Atarse al FMI: Aunque sigas su camino, al final, te suelta la mano
Horacio Rovelli
Cuando Raúl Alfonsín asumió la presidencia de la República Argentina, la deuda externa rondaba los 43.600 millones de dólares. Su primer ministro de Economía, Bernardo Grinspun, impulsó –por un lado– la investigación sobre el origen de la deuda y –por el otro– un acuerdo de los países deudores de la región para negociar globalmente la misma, los cuales se encontraron en las ciudades de Cartagena y de Mar del Plata en 1984.
La iniciativa no prosperó, porque los gobiernos de Brasil y México cedieron ante la presión del Fondo Monetario Internacional (FMI) y aceptaron negociar por país.
El 18 de febrero de 1985, tras un violento cambio de palabras en su despacho del ministerio, Grinspun le exigió que se retire al representante del FMI, Joaquín Ferrán. Al día siguiente, Alfonsín le pidió la renuncia y asumió en su reemplazo Juan Vital Sourrouille.
En marzo de 1985, el secretario de Hacienda, Norberto Bertaina –uno de los pocos sobrevivientes de la gestión Grinspun, que se quedó en funciones por su pedido expreso– debió subir hasta el 5° piso del Ministerio de Economía, donde el ministro Sourrouille le pidió que llevara los números del Presupuesto de la Administración Nacional al FMI. Bertaina respondió que eso no era posible porque no había sido remitido al Congreso de la Nación, única autoridad para ver el Presupuesto. Esa digna y constitucional actitud le costó dejar el cargo. Fue sucedido por Mario Brodersohn, a quien además le atribuyeron el rol de jefe de Negociación de la deuda externa.
En 1985 el Estado argentino continuaba técnicamente en default, ya que sólo pagaba los servicios de la deuda en forma parcial, dado que los ingresos del fisco eran menos de la mitad de los intereses que la misma devengaba. El flujo de capital se había interrumpido con la Guerra de Malvinas en 1982, por lo que la deuda seguía creciendo ante la acumulación de los intereses impagos.
Sólo se podían refinanciar los vencimientos y el pago parcial de intereses con la autorización del FMI: esa es la razón por la que se instrumentó el llamado Plan Austral, un plan de ajuste que buscaba reducir el consumo y el nivel de actividad interno para disminuir las importaciones y apuntalar las exportaciones. El Plan Austral significó una fuerte devaluación inicial, con control de salarios y de precios, y un cambio de moneda (austral por peso).
Con fecha 1° de julio de 1985, mediante los comunicados A-695, A-696 y A-697, se reemplazaron títulos de deuda externa heredados de la dictadura militar –a los que la gestión Grinspun se negó a reconocer hasta que no se supiera el origen y destino de los fondos– por “Obligaciones del Banco Central de la República Argentina”. Esto fue reconocido en el libro El manejo de la deuda externa en condiciones de crisis de balanza de pagos: la moratoria argentina 1988-89, firmado por José Luis Machinea y Juan Fernando Sommer [1], donde dicen textualmente:
“La reducción de los pasivos externos del sector privado derivó, en la práctica, en la nacionalización de gran parte de esa deuda externa. La deuda externa del sector público, que era del 53% de la deuda total en 1980, se incrementó a 83% en 1985”. Así se legitimó la deuda externa, al cambiar los títulos firmado por funcionarios de la dictadura por nuevos del gobierno constitucional de Alfonsín.
Durante los años 1985-1988, el pago de intereses de la deuda fue por la totalidad del superávit comercial del período (unos 8.500 millones de dólares). Sin embargo, la deuda externa pública nacional creció hasta los 63.200 millones de dólares al final de 1988 porque los intereses superaron ampliamente a los pagos.
El Plan Austral se basó en el deterioro salarial y de las jubilaciones y pensiones, en la reducción de la planta de trabajadores estatales, la posibilidad de privatizar, la disminución del gasto y la obra pública y el aumento de la presión tributaria sobre la población. De esa forma, el gasto público descendió de 29,2% del PIB en 1984 a 22,8% en 1988. Esa disminución pretendió continuar, hasta que en 1989 eclosionó.
El 6 de febrero de 1989, Machinea, como presidente del BCRA, reconoció que no podía vender un solo dólar más, lo que provocó la hiperdevaluación. El valor del dólar pasó de 17,62 australes a 650 australes cuando Carlos Menem asumió la presidencia de la República el 9 de julio de 1989; luego siguió aumentando hasta equivaler 10.000 australes el 1° de abril de 1991 (fecha de inicio del Plan de Convertibilidad). Según el INDEC, la inflación –hiperinflación– fue de 3.079,5% anual para ese 1989 [2].
Nicolás Maquiavelo construye su doctrina, que nace de la “experiencia de las cosas modernas” y la “lección de las cosas antiguas”, en una concepción cíclica de la historia. Lo que sucede con el gobierno de Alberto Fernández, en su inicio y ahora, parece darle la razón.
