¿Puede existir un Pacto Democrático real en Argentina?
Ricardo Aronskind
¿Qué fue el pacto democrático de 1983? No fue un papel firmado, ni un documento que suscribieron todas las formaciones políticas, o al menos las que tenían representación parlamentaria. No fue un “Pacto de la Moncloa” con su formalidad y su mitología.
Entonces ¿qué fue? ¿A qué se está aludiendo? El pacto democrático fue un sobreentendido, fundamentalmente definido en relación a lo que se dejaba atrás: la dictadura cívico-militar autodenominada Proceso de Reorganización Nacional. Si existió un “pacto democrático” no puede ser pensado sino en relación a esa dictadura, y a lo que en ese momento se decía y pensaba de la dictadura.
No era sólo “no matar”. Matar, secuestrar, torturar, asesinar, desaparecer, cosas que recién comenzaban a conocerse en toda su magnitud, era sin duda su legado más truculento. Pero la dictadura había hecho muchas cosas que merecían repudio masivo.
La dictadura había sido corrupta, en las contrataciones de la obra pública, en las empresas del Estado, en las obras del Mundial de Fútbol –del cual nunca se pudieron conocer sus números-, en las autopistas porteñas, en las compras irregulares de armamento por el mundo….
Al comienzo de la democracia, había una clara noción pública sobre la colusión de áreas del estado con sectores empresariales corruptos: la “patria contratista” –los contratistas de la obra pública de los militares- y la “patria financiera” –el sistema bancario corrupto y parasitario que floreció bajo los militares, de la mano del ministro José Alfredo Martínez de Hoz-. También se sabía que militares de alta graduación iban a parar a los directorios de algunas grandes empresas privadas, para generar vínculos de influencia directa sobre decisiones públicas que interesaban a los hombres de negocios.
La mayor parte del pueblo también sabía que nos había metido irresponsablemente en una guerra para la cual el país y sus fuerzas armadas no estaban adecuadamente preparados. Era otro absurdo de la dictadura: concebirse como cruzados de Occidente, para luego atacar uno de los fundamentos de Occidente, el colonialismo. Como señaló Galtieri, a la dictadura no le importaban los muertos, como no lo importaban sus soldados. Mientras entregaba la economía nacional al capital extranjero, decía querer recuperar la soberanía sobre partes de nuestro territorio ocupado por las potencias a las que admiraba el generalato.
Y para colmo, la dictadura nos había metido en una deuda externa abrumadora, de una magnitud tal que comprometía las posibilidades de desarrollo nacional, como descubrió Alfonsín durante su mandato. Y que literalmente llevó al desplome del primer gobierno democrático a través de la sistemática carencia de divisas y la hiperinflación, cuando se disparó el dólar.
Todo eso significaba la dictadura, y el “pacto democrático” no consistía sólo en “no matar”. De alguna forma se interpretaba que en la renacida democracia se debían hacer las políticas inversas a las dictatoriales para que el país se repusiera. Convengamos que había muchas cuestiones tácitas, que no estaban claras. Por ejemplo, ¿qué se decía con la palabra “democrático”?
¿Es sólo un sistema de votación entre al menos dos partidos? ¿Pero, en qué condiciones se vota? ¿Qué se elige? ¿Se vota libremente? ¿No hay condicionamientos externos, materiales, políticos, fácticos? ¿Cómo toman sus decisiones los votantes? ¿Cómo se informan? ¿Cómo se forman?…
Estaba todo irresuelto, y sobre esos vacíos de a poco se construyó el actual esquema de manipulación de parte del electorado y de fidelización de subjetividades a través de la fanatización.
También a comienzos del período democrático, muchos insistían en que democracia implica participación popular activa más allá de las elecciones.
Sin embargo, observaríamos a lo largo de estos casi 40 años, que en muchos tramos se desalentó abiertamente, desde los propios partidos políticos, la participación popular, la discusión entre “representantes” y “representados”, y en más de una oportunidad, se estafó literalmente a los votantes, ejecutando programas opuestos a lo que se proponía hasta días antes de las elecciones, como ocurrió con el PJ-menemismo, y con Cambiemos-macrismo.
Es difícil poder sostener que un sistema de engaño electoral es democracia, pero da la impresión que la degradación de la discusión política local ha llevado a que el único requisito para llamar “democrático” a un sistema político es que haya una instancia electoral formal, no importa lo que hagan después las autoridades electas con el mandato recibido en las urnas. No importa tampoco si los dos partidos proponen en temas cruciales exactamente lo mismo.
