La aceleración de los tiempos políticos y las respuestas de la señora Historia

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Jorge Elbaum.

Cuando la muerte se presenta como trauma posible y la política amenaza con teñirse de sombras, solo la muchedumbre logra exorcizar el daño. Las últimas semanas serán recordadas por una contienda de calles, la noche del atentado fallido y la Plaza de la respuesta popular.

Quienes hacen la historia no siempre tienen noción de que la están labrando. Hay noches, fechas, semanas, en que el devenir de un pueblo se condensa momentos en lapsos de transición, bisagras prospectivas, cambios de ritmo. Sin embargo, sus contemporáneos no siempre tenemos la capacidad para evaluar la trascendencia potencial de los acontecimientos, mientras los estamos viviendo.

Solo los asiduos lectores de la historia logran conjeturar indicios: olfatean el rumor de la tierra, saben captar la densidad de los movimientos porque están sensibilizados con las rupturas sociales, con las imágenes convertidas en frescos de un pasado que tiende a no pasar.

Los historiadores ligados a la tradición popular poseen una especie de sismógrafo de los acontecimientos. Saben que los procesos de movilización colectiva –cuando horadan el velo de su invisibilización– cambian el clima político de una etapa.

Quizás la última semana de agosto se convierta en una especie de marca. Lo veremos en unos meses. Es posible –aunque nunca hay garantías– que se instale, como hito de recomposición de las fuerzas populares, golpeadas por la pandemia, el acuerdo con el FMI, la dubitación y la inflación.

Hace un siglo Raúl Scalabrini Ortiz auguraba que el cansancio social tendría epílogo de ebullición. Profetizaba la sinergia emocional de hombres –y mujeres– que se percibían aislados por una frustración larvada y colectiva.

Pero que, de forma sorpresiva, podrían verse convocados a una agitación capaz de transformar los silencios en murmullos. Y los gritos en cánticos. Raúl supuso que había un “subsuelo que podía sublevarse”. Una corriente de identidad crispada por una enervada indignación que contenía atrasadas demandas políticas.

Como si los planetas fuesen a coordinarse en pos de una melodía común, de una memoria heredada que había sido transmitida por generaciones de laburantes: “Éramos briznas de multitud y el alma de todos nos redimía. Presentía que la historia estaba pasando junto a nosotros y nos acariciaba suavemente, como la brisa fresca del río.

Lo que yo había soñado e intuído durante muchos años estaba allí presente, corpóreo, tenso, multifacetado, pero único en el espíritu conjunto. Eran los hombres que están solos y esperan, que iniciaban sus tareas de reivindicación. El espíritu de la tierra estaba presente como nunca creí verlo”.

La historia nunca irrumpe dos veces de forma similar. Solo deja trazos en el suelo de una realidad que tiene contacto con su pasado. Sin embargo insiste en su carácter sorpresivo. Produce asombro frente –y contra– los que se consideran dueños del sentido común: su irrupción se presenta con ocupación territorial. Esa es la imagen que suele espantar a las almas bienpensantes. Aquellas que dudan o temen la emoción, el desorden y el coraje ciudadano.

Frente al escrache en la casa de Cristina, la respuesta popular en plena Recoleta, la represión, el atentado y la movilización popular hay quienes ven una mutación preocupante. Otros vemos, nuevamente, al hombre retratado por Raúl, cansado de esperar. La espera siempre fue pariente de la esperanza.

*Sociólogo, doctor en Ciencias Económicas, analista senior del Centro Latinoamericano de Análisis Estratégico (CLAE, www.estrategia.la)

 

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