Evasión, lavado y fuga en América Latina: un problema que se debe abordar en la pos-pandemia
Clara Vazquez del Faro [*]
Allá por la década del 80, un funcionario de la Reserva Federal de Estados Unidos, a propósito del esquema de fraude basado en la evasión y la fuga, señaló: “El problema no es que los países que tomaron deuda externa no tienen bienes. El problema es que esos bienes están en Miami”. La fuga de capitales, la evasión fiscal y el lavado de dinero están íntimamente ligados y constituyen una de las formas más usuales de drenar riqueza desde los países del capitalismo periférico.
Este tipo de operatoria criminal adquirió escala industrial hacia comienzos de los años 70 a partir de la disponibilidad de capital para los países del Tercer Mundo de aquel entonces, en forma de créditos a muy baja tasa de interés. Sobre este dispositivo, de evasión, lavado y fuga que se retroalimenta en modelos económicos que suelen caracterizarse como de “valorización financiera”, se monta la desigualdad existente en nuestro continente. Básicamente: pocos retienen lo de muchos, luego de haberlo fugado al exterior.
La evasión expresa la incapacidad de un Estado para recaudar dinero e implica un serio problema a la hora de aplicar políticas redistributivas. En muchos casos, esto tiene como consecuencia que los impuestos recaigan en el consumo en lugar de hacerlo en las rentas personales (sueldos, salarios, dividendos, intereses y otros ingresos que una persona deviene durante el año).
Los países desarrollados recaudan casi seis veces más a través del impuesto sobre las rentas personales que los países de Latinoamérica. Esto afecta la capacidad fiscal de los Estados, mientras atenta contra la posibilidad de aplicar políticas redistributivas, incrementando consecuentemente la desigualdad social.
Como vemos en el cuadro, la Argentina encabeza el ranking de evasión de impuestos como porcentaje del PBI en América Latina (5,1%) superando por lejos a Guatemala (3,4%), segundo país en la lista. Los sigue Costa Rica (2,8%), Haití (2,7%) y Nicaragua (2,7%). Para tener un punto de comparación y una dimensión de la enormidad que representan los valores anteriores el nivel de evasión, en Canadá ésta es del 0,27% de su PBI.
El paso posterior a la evasión de impuestos es la fuga y el lavado de esos fondos. En ese sentido era de esperar que la región tampoco mostrase buenos indicadores. En la primera columna del cuadro podemos ver el ranking de los seis países latinoamericanos donde hay mayor riesgo de lavado de dinero y por lo tanto es más fácil realizar estas operatorias criminales. Ese “podio” evidencia la incapacidad crónica de esos Estados para fiscalizar y controlar los recursos y los flujos financieros abriendo la puerta a la fuga de capitales.
En la columna de la derecha del cuadro podemos ver el lugar que cada uno de los países de ese top 6 regional ocupan a nivel global: Haití y Paraguay se encuentran entre los 20 países del mundo donde es más fácil es lavar dinero. Nicaragua y Argentina están entre los 25, y Ecuador y Panamá entre los primeros 35. El ranking a nivel global, elaborado por el Instituto de Gobernanza de Basilea, evalúa a 125 países y en los últimos tres puestos –es decir donde menor riesgo de lavado hay- están Estonia, Finlandia y Nueva Zelanda.
La evasión y el lavado de dinero tienen como consecuencia natural la acumulación de grandes volúmenes de riqueza fuera de las regiones que la crean. A través de la operatoria de complejos entramados financieros off-shore, como los revelados en los Panamá Papers -donde apareció el nombre del expresidente argentino Mauricio Macri-, permiten, lisa y llanamente, borrar el origen de los fondos y evitar el pago de impuestos.
Luego de que esa riqueza es fugada, esos capitales son redireccionados a su verdadero destino: bancos suizos, británicos y/o estadounidenses, o directamente en activos personales (mansiones, yates, autos, motos, obras de arte, etc.) en diferentes partes del mundo.
Como vemos en el cuadror, y según cálculos conservadores, el 22% de la riqueza de Latinoamérica (lo que representa más de 700.000 millones de dólares) se mantiene en bancos en el exterior. Esto implica pérdidas fiscales por no pago de impuestos para los Estados de la región de alrededor de 22.000 millones de dólares anuales.
En síntesis, América Latina no es una región pobre: Es una región empobrecida. La crisis económica que se siente en nuestros países, agravada por la pandemia global del coronavirus, requiere no sólo un accionar más efectivo de los Estados para evitar mayores penurias a la población, sino que también exige dotarlos de recursos para financiar, tanto las medidas paliativas como políticas públicas activas que dinamicen la economía al tiempo que equilibren la profunda desigualdad de décadas.
Sin enfrentar el severo problema de evasión, lavado y fuga que las elites promueven como un espurio mecanismo de acumulación de riquezas, Latinoamérica no podrá emprender su reconstrucción luego del Covid-19 y las ideas del desarrollo y la inclusión serán una quimera, como echar agua en un cántaro roto. La necesidad de aprobar “impuestos a las riquezas extraordinarias” no sólo es un imperativo ante tantas urgencias, sino que también se convierte en un acto de justicia.
[*] Periodista e investigadora argentina. Colaboradora del Centro Latinoamericano de Análisis Estratégico, CLAE (www.estrategia.la)