Elecciones marcadas por una corriente reaccionaria que estimula la violencia represiva y la apatía
Jorge Elbaum
Las elecciones Primarias Abiertas Simultáneas y Obligatorias (PASO) se llevaron a cabo en el marco de un clima enrarecido por dos asesinatos, el malestar provocado por la incertidumbre económica y la crisis de representación política reforzada por las propaladoras del mainstream neoliberal. Los crímenes de Morena Domínguez y Facundo Molares hacen eco de forma brutal al discurso de la derecha logró imponer en vastos sectores de la sociedad.
El homicidio de la niña de 11 años puso en evidencia el fracaso de un alardeado modelo de seguridad pública que sobreactúa una mano dura para obtener ventajas proselitistas, sin admitir que la proliferación de la violencia estructural es el resultado de la desigualdad, la fragmentación social, la marginalidad y el intenso deterioro de la cultura del trabajo. El homicidio de Molares expresa, por su parte, la crueldad y la inoperancia de una seguridad pública que vulnera la función preventiva para la que fue instituida.
Ambas situaciones se articulan con un clima de fastidio provocado por el incumplimiento de los compromisos electorales de las dos últimas gestiones presidenciales. Mauricio Macri traicionó sus promesas de reducir la pobreza, asegurar la “lluvia de inversiones” e impedir el retorno del Fondo Monetario Internacional al control y la supervisión de la economía doméstica. Por su parte, Alberto Fernández no respetó sus promesas de privilegiar a los trabajadores por sobre los desembolsos crediticios endosados por su antecesor. Ambos, cada uno a su manera, defraudaron a una parte sustancial de sus electores.
El incremento del ausentismo, los votos nulos y los sufragios en blanco parecen expresar –entre otros motivos– el descreimiento por las rupturas de los contratos electorales. En las 18 elecciones que se llevaron a cabo antes de las PASO se redujo la participación de la ciudadanía, salvo en el caso de Tucumán, donde superó el 80%. Los antecedentes advierten la posibilidad de que en las Primarias se filtren dos tipos de sufragios exasperados: aquel que es tributario del odio visceral contra el kirchnerismo –instituido de forma empecinada y convergente por la confederación mediático-jurídica– y aquel que deviene del malestar por la prevalencia de la pobreza, la desigualdad, la inseguridad y la distancia respecto a las demandas populares, que coarta la esperanza en un futuro mejor.
Las pasiones tristes –al decir de Baruch Spinoza– son las reacciones que inmovilizan o que producen movimientos autodestructivos, respuesta pasiva e individual a una situación de impotencia, de desilusión frente a expectativas incumplidas. Pueden resumir, en una cita electoral, el impulso de una represalia irracional frente a lo que entienden como una abdicación del sistema político y sus instituciones judiciales o de seguridad, como espacios para la solución de los problemas reales y cotidianos. Sin embargo, esta predisposición negativa hacia la política doméstica y este desencanto que no deja espacio para la esperanza se encuentran robustecidos por la convergencia de otros tres factores entrelazados, ligados a aspectos:
- internacionales, vinculados a la reacción conservadora expresada por la cultura supremacista de Donald Trump, la misoginia de Jair Bolsonaro, la xenofobia de Giorgia Meloni y el falangismo homofóbico y ultramontano de VOX en España;
- económicos, expresados por la crisis neoliberal que viene demostrando incapacidad para solucionar los problemas estructurales, sobre todo en los países del Sur Global, y que amenaza con una permanente incertidumbre especulativa; y
- comunicacionales, exhibidos por el pertinaz intento de sustituir las referencias colectivas por una oferta de opciones individuales, fragmentarias e identitarias que configuran a los sufragistas como consumidores de imágenes de candidatos, fraseologías facilistas y discursividades emotivas ajenas a cualquier tipo de argumentación o racionalidad.
Las comunicaciones televisivas, radiales y gráficas corporativas –que incluyen las redes sociales como repetidoras– pujan por reforzar, a través de voceros y algoritmos, las dos anteriores: le brindan la cobertura y la viabilidad cultural necesaria para atizar el descreimiento, invisibilizar toda propuesta alternativa al modelo financiarizado, extractivista y colonizado. Los grandes medios privilegian la forma por sobre el contenido y sacrifican toda historización de las gestiones políticas anteriores a una fraseología furiosa, impresionista, distante de toda confrontación de ideas.
Las discusiones se plantean en términos de rivalidades ad-hominem, plagadas de chicanas y agresiones personales que se enmarcan en posiciones dicotómicas. La reificación del conflicto aparente y sobreactuado termina por imponer un registro de falsedad irreconciliable, en el que no hay propuestas sino consignas que apelan a una pura emocionalidad.
Ciudadanos versus clientes
La explicación y el ejemplo con datos fidedignos se sustituyen por la farandulización del reality show; la pantalla ofrece una escena dramatizada, análoga a un spot publicitario. Al transformarse en espectáculo y entretenimiento –atizado por polémicas sobreactuadas–, la política pierde su riqueza profética de construcción de futuros y se reduce a una competencia de egocentrismos y debates plagados de sofismas. En ese marco, el receptor se consolida como espectador aislado del entramado social del cual forma parte. No es interpelado como trabajador, ni como argentino, ni como integrante de un sindicato, ni como heredero de una tradición nacional y popular. Ni siquiera como protagonista social de un futuro a ser construido en forma colectiva.
La oferta política que la derecha brinda a la sociedad está articulada en esta clave de mercancía de imágenes, peleas altisonantes y eslóganes. De esa manera se banaliza la complejidad de lo político, generando desconcierto y pasividad: las soluciones grandilocuentes ofrecidas por las propaladoras del marketing político, en connivencia con las múltiples pantallas (de celulares, TV y cámaras), terminan imponiendo sujetos expectantes que se dedican a aceptar y/o a refrendar soluciones cautivadoras y mágicas, desentendiendo su lugar de ciudadanos. El obvio y posterior fracaso de esos eslóganes redunda nuevamente en la indiferencia y la apatía.
La mediatización de la política es el mecanismo impuesto por la tecnología audiovisual e informática para definir las formas en que una parte de la sociedad construye sus afinidades políticas por fuera de la interrelación con los colectivos con los que interactúa cotidianamente, sean territoriales, laborales o de clase. La inseguridad y su amplificación contribuyen al asilamiento, a un abandono de los lugares públicos, a un incremental miedo al otro y a un sometimiento a las reglas de la pantalla, la red social y los influencers.
Las PASO volvieron a manifestar las tensiones que devienen de esta mediatización: de un lado el individuo receptor, convertido en consumidor de consignas vacías: un cliente de productos políticos, instigado de forma insistente al odio o a la apatía, es decir, al vaciamiento de la democracia. Frente a esa interpelación, también asomará –no sabemos con qué magnitud relativa– el ciudadano que se resiste a estar atrapado por esa lógica. Aquel que insiste en participar de una cosmovisión historizada y que pelea por no resignarse a la uniformización propuesta por las coordenadas del malestar, las pantallas y el odio.
*Sociólogo, doctor en Ciencias Económicas, analista senior del Centro Latinoamericano de Análisis Estratégico (CLAE, www.estrategia.la)
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