En época de crisis y de fe neoliberal, la importancia del método
Eduardo Camin|
La economía capitalista parece haberse convertido en un espectáculo autónomo, liberado de la razón, en el cual un sin número de dirigentes mundiales, hartos defensores del sistema profundizan en la credibilidad de la fe neoliberal, es decir en la total desregulación de los mercados como forma más segura para salir de este “eterno” impase, y alcanzar la ansiada y más que prometida prosperidad.
La fatalidad es altiva y no responde. Así podemos definir la sombra que nos rodea. Cualquier pretensión de otorgar a los sucesos un argumento causal, tiende a rendirse en el balbuceo de la fatalidad, o el accidente. La época esta nuevamente en sus manos. No existe una ciencia más precisa que la amenaza y nada más sólido que el miedo. Pero también está claro que los demagogos que quieren que actuemos de espalda a la ciencia y a la tolerancia, sólo empeorarán las cosas.
Muchos de los defensores de estas teorías se niegan a aceptar que su creencia en la autorregulación de los mercados y su desestimación de las externalidades -cual inexistentes o insignificantes- llevaron a la desregulación, que fue un factor fundamental de la crisis. La teoría sobrevive, con intentos de adecuarla a los hechos, lo cual prueba cuán cierto es aquello de que cuando las malas ideas se arraigan, no mueren fácilmente.
Si no bastó la crisis financiera de 2008 para darnos cuenta de que la desregulación de los mercados no funciona, debería bastarnos las crisis pandémicas: el neoliberalismo provocará literalmente el fin de la civilización.
Al igual que en décadas pasadas las élites – políticas y empresariales – que aseguraban que sus promesas se basaban en modelos económicos – científicos y en la “investigación basada en la evidencia”, vuelven a las andadas, a pesar de la pérdida simultánea de confianza en el neoliberalismo y en la democracia.
Las cifras (de antes de la pandemia) están a la vista: el crecimiento se desaceleró, y sus frutos fueron a parar en su gran mayoría a unos pocos en la cima de la pirámide. Con salarios estancados y Bolsas en alza, los ingresos y la riqueza fluyeron hacia arriba en vez de derramarse hacia abajo.
En todos los países (ricos o pobres) las élites prometieron que las políticas neoliberales llevarían a más crecimiento económico, y que los beneficios se derramarían de modo que todos, incluidos los más pobres, estarían mejor que antes. Pero hasta que eso sucediera, los trabajadores debían conformarse con salarios más bajos, y todos los ciudadanos tendrían que aceptar recortes en importantes programas estatales (salud, educación, alimentación).
La forma de globalización prescrita por el neoliberalismo dejó a individuos y a sociedades enteras incapacitados para controlar una parte importante de su propio destino. El resultado más elocuente es la acumulación masiva en una pequeña e indecente franja de la sociedad en la cual apenas el 1% de sus habitantes concentra el 90% de la riqueza mundial.
Los efectos de la liberalización de los mercados de capitales fueron particularmente escandalosos, y parece que nos hemos olvidados de sus consecuencias. Quizá no bastaba simplemente que un candidato se avizorara con ventaja en una elección presidencial de un país emergente, que no fuera del agrado de Wall Street, para que los bancos amenazaran o sacaran el dinero del país.
Los votantes tenían entonces que elegir entre ceder a Wall Street o enfrentar una dura crisis financiera.
Incluso en los países ricos los discursos pregonaban la imposición de estas políticas. ¿No se les decía a sus ciudadanos que “no es posible aplicar las políticas de protección social adecuada, salarios dignos, tributación progresiva o un sistema financiero bien regulado porque el país perderá competitividad, habrá destrucción de empleos y sufrimiento generalizado”?
La austeridad en la vida… exalta la muerte
Mucho antes de la erupción de la pandemia del Covid-19, varios economistas y analistas en habían expresado serias preocupaciones sobre la inminencia de una nueva crisis económica y financiera global, ya muy visible en las caídas de la productividad y los ingresos fiscales de varios países en meses precedentes, perturbados además por una guerra comercial entre China y EE UU a golpes de aranceles.
Una crisis que llevada más de un año siendo ocultada, camuflada, desvirtuada, incluso en su propia semántica. Pero que los impactos del Covid-19 en la salud de la gente y de la economía han sido tan drásticos y abruptos que la mayoría de las predicciones a mediano plazo están pasando a ser rápidamente obsoletas.
La directora del Fondo Monetario Internacional ha vaticinado que la recesión mundial provocada por la pandemia será tan mala o incluso peor que la crisis financiera del año 2008, al igual de lo que pronostica la Organización Mundial del Comercio (OMC) y tantos otros organismos Internacionales.
La pandemia despierta hoy algunas conciencias, y exalta algunos discursos que avizoraban esta realidad. No es casualidad que los países europeos más afectados son precisamente aquellos que habían sufrido los peores recortes en el presupuesto público en el contexto de las medidas de austeridad aplicadas en la zona europea durante la serie de crisis financieras que arrastran desde la década pasada.
La situación actual del sistema de salud italiano es un claro ejemplo de lo que un equipo de investigadores ha caracterizado como “muerte por austeridad”. Incluso los países que habían desarrollado estructuras de salud pública reconocidas, y admiradas, como el Servicio Nacional de Salud del Reino Unido (NHS), fueron abrumados por el aluvión de enfermos, que llevó a situaciones humanas poco deseadas para aquellos médicos intensivistas forzados a tomar la dura decisión de quién vive y quién muere.