En efecto, el actual gobierno comenzó con un discurso enérgico de inauguración de las sesiones ordinarias del Congreso de la Nación del 1° de marzo de 2020. Fue cuando dijo que iba a hacer investigar la deuda hasta las últimas instancias y le solicitó al BCRA que hiciera un informe sobre la misma.
Rápidamente se le requirió a los bancos quiénes y cuándo compraron divisas durante los años 2016-2019 y el BCRA lo publicó el 20 de mayo de 2020. Allí constaba que casi ocho millones de personas físicas y jurídicas (sociedades) adquirieron 86.200 millones de dólares. Los 100 primeros –que son empresas– habían comprado 24.769 millones de dólares en ese lapso.
Los bancos y sus clientes que compraron el dinero extranjero deben haber pensado que jamás le iban a pedir esa información. Pero resulta que dos largos años más tarde, pese a que la Administración Federal de Ingresos Públicos (AFIP) sabe que ninguna de esas 100 empresas pagó impuestos a las ganancias por el monto que compraron divisas, y si bien es cierto que el gobierno de Mauricio Macri fue flexibilizando los límites de compra para no poner ninguno, lo cierto es que los compradores de divisas deben demostrar fehacientemente el origen de los recursos por la Ley 25.246 de Encubrimiento y Lavado de Activos que data del año 2000.
Todas las empresas que conforman el lote de las 100 primeras compradoras por un total de 24.769 millones de dólares en el transcurso de la gestión de Cambiemos cotizan en Bolsa y, por ende, deben presentar sus estados contables de acuerdo a las normas internacionales de información financiera (NIIF), amén de las normas impositivas del país.
Es más: existe un cuadro de Flujo de Fondos (generalmente denominado “Estado de Flujos de Efectivos Consolidados”), que debe hacer constar el aumento neto en el efectivo y en el equivalente de efectivos, que es donde se contabiliza la compra de divisas por la empresa. Ese cuadro se combina con el de Activos y Pasivos en moneda extranjera y de allí se obtiene la información de cuántos dólares se adquirió en el ejercicio fiscal.
Observando las Memorias y Balances de esas 100 empresas para los años 2016, 2017, 2018 y 2019, ninguna contabiliza haber adquirido los dólares que aparecen comprando en el Mercado Libre de Cambio; operaciones que constan en los bancos que se los vendieron.
La AFIP debería haber llamado a los administradores de esas empresas y obligarles a “abrir el balance” para que justifiquen la operatoria y multarlas por evasión fiscal. Que se sepa, si lo hizo o lo hace, no se publicó nada al respecto.
Lo mismo pasa con la deuda pública. Imposibilitado de tomar créditos en el exterior, el gobierno afrontó la lucha contra la pandemia de Covid-19 gracias al sacrificio de su personal de salud y de asistencia a la población. El costo fiscal fue enorme: hubo que reconvertir hospitales, equiparlos, etc., etc. De manera tal que el déficit primario de la Administración Nacional (se excluye el pago de intereses de la deuda) fue del 6,37% del PIB (es en pesos, pero equivalente a unos 25.000 millones de dólares).
Por Ley 27.605 de Aporte Solidario y Extraordinario se lograron recaudar 204.640 millones de pesos (equivalente a unos 2.000 millones de dólares) [3]. Lo demás fue financiado por el BCRA y colocando títulos del Tesoro de la Nación de deuda pública de corto plazo, ajustado por inflación (que es la mayoría de esas colocaciones) y por dólar linked (es en pesos, pero se ajusta por el valor oficial del dólar), deuda que ha generado una burbuja especulativa que representa al día de hoy al 14,5% del PIB (en pesos, equivalente a unos 60.000 millones de dólares).
Es prácticamente el 58% del gasto presupuestario anual de la Administración Nacional, con el agravante del ajuste que no es controlado por el gobierno (inflación y precio del dólar).
Con el pasivo financiero del BCRA sucede igual: finalizó el último día hábil de abril y la suma de Pases Pasivos, LELIQs (Letras de Liquidez) y Notaliq (Notas de Liquidez) supera los 4,4 billones de pesos (en pesos, equivalente a 36.500 millones de dólares), que devenga un interés nominal anual promedio del 47% anual. Sin embargo, como mayoritariamente se trata de LELIQs a 7 días (que se capitaliza), la tasa efectiva anual ronda el 58%, por lo que la deuda crece en forma exponencial.
Las exigencias del Fondo
En medio de ese desmadre de las cuentas públicas y del BCRA, con dos burbujas financieras que crecen sostenidamente, y en un marco de niveles de pobreza alarmantes y una economía que redistribuye regresivamente el ingreso, el gobierno acuerda con el FMI y se compromete a lograr incrementar las reservas internacionales del BCRA en 15.000 millones de dólares entre 2022 y 2024. Para ello, la meta es acrecentar las reservas en 5.800 millones de dólares este año, 4.000 millones en 2023 y los 5.200 millones de dólares restantes en 2024.
