argentino Manuel Mujica Láinez, en el diario español La Vanguardia del 10 de octubre de 1979, en las que él rechazaba las aseveraciones de Julio Cortázar que había acusado al gobierno de Videla de cometer un genocidio cultural en la Argentina, con el asesinato de escritores, la quema de libros, y las listas prohibitivas de hombres y mujeres de la cultura. Como ejemplo de que en la Argentina no sucedía eso, Mujica Láinez señaló, textual: «En la Argentina estamos allí muy tranquilos. Estamos todos, Jorge Luis Borges, Ernesto Sábato, Silvina Ocampo, Adolfo Bioy Casares, todos los grandes. –y agregó con humorismo– Nada nos hubiera costado ir a París, como los reprimidos de otros países, nadie nos lo impide, nos dan el pasaporte en cuanto lo pidamos».
El 11 de octubre de 1979 el escritor colombiano Gabriel García Márquez, en el diario El País de Madrid, le escribió una carta abierta a Mujica Láinez en la cual le dice: «si interpretamos bien sus palabras, hay que entender que sólo ustedes, los escritores grandes, están muy tranquilos en la Argentina. Sin embargo hay dos, que yo considero muy grandes y que no están tan tranquilos como ustedes: me refiero a Rodolfo Walsh y a Haroldo Conti que hace ya varios años que fueron secuestrados por patrullas de la represión oficial y que nunca más se ha sabido de ellos. Usted y todos los escritores grandes que cita, serían todavía mucho más grandes si sacrificaran un poco de su tranquilidad y su grandeza y le pidieran al gobierno argentino un par de esos pasaportes tan fáciles para Rodolfo Walsh y Haroldo Conti».
En efecto, los grandes escritores argentinos que menciona Mujica Láinez, pudieron entrar y salir del país sin ningún problema, estuvieron en grandes citas internacionales. Ninguno de ellos fue capaz de denunciar en el exterior el tema de los desaparecidos, o de la represión cultural. Silvina Bullrich atacará también a Julio Cortázar, escribiendo que «ni Borges, ni Mallea, ni Sábato se fueron». Ernesto Sábato, muy indignado por el llamado al mundo de Julio Cortázar, escribió en Clarín, el 5 de julio de 1980, textual: «En la Argentina la inmensa mayoría de sus escritores, de sus pintores, de sus músicos, de sus hombres de ciencia, pensadores, están en el país, y trabajan. Cometen una gran injusticia los que están afuera del país pensando que acá no pasa nada y que es un tremendo cementerio».
Luis Gregorich, un crítico literario que fue posteriormente funcionario de cultura de Alfonsín, se pregunta en el mismo número de Clarín: «Después de todo, ¿cuáles son los escritores importantes exiliados?». Me pregunto: ¿acaso hay algo más cínico que esa pregunta?, como si el crimen se midiera por la importancia de la obra. Aquí me vienen a la memoria las palabras de Cicerón, que opinaba con referencia a la dignidad de la persona: «Toda laudatio debe estar referida a la dignidad que tuvo en su vida la persona y no a su obra.
A la dignidad con que ha vivido, que le es propia, no a la obra que puede haber escrito o creado». Apreciamos más la actitud digna y valiente de la partera María Luisa Martínez de González y la enfermera Genoveva Fantacsi, quienes asistieron al parto de una detenida embarazada, Isabela Valenci, que había sido llevada esposada por el célebre torturador de parturientas comisario médico Bergés, al hospital de Quilmes, en 1976. Las dos mujeres cumplieron con un deber humanitario, avisando a la familia de la detenida sobre el nacimiento del niño. Desde entonces estas dos heroínas de la civilidad están desaparecidas. Apreciamos más la dignidad de estas dos humildes mujeres que toda la obra genial de un escritor que terminó aceptando la condecoración de Pinochet.
Pero ni Julio Cortázar ni los que denunciáramos desde el exilio el drama argentino para ayudar a todos los colegas y amigos que sufrían aquí el exilio interior nos equivocábamos ni exagerábamos. El año pasado, en un acto similar al de hoy, en esta misma aula, Patricio Contreras y Leonor Manso nos leyeron poesías de nuestros poetas desaparecidos durante el régimen de la picana y la capucha.
(…) Julio Cortázar fue el argentino que se puso a la par de un intelectual como Thomas Mann, quien había conmovido al mundo con sus denuncias a los crímenes del nazismo, con sus vibrantes discursos de la serie «Oíd, alemanes». Más todavía, en ese año de 1979 en que Julio Cortázar hace esa declaración, la opinión pública del exterior había sido sacudida por el informe de la Comisión de Derechos Humanos de la OEA acerca de la verdad de la cruel represión argentina. Un documento oficial, incontrastable, redactado por representantes de los países americanos. Tal vez por eso mismo tenía más fuerza que el mismo Nunca más, informe de la CONADEP, hecho cuatro años después.
El informe de la OEA descarta totalmente la teoría de los dos demonios, cuando señala: «En la vida de cualquier nación las amenazas al orden público o a la seguridad personal de sus habitantes que emanan de personas o grupos que utilizan la violencia, pueden llegar a alcanzar tales proporciones que exijan suspender temporalmente el ejercicio de ciertos derechos humanos. La mayoría de las constituciones de los países americanos aceptan tales limitaciones e incluso prevén algunas instituciones como el estado de emergencia o el estado de sitio, para tales circunstancias.
Por supuesto que para que puedan adoptarse tales medidas deben mediar consideraciones de extrema gravedad ya que su implementación debe obedecer precisamente a la necesidad de preservar aquellos derechos y libertades que han sido amenazados con la alteración del orden público y la seguridad personal. Sin embargo, es igualmente claro que ciertos derechos fundamentales jamás pueden suspenderse, como es el caso del derecho a la vida, el derecho a la integridad personal o el derecho a un debido proceso. En otros términos, los gobiernos no pueden emplear, bajo ningún tipo de circunstancia, la ejecución sumaria, la tortura, las condiciones inhumanas de detención, la negación de ciertas condiciones mínimas de justicia como medios para restaurar el orden público. Estos medios están proscritos en las constituciones y en los instrumentos internacionales, tanto regionales como universales».
Éste es el documento de la OEA enviado a la dictadura de Videla. El documento reconoce que ciertas medidas pueden llegar a significar el riesgo que se pierda el imperio del derecho, pero agrega que aquello no es inevitable si los gobiernos actúan responsablemente, si se registran los arrestos y se informan a las familias de las detenciones, si se dictan órdenes estrictas prohibiendo la tortura, si se entrenan cuidadosamente a las fuerzas de seguridad, eliminando de ellas a los sádicos y psicópatas, si, en fin, existe un poder judicial independiente dotado de suficientes atribuciones como para corregir con prontitud cualquier abuso de autoridad.
Este documento de la OEA sobre la Argentina de los generales habla bien claro y elimina de por sí la teoría de los dos demonios, que ha servido y sigue sirviendo hoy a muchos intelectuales, políticos, gremialistas y argentinos en general para ponerse en una posición neutral, algo así como no tengo nada que ver ni con uno, ni con el otro.
Hace apenas 15 días, el ex funcionario del gobierno de Alfonsín, el historiador y abogado Félix Luna, a la pregunta de cuál es el período más trágico de nuestra historia, respondió en la revista Viva textualmente: «el período más trágico en la historia es el de la violencia terrorista y el Proceso. Son como el positivo y el negativo de una fotografía, la violencia terrorista y la del Estado».
Realmente es hasta perverso que se sigan haciendo estas interpretaciones, aún hoy, a 20 años.
Lo aclaró definitivamente la Fiscalía Nacional en la acusación a los Comandantes en Jefe, al decir: «con dos sofismas se pretendía justificar la represión clandestina, el primero dice: todos los detenidos son subversivos. No es que se ponía: detener subversivos, sino que todos los que ellos detenían eran subversivos, la detención convertía a la persona en subversivo. Conseguido esto, el segundo paso de este método perverso fue considerar que al subversivo como una especie de subhumano, de sanguijuela a quien se lo puede torturar o matar. Como se dijo haciendo referencia al régimen nazi, una vez que se convence a la sociedad de que una minoría, o un grupo, puede equipararse a una sabandija, el paso que hay que dar para llegar al propósito de eliminarlo no es ya demasiado grande».
El fiscal Moreno Ocampo, ante el secuestro y asesinato de la estudiante alemana Elizabeth Kaesemann, dirá estas palabras indiscutibles desde el punto de vista político y humano: «Ante la justicia, todos los desaparecidos son inocentes de los crímenes de los cuales se los acusa. Los militares no pudieron comprobar jurídicamente ninguno de esos crímenes, por lo tanto, para la justicia todos los acusados son inocentes». Estamos hablando desde el punto de vista estrictamente jurídico.
En cualquier discusión acerca de los derechos humanos y la memoria esto tiene que quedar bien claro: el Estado no puede arrogarse facultades que pisoteen los derechos primigenios de la individualidad humana. Ningún Estado deberá, bajo ningún pretexto, aun aludiendo a múltiples razones aparentemente racionales, declarar permitida la tortura de los detenidos, por más sospechosos que sean. Lo digo porque el tema se ha vuelto muy actual: me da mucha pena que un pueblo tan sabio como es el pueblo judío, haya adoptado una ley en donde se permite la tortura.
La defensa de los principios éticos fortalecerán siempre y harán invencible al Estado que los respete por encima de todos los argumentos tácticos o estratégicos, por encima de todos los terrorismos más trágicos, más todavía, en el denominado proceso de Videla y Massera, ya que sus integrantes fueron simples salteadores del poder sin legitimación alguna. Por un lado, se había convocado a elecciones, por el otro, los militares tenían las leyes necesarias para llevar adelante su denominada «guerra» dentro de las normas constitucionales y no dentro del terrorismo de Estado.
Félix Luna en el mismo reportaje, como si la violencia de los ’70 hubiese comenzado con la muerte de Aramburu, a la pregunta de ¿cuál fue para él la muerte más absurda?, contesta: «La de Pedro Eugenio Aramburu a manos de los Montoneros».
Que la violencia argentina empezó con dicha muerte es uno de los mitos de nuestra historia sostenido especialmente por los militares represores. Aramburu había fusilado al general Valle sin ningún juicio. Dentro de todo, el levantamiento del general Valle tenía más basamento de legalidad que el de Aramburu ya que se proponía devolver el gobierno a Perón que tenía mandato hasta 1958.
Cuando el pasado año el periodista Bernardo Neustadt puso frente al hijo de Aramburu al matador de su padre, Firmenich, el hijo del militar mostró toda su indignación ante el crimen y el criminal. Claro, el periodista Neustadt había invitado a un dúo falso en vez de a Firmenich, habría que haber traído a la hija del general Valle. Entonces la escena se hubiera invertido, el hijo de Aramburu, tendría que haberle pedido disculpas a la hija del general Valle.
Félix Luna, si hubiese dejado su corazón político y hubiera hecho un análisis ético a fondo, tendría que haber calificado como la muerte más absurda y no sólo más absurda, sino más cobarde y cruel, al asesinato cometido en la ESMA contra Azucena Villaflor, la madre que marchó a Plaza de Mayo para averiguar el paradero de su ser querido o la muerte de esa joven NN, embarazada a término y cuyo cadáver fue hallado en el cementerio de Avellaneda en una tumba masiva de desaparecidos durante el proceso, muerta de un tiro en el vientre que atravesó la cabeza, ya formada, de su futuro hijo.
Por supuesto, no hay muertes mejores que otras, pero sí las hay más cobardes y abyectas.
La memoria en nosotros significa precisamente eso, preguntarnos el por qué de la violencia de abajo en respuesta a la violencia de arriba, el estudio de la sociedad argentina y sus reiteradas traiciones a la democracia. Dilucidar el por qué del fracaso de esa violencia realizada desde abajo, y el por qué de la increíble y tal vez ya insuperable crueldad de la represión militar argentina.
En nuestros análisis llegaremos al presente del «gatillo fácil», donde todo joven morocho y de pelo largo ha pasado a ocupar el cargo del presunto subversivo. Donde lo ocurrido en La Plata, en la represión contra estudiantes viene a rememorar la noche de los bastones largos de Onganía. Por supuesto, se produjeron de inmediato los razonamientos típicos del «por algo será», y del «¿saben los padres dónde están sus hijos?».
La pregunta de una periodista radial, Magdalena Ruiz Guiñazú, a la madrugada siguiente de los balazos a quemarropa en las tierras de Duhalde, tiene el mismo contenido, «¿Qué hacía Hebe de Bonafini con los estudiantes?».
Inventar demonios es mucho más fácil que preguntarse el por qué de las órdenes brutales de represión.
La memoria en nosotros. Hablemos de las víctimas. Hoy todavía calificadas por muchos como el otro demonio. ¿Quiénes están habilitados para juzgar? En general, analistas y medios se basan en tres o cuatro figuras dudosas para juzgar el empuje de una generación. Esto sí hace pensar en lo erróneamente trágico que fue, para parte de la juventud, creer en cúpulas cerradas. Lo que sí es reivindicable fue su espíritu de protesta, su protagonismo ante tanto miedo y servilismo de una sociedad que había aprendido a decir que sí a todo y a confundir el ruido de los tanques en la calle como el del tránsito de vehículos de todos los días.
El gran filósofo de la historia Jakob Burckhardt se hizo la pregunta de qué pasaría si Sócrates regresara a la sociedad actual y concluye que el destino de Sócrates, mutatis mutandi, se repetiría. Los ricos de hoy desaprobarían a Sócrates a causa de su desprecio por el consumismo, los poderosos lo definirían como un revoltoso subversivo, los intelectuales tomarían a mal su burla del academicismo, los burgueses aplicados lo considerarían un vago asocial. Entre la sociedad y el individuo –dice el filósofo–, hay en todos los tiempos tensiones parecidas.
Quien no cree en nuestros dioses, es un ateo; quien trata de socavar nuestro poder, es un anarquista; quien duda de nuestros valores, es un nihilista. Sócrates se comparó a un tábano, que debía impedir el sueño de los atenienses. Termina diciendo: «y a los tábanos se los mata». Muchos de los jóvenes desaparecidos, tal vez no hayan sido Sócrates, pero sí tábanos, que trataban que no nos durmiéramos conformes en una sociedad increíblemente egoísta y cínica.
La memoria en nosotros. Para probar lo anterior voy a leer dos documentos periodísticos, del órgano de prensa que más apoyó al régimen represivo de Videla, el diario La Nación. Se trata de algunos editoriales, dos de hace veinte años y el otro de dos décadas después. El primero, del 16 de agosto de 1976, señalaba textualmente: «Una guerra llevada a cabo sin piedad, por la subversión, ha hecho tabla rasa de los derechos humanos y ha llevado al gobierno del general Videla a una lucha sin cuartel, y en cuyo transcurso es muy difícil atender a las consideraciones de otros tiempos, invioladas.
El presidente de la república, general Videla, ha hecho alusión, con acierto, a este estado de cosas. Nadie puede dudar, con justicia y honradez, de la vocación argentina por los derechos humanos y por la posición de las fuerzas armadas en el mismo sentido». En otro editorial del mismo diario, que hoy nadie dudaría de calificar de infame, se incitaba a las fuerzas armadas a ejercitar la represión ya mismo contra los refugiados chilenos y uruguayos, que venían huyendo con sus familias y caían en la trampa de Buenos Aires. Fue la incitación a la caza del ser humano.
Veinte años después, el mismo diario escribe, en el mismo lugar de su página 8, el 15 de marzo de este año: «Las fuerzas armadas han producido los esperados mensajes de autocrítica sobre los métodos empleados en la lucha contra la subversión. Se ha completado así el proceso de sinceramiento de las fuerzas armadas respecto de esa sombría etapa histórica. Y el reconocimiento de sus propios horrores que han hecho las fuerzas armadas, abre ahora sí, la posibilidad de comenzar a marchar hacia una genuina reconciliación nacional». ¿Cómo? ¿Hace veinte años incitaba a lo que hoy llama horrores? Los han dejado solos a los verdugos.
Cuando leo esto y comparo, no puedo menos que acordarme de todos los improperios que ese diario, más todos los medios de comunicación en esa época, más los organismos del Estado, y hasta los intelectuales, hicieron contra las Madres y otros organismos de derechos humanos, cuando denunciaban la existencia de campos de concentración, las torturas y las horribles muertes a las que eran sometidos los sospechados de conspirar contra los «valores occidentales y cristianos». Pero claro, la palabra es hoy suprimir de la memoria todo lo que puede ser prueba de colaboración o de simpatía con el régimen verdugo.
Cuando escribí mi ensayo Pequeño recordatorio para un país sin memoria, con la prueba documentada fiel y cuidada del comportamiento de nuestros intelectuales y políticos, en esa época, se me respondió con enojo y censura, y con más homenajes y premios a los grandes modelos de nuestra burguesía. Que tal vez sí, «habían cometido sólo un desliz, como todos», pero que no era para recordar. Y aunque las pruebas sean públicas, y estén en todas las hemerotecas y cintas grabadas, nadie quiere hablar del tema, y a los elegidos por la sociedad culpable, se los sigue cubriendo de premios, porque así nuestra burguesía se premia a sí misma.
La memoria en nosotros. Entonces es claro que reaccionen hoy los que oficiaron de verdugos. ¿Por qué nosotros solos y no todos los que nos elogiaron y nos impulsaron a seguir ese camino? Desde hace años Massera los tiene amenazados con el libro que anuncia publicar alguna vez. Así se explica que no hace muchos meses pudo decir un discurso, desde el escritorio de su casa, a la hora televisiva más vista de la Argentina. Como dijo él, «yo los conozco a todos».
La memoria en nosotros. ¿Para qué? Como instrumento para la democratización de la sociedad argentina. No un mero y hasta falso mea culpa sino un análisis de cómo fue posible tanta perversidad, en una sociedad que se considera a sí misma cristiana y hasta amable. Las manifestaciones populares de la semana pasada fueron una brisa fresca de esperanzas. Las clases que dieron los maestros, alusivas, representan un buen fundamento para el futuro. Por ahí está la senda. Pero millones fueron al country o al fútbol o se pasaron frente a la pantalla televisiva para no ver, para no recordar, para no verse en toda su cobardía.
Las encuestas dieron como resultado que la población no considera ya un posible golpe militar. Pero desconfiemos. Como se expresara el gran psicólogo Mitscherlich en su libro La incapacidad de duelo: «¿cuánta pasión por la democracia se mostraría si la economía empezara a andar mal?». En nosotros precisamente no anda muy bien, por lo menos para los desposeídos. Este profundo psicólogo nos hablaba de los miedos regresivos. Veamos si no las causas de lo de Tucumán. El verdugo llamado nuevamente a gobernar: mejor un verdugo que corte cabezas, y no pensar.
Reflexionar lleva a posiciones peligrosas para la seguridad de cada uno. Es el mismo miedo cómodo de la teoría de los dos demonios: «Yo en el medio de los dos demonios».
El mismo psicólogo agrega, «cuando la libertad de pensamiento no es exigida en forma crítica, corre el peligro de desaparecer nuevamente». Ésta es justo la misión de docentes, intelectuales y protagonistas del estudiantado, del sindicalismo, de los luchadores por los derechos humanos.
La tarea no es fácil. Con excepción de algunas ciudades-repúblicas en la historia, apenas se han realizado esfuerzos para preparar a las sociedades como un todo en las decisiones, y con ellas que se interesen en su entorno social con algo más que con una participación egoísta. Hablábamos de los miedos regresivos y aquí caben preguntas que para muchos podrían aparecer como verdaderas provocaciones contra el buen gusto. Seamos valientes, dejemos lo de hace veinte años y vayamos a nuestro presente.
Por ejemplo, ¿por qué no se ha logrado en nuestro país que ni la iglesia, ni los sindicatos, ni las universidades, ni los partidos políticos, hayan convocado a debatir el siguiente tema que todos conocen pero que ninguno se atreve a tocar ¿por qué nuestra sociedad que se denomina democrática soporta que a los presos de La Tablada se los haya convocado a prisión perpetua en cárceles humillantes y los autores del genocidio estén todos libres paseando sus perros por la calle?.
O esta otra: ¿cómo es posible que el padre Puigjané, que no disparó ningún tiro, ni siquiera al aire, haya sido condenado a veinte años de prisión y al verdugo Galtieri, en el juicio a los comandantes, se lo haya declarado absuelto, tratándose de uno de los peores criminales, demostrado en la represión de Rosario cuando llegó a torturar y matar a una pareja de ciegos, y a otra pareja los hizo encerrar en el baúl de un Ford Falcon, los roció con gasolina, y él mismo hizo el disparo para que se produjera la explosión que los quemaría vivos?
¿Cómo es posible que dos presidentes, Alfonsín y Menem hayan, el primero ascendido, y el segundo mantenido en actividad a uno de los seres más repugnantes que han tocado suelo argentino, el capitán Astiz, mientras al coronel Cesio se lo dio de baja por haber participado en una marcha con las Madres de Plaza de Mayo?
Voy a leer un párrafo del libro del coronel Horacio Ballester, titulado Memorias de un coronel democrático: «En el caso del ex coronel Cesio, sigue siendo el único militar argentino que continúa sancionado por hechos ocurridos en épocas de la última dictadura militar». Claro, Cesio no mató, no robó, no torturó, no violó, no forzó la desaparición de personas, pero para las jerarquías castrenses hizo algo mucho peor. El fallo que lo condenó, dice así: «Cesio antepuso su condición de ciudadano a la situación de militar».
Creo que lo dice todo. O son muy bestias, muy cínicos, o tal vez las dos cosas.
Sigo leyendo: «La causa real fue que Cesio acompañó a las Madres de Plaza de Mayo en sus marchas reivindicativas, por eso no está incluido en la obediencia debida, ni indultado. El militar que delinque gravemente es perdonado, mientras que aquel que no quiere ser cómplice de un equivocado espíritu de cuerpo es sancionado con dureza, ante la indiferencia del poder constitucional civil». Ante este hecho, Alfonsín se calló la boca, Menem se calló la boca, el general Balza se calla la boca, el Parlamento se calla la boca, la sociedad argentina se calla la boca. Todos nos callamos la boca.
Argentina, 1996. No nos quejemos si después Patti y Bussi son elegidos por el pueblo.
La memoria en nosotros. A veinte años comencemos a abrir los claustros para el gran análisis y las búsquedas de los por qué, tenemos que estar preparados y preguntarnos cómo es que hemos llegado a la sociedad actual, desocupación, pobreza en aumento, humillación de la escuela pública, deterioro de la salud pública, jubilaciones de vergüenza.
Debemos trabajar esto, por la responsabilidad que tenemos ante nuestros hijos, nuestros nietos, ante la generación actual, ante las próximas generaciones.
La memoria en nosotros. Para que no se nos vuelva a sorprender con la desaparición y la tortura en la defensa de denominados valores occidentales y cristianos.
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