Democracia implicaba en 1983, por contraposición a la dictadura, una sociedad sin autoritarismo, sin imposiciones más allá de las leyes establecidas, sin arbitrariedades ni discrecionalidades emanadas del mero uso de la fuerza. Lo contrario al autoritarismo era la sujeción a leyes sensatas que expresaran el anhelo social por la justicia y la igualdad de oportunidades.
Tomarse en serio la erradicación del autoritarismo lleva a detenerse a pensar en todas las dimensiones de la vida social donde el autoritarismo existe. Que no se limitan a que no haya un militar emitiendo decretos desde el Poder Ejecutivo, sino a todos los aspectos –desde los familiares, laborales, partidarios, económicos, institucionales, religiosos- en los que formas de autoritarismo se verifican cotidianamente.
Sin embargo, ese verdadero programa de democratización de la sociedad no sólo no se extendió a todas esas dimensiones, sino que poco a poco se limitó a la mínima práctica de “votar cada tanto a partidos políticos”. “Che pibe, vení, votá” decía una canción característica de ese momento.
En las últimas semanas, y especialmente después del intento de asesinato a Cristina Kirchner, se volvió a aludir al Pacto Democrático, en relación a una cuestión tan básica como la legitimidad o no de matar al adversario, o al enemigo político.
Ahí empezamos a advertir lo lejos que estamos incluso de aquellos supuestos básicos de 1983, con los que se pretendía fundar la Argentina pos-dictatorial.
Nos fuimos deslizando, y no por razones metafísicas, hacia un clima de creciente aceptación de ciertos fundamentos conceptuales de la dictadura. Vale la pena recordar que por su fracaso político estrepitoso, ningún político osó presentarse a sí mismo como la “continuación” del proyecto encarnado por Videla. Pero eso no significa que ese legado no esté presente, y esa nostalgia por un país sin oposición popular no sea parte del patrimonio de una parte de la elite dominante, que empieza a expresarse cada vez más abiertamente, precisamente a medida que crecen los valores antidemocráticos.
Democracia y asesinato
En realidad no matar es un valor pre-democrático. No hace falta declararse como un profundo demócrata para saber que no se puede ni se debe matar. En la Biblia, que marca a las tres religiones monoteístas, están los Diez Mandamientos, enunciados bastante antes de cualquier forma antigua o moderna de democracia.
No matar es básico, es un requisito civilizatorio. Es un principio elemental para que pueda funcionar la sociedad. Porque todos pueden matar y ser matados, y si se acepta el libre albedrío para matar, cada cual define quién merece ser asesinado. ¿Quién decide quién merece la muerte y quién no? En Argentina no hay pena de muerte, pero en todo caso hay un sistema legal que ordena los castigos por diversos delitos y un sistema judicial que se supone capacitado para “administrar justicia” y dirimir conflictos que podrían ser violentos.
En síntesis: no está permitido matar, y para dirimir cuestiones, está el sistema judicial. Matar está prohibido.
Pero ¿y la incitación a matar? ¿la insinuación de que sería bueno que tal o cual persona no existiera? ¿o que tal o cual idea no circularan? ¿o que tal espacio político fuera suprimido? ¿qué distancia hay entre decir que una persona es la quintaesencia del mal, y por lo tanto la fuente de todas las desgracias que aquejan a nuestro país, y la conclusión de que al suprimirla arribaríamos al terreno de la prosperidad y de la hermandad entre todxs lxs argentinxs?
Si se revisan las ideas que circulan por el amplio y difuso espacio de la derecha argentina, se encuentran miles y miles de mensajes en donde se habla de los adversarios políticos, o de agrupaciones sociales o sindicales, como sub-humanos que no merecen el derecho a existir, porque son un obstáculo para que las “verdaderas buenas personas” sean plenamente felices y vivan en total tranquilidad, sin ningún tipo de amenazas a sus pretendido nivel de vida y a sus aspiraciones materiales.
Eso no está tipificado como delito, pero lleva, en toda su lógica argumentativa, a la conclusión de que se debe suprimir al obstáculo social que impide la plena felicidad, aunque haya que abandonar “fomalismos” legales, como por ejemplo no matar. Instalar estas ideas es el prerrequisito para hacer políticamente viable el asesinato.
Nadie políticamente lúcido ignora el significado de la incitación mediática, pero el espíritu antidemocrático y anticivilizatorio está prevaleciendo en ciertos factores de poder.
La derecha local se cree impune, y piensa que puede instar al asesinato sin ningún tipo de efectos sobre su propia situación. Es tan absurdo como infantil, pero se explica por tratarse de un sector que está crecientemente cerrado sobre sí mismo y perdió contacto con el país en el que habita.
Al someter a la política –y los políticos- al discurso neoliberal, la política dejó de cumplir la función de conectar y hacer circular ideas y percepciones. Flaco favor le hace a la paz social la percepción de impunidad o invulnerabilidad de los sectores más poderosos.
¿Matar por ideas, o por política?
Pero vayamos hacia un segundo nivel: ¿Democracia es que no maten por diferencias de ideas?
Hay que decir que, si la referencia es a lo ocurrido en la dictadura, la matanza se hizo en función de la supresión de prácticas políticas y de sectores sociales considerados enemigos, desde la perspectiva de la clase dominante argentina de ese momento.
No mataban por “ideas” solamente, sino por prácticas políticas, organización popular, capacidad de acción en la realidad.
Actuaron tanto para suprimir la lucha armada, como a la abundante militancia radicalizada de ese momento. Pero también a los cuerpos de delegados en numerosas fábricas, a los trabajadores formados y politizados, a los religiosos con una visión comprometida de su misión sacerdotal, a los estudiantes involucrados en las grandes causas nacionales, a los académicos con posturas que cuestionaban el statu quo semicolonial, a los muchos abogados defensores de derechos cívicos y políticos elementales, a las madres y familiares que empezaban a reclamar por los detenidos-desaparecidos.
¿Se puede decir que los perseguían “por sus ideas”? Era mucho más que eso: los perseguían porque conformaban parte de un entramado muy fuerte de defensa y proyección política de los intereses de las mayorías que debía ser quebrado. Era por su significado político y social que esas personas eran “marcadas”, incorporadas a listas, perseguidas y asesinadas. No eran pensadores que estaban en una torre de marfil, escribiendo textos de circulación acotada, sino miles de personas ampliamente insertadas en la sociedad y representativas de amplios sectores y capas poblacionales.
Eran las prácticas políticas de aquella época las que vinieron a ser destruidas. No sólo ideas, que por supuesto había, sino que se usó el poder militar para erradicar al sector político y social que la clase dominante de aquel momento percibía como enemigo estratégico del tipo de país al que aspiraban.
Parece claro que la democracia del ´83 encarnaba, en su espíritu, un rechazo a ese país de la clase dominante, pero esa democracia no fue capaz de plasmar en una práctica política y en instituciones estables los valores democráticos que se buscaba consolidar.
Y no fue porque faltó una Moncloa: nunca la clase dominante argentina se “autocriticó” por haber promovido, apoyado y usufructuado a la dictadura. Jamás estuvo dispuesta a firmar un “Pacto de la Moncloa” que limitara sus prácticas y sus ambiciones, y prefirió moverse en la confusión y la ambigüedad de lo que se entendía por democracia. Era el terreno propicio para que los poderes fácticos fueran imponiendo sus criterios sobre la vaguedad del espíritu democrático.
¿Cuáles son los estándares sociales que hacen permisible el matar?
¿Quién sería matable, según los parámetros mundiales? Si bien la tendencia universal formal es a no matar, hay un antecedente fuerte en el siglo XX, que son los crímenes producidos por el III Reich. Decenas de millones de personas muertas, cuya muerte formó parte de la estrategia integral de guerra y expansión de la cúpula nazi.
La decisión por parte de las potencias vencedoras en los Juicios de Nüremberg fue la ejecución de un grupo muy selecto y representativo de la voluntad exterminadora hitlerista. Pero no fueron ni todos los nazis, ni una mayoría, sino una cúpula simbólica. Y algunos, misteriosamente, se escaparon. Sólo a lo más siniestro de lo siniestro se decidió darle como castigo la pena de muerte.
Más cerca en el tiempo, y una vez comprobados los crímenes atroces y aberrantes realizados por la dictadura cívico militar en Argentina, en ningún momento en nuestro país se propuso ni se planteó matar a los dictadores, máximos responsables formales del genocidio. No ocurrió tal cosa, a pesar de la conmoción que provocaban las bestialidades planificadas y ejecutadas por los ideólogos y los esbirros de la dictadura.
¿Cómo se pasó de ese criterio de 1983, que consideró que incluso estándares aberrantes de conducta humana como torturas, violaciones, robo de niños y ejecuciones arbitrarias no justificaran la pena de muerte, a la idea circulante en la actualidad en Argentina 2022, de que se puede matar a alguien… porque fue corrupto, o porque representa a sectores pobres sin empleo? ¿Cómo se llegó aquí, qué deslizamiento y degradación de una parte de la opinión pública llevó a este estado de salvajismo ético?
Hay que resaltar que si el crimen de corrupción mereciera la pena de muerte, sorprende que por primera vez se la quiera aplicar a una mujer, y a una mujer que condujo un gobierno que defendió los intereses populares. Son brutales las connotaciones patriarcales y machistas de este episodio.
Pero no hubo pedido de pena de muerte para la corrupción del “Proceso de Reorganización Nacional”, no hubo pedido de pena de muerte para todos los archi-difundidos episodios de corrupción menemista, ni delarruista (la “banelco”). Sólo la furia homicida se despertó, y empezó a cobrar popularidad, y legitimidad, en relación al kirchnerismo y específicamente contra CFK. Furia que vuelve a evaporarse misteriosamente cuando se trata de la corrupción macrista: ahí vuelve el apego a los procedimientos morosos y anti Justicia del poder judicial.
Es evidente que en el caso del kirchnerismo, la “corrupción” funciona como un argumento captable para las masas, fácilmente entendible por un público amplio, para pasar, vía mecanismos de incitación para provocar enfurecimiento y pérdida de capacidad de razonamiento, a la idea de la supresión de Cristina Fernández, como solución “lógica y evidente” a los problemas del país.
Se trata de una campaña planificada y organizada de larga data. No es espontánea, no surge “de la gente”, sino que es impulsada y financiada desde sectores del poder económico con amplia capacidad comunicacional, y que ha contado con asesoramiento y niveles de colaboración importante de potencias extranjeras. Las decenas de periodistas dedicados exclusivamente a la denostación de la expresidenta y al cultivo del odio violento hacia ella y su fuerza política, no son “loquitos sueltos”.
Se trata de una intervención sobre la sociedad argentina, para cumplir por otras vías el objetivo –nuevamente- de suprimir un entramado social que es considerado un obstáculo para los intereses de parte del poder dominante.
La dimensión social de la Democracia
La Democracia que quiso ponerse en marcha en 1983 tenía también una connotación social. El propio Alfonsín lo entendía así. Democracia no era sólo simplemente votar, sino que tenía también un contenido de reforma social, en el que se aspiraba a la no exclusión económica de las personas, a la no exclusión de la vida social, a la no exclusión de las oportunidades de progreso que podía ofrecer una sociedad democrática.
Esa dimensión social era parte integral de la idea de democracia en amplias capas del electorado, aunque hacia el final de la gestión alfonsinista parecía que todo el logro democrático se resumía en que “un Presidente civil le pase la banda presidencial a otro Presidente civil”.
Era poco. Se había vaciado de contenido social, y reflejaba la derrota de un primer intento presidencial con ánimo progresista, que se topó con toda la maquinaria del poder real, crecida al amparo de la dictadura militar.
Sobre el fracaso o disolución del pacto democrático –entendido como un impulso claramente anti autoritario- por efecto de la impotencia política para cambiar la realidad material, se ha discutido poco y nada. El partidismo, el fraccionalismo de bajo nivel, reemplazó a las discusiones políticas sustanciales por reyertas personales y polémicas de baja monta.
Pero se trata de una discusión fundamental, estratégica, que no se puede esperar que el poder fáctico avale o apoye. Discusión cuya inexistencia reposa exclusivamente en la responsabilidad de los partidos de raíz popular, que en vez de abordar ese desafío de autoexamen, prefirieron jibarizar sus ideas y ambiciones, y empobrecer tanto las ideas como las aspiraciones de la sociedad argentina.
Es importante recordar que los programas económicos del PJ y la UCR en 1983 eran muy similares: incluían la mejora del salario real, la reactivación del mercado interno, retomar el rol promotor del Estado, el apoyo a las PyMEs y a las