Primero en Italia, después rápidamente en España, Francia y Gran Bretaña, los centros de salud comenzaron a colapsar bajo la afluencia masiva de pacientes. Tras una década de austeridad impuesta por las decisiones económicas de sus gobernantes, hoy estos países «desarrollados» poseen un número de camas de hospitales, profesionales médicos y de enfermería per cápita inferior al promedio recomendado por la OMS.
Economistas: como te digo una cosa, te digo la otra
Atreverse a ponerle números al colosal parón económico provocado por el coronavirus no deja de ser un ejercicio de alto riesgo. Nadie sabe a ciencia cierta cuál será la trayectoria de la pandemia, ni cuánto durarán las medidas de contención, si habrá una segunda oleada del virus o cómo y cuándo se reactivará la economía. Pero hasta las proyecciones más conservadoras arrojan un escenario pavoroso para el 2020.
Algunos economistas ortodoxos y políticos conservadores están comenzando a reconocer que esta es una emergencia sin precedentes que exige respuestas coherentes y sensatas, y sugieren abandonar la obsesión habitual con el déficit público, el margen de ganancia, el nivel de deuda y el crecimiento del PIB.
En el contexto actual de la pandemia, la propia jerga de los economistas parece vetusta e inapropiada. El término “recesión” generalmente alude a una disminución en la producción y el empleo, pero hoy la principal preocupación no debería ser la salud de “la economía” -al menos como la entienden los economistas ortodoxos-, sino la salud y la vida de las personas.
De acuerdo con el FMI, la economía mundial vivirá este año su peor descalabro desde la Gran Depresión (1929-1933) del siglo pasado. En la caída, nadie se salva. Ni los países ricos, ni los emergentes. Esta perspectiva implica desafiar el discurso y las acciones de los economistas, las agencias de calificación crediticia y los funcionarios gubernamentales aún encaprichados con la contención de la deuda o el déficit fiscal.
¿Qué valor tiene una calificación financiera AAA para un gobierno nacional cuando en algunos países “desarrollados” los médicos en las unidades de cuidados intensivos deben decidir quién recibe un ventilador, quién vive y quién muere?
Los ciudadanos se consideran estafados, sienten que se les vendió humo: tienen centros de exposiciones, bloques de viviendas abandonadas en la especulación financiera de los fondos de pensión o fondos buitres y les falta camas en los hospitales y ventiladores en las unidades de cuidados intensivos.
El tufo del terror ¿es esta la crisis real?. La barbarie
La catástrofe a la vuelta de la esquina hace ahora de todos nosotros, vecinos, hermanos de esta aérea de terror. Enfermos del miedo, transfundidos mediante el pánico, aplaudimos desde los balcones la miseria que aborrecemos. Enfermos todos y congregados bajo el inevitable estado de alarma, entre el contagio incesante, y sin final. ¿Es ésta la crisis real?
La crisis del Covid-19 no es solo la crisis de la pandemia, sino todo aquello en lo que se cree, se habla o se teme sobre ella, transportadas y transformadas por los medios de comunicación incluyendo – sobre todo – las beligerantes redes sociales.
A estas alturas nos resulta cuasi imposible separar, qué pertenece a una situación objetiva y qué corresponde a la impresión subjetiva, porque ambas se confunden en una aglomeración de opiniones, de confusión, de obsesión de la crisis, que hace imposible separar el sentimiento de la crisis, de la crisis en sí misma.
Es cierto que en la historia de la humanidad, las crisis poseen una personalidad y unas secretas inclinaciones que reproducen en todos sus términos la máquina perfecta para generar temor sobre las masas. El miedo anida fácilmente en el centro de las gentes, y su capacidad para crear acontecimientos lo convierte en valiosa materia prima del espectáculo.
A menudo las psicosis colectivas desencadenan efectos cuya verdadera exégesis no reside tanto entre las coordenadas de lo real como en las interrelaciones que genera el contagio. No solo constatamos que no podemos controlar “eso” que pasa, tampoco es factible entender ni atender los fenómenos que se precipitan a nuestro alrededor.
El tufo del terror está servido. De este modo, ¿cómo saber? Y, sin saber, ¿cómo actuar? Por eso destacamos la importancia del método, de la dirección que se toma, que desempeñara un inmenso rol para estudiar y decidir sobre los fenómenos de la realidad.
Por ende, si el camino que seguimos es acertado, podremos llegar al objetivo. Pero si no lo es, nos desviaremos y no iremos a parar donde queremos, con las consecuencias que significa errar en el método.
El problema es que esta crisis reveladora, aprovechable para la emancipación, llega a una población sin conciencia y a una izquierda sin alternativa elaborada. En un mundo con muchas armas y pocas ideas, con mucho dolor y poca organización, con mucho miedo y poco compromiso, en definitiva, la barbarie se sigue ofreciendo mucho más verosimilitud que el socialismo.
*Periodista uruguayo acreditado en ONU-Ginebra. Analista asociado al Centro Latinoamericano de Análisis Estratégico (CLAE, www.estrategia.la)