Si en 2020 y 2021, los dos años completos transcurridos que se obtuvo superávit comercial (las exportaciones superaron a las importaciones) en 27.278 millones de dólares, las reservas internacionales del BCRA descendieron 5.615 millones de dólares (eran de 45.190 millones de dólares al 30 de diciembre de 2019 y fueron 39.575 millones de dólares dos años más tarde): ¿cómo es posible pensar que se puede acumular dichas reservas?
El gobierno y el FMI no lo ven por el lado de limitar severamente el pago de intereses y capital de la deuda externa privada [4], que según informó el ministro de Economía, Martín Guzmán, a los gobernadores en la reunión del 5 de enero 2022, se les vendió las divisas al valor oficial (sin límite y sin ningún gravamen a pagar) por 9.300 millones de dólares. Tampoco por el de limitar los adelantos a las importaciones y por el de nada que sea condicionante para esas empresas que, mayoritariamente, son las mismas que figuran entre los grandes compradores de divisas durante la gestión de Cambiemos y en todos los tiempos, al menos desde la dictadura militar a la fecha.
Lo que propone el FMI es acelerar la devaluación del tipo de cambio oficial, de manera tal que abarate para el exterior (medido en divisas) nuestros productos, activos y trabajo y, al revés, que sea cada vez más caro importar bienes o servicios. Esto es: proponen maximizar el superávit comercial para que se acreciente sideralmente.
Nuestro país no tiene un problema con el tipo de cambio. De hecho, el valor del dólar oficial en torno a los 120 pesos –como está durante estos primeros días de mayo–, es sumamente competitivo (lo explica el importante superávit comercial) y es semejante al valor promedio de 2002, tras la brutal devaluación por la ruptura de la paridad fija de uno a uno y la convertibilidad de nuestra moneda.
Se devalúa para pagar una deuda espuria y tomada a espalda del pueblo argentino, que fue fugada por una minoría parásita y rentista y que debería ser investigada y penada por tal hecho. La devaluación creciente implica una inflación creciente, dado que ambas se retroalimentan. La suba del tipo de cambio encarece los alimentos, reduce el salario real, las jubilaciones y pensiones (dado que no se incrementan en la misma proporción), por lo que existe una relación inversamente proporcional entre el valor del dólar y el valor del salario, jubilaciones y pensiones.
Si el dólar sube, el salario real y las jubilaciones y pensiones se caen. Más del 70% de lo que se produce va al mercado interno (depende de la capacidad adquisitiva de la población) y al exterior se vende básicamente lo mismo que se consume (consumimos relativamente poca soja, pero la soja reemplaza a otros cultivos y a la cría de animales, incrementando su precio por dejarle menor hectáreas de tierras y no las mejores). Por buscar que los salarios en dólares en la Argentina sean menores que en Brasil, se entra en una economía cada vez más dualizada, una minoría que se integra vía exportaciones y una mayoría que se encuentra en una situación cada vez peor, que incluso traspasa los límites de la subsistencia.
Propuesta
Es obvio que seguir el camino del FMI implica subordinarse a un modelo extractivista, agropecuario y exportador que no puede contener a 46 millones de personas. La experiencia vivida con el gobierno de Raúl Alfonsín debería servir de ejemplo de lo que va a pasar.
El FMI va a presionar en un constante tire y afloje durante este 2022. Incluso, va a otorgar los waiver (exenciones) que sean necesarios, pero en 2023 –que es un año electoral por un nuevo mandato– va a jugar fuerte y le va a soltar la mano a Guzmán (como se la soltó a Sourrouille y su equipo en 1989 o a Domingo Felipe Cavallo en 2001), para que el nuevo gobierno se le subordine integralmente.
En 1989 vino el menemismo y todo lo que ello significa, pero la crisis del año 2001 le salió mal; no contaron con un gobierno nacional y popular como fue el de Néstor Kirchner.
Notas
[1] Presidente y director del BCRA durante la gestión de Juan Sourrouille.
[2] Que se frenó por la aplicación de las leyes de Reforma Administrativa del Estado y de Emergencia Económica, que permitieron las privatizaciones de las principales empresas públicas.
[3] La mayor parte de la recaudación la aportó el 2,7% de los 9.298 contribuyentes alcanzados por la ley.
[4] Según las últimas estadísticas oficiales, el stock de deuda externa privada asciende a 80.237 millones de dólares, de los cuales se reparten casi en partes iguales en deuda financiera (42.141 millones de dólares) y deuda comercial (38.096 millones de dólares).
* Licenciado en Economía, profesor de Política Económica y de Instituciones Monetarias e Integración Financiera Regional en la Facultad de Ciencias Económicas (UBA). Fue Director Nacional de Programación Macroeconómica. Analista senior asociado al Centro Latinoamericano de Análisis Estratégico (CLAE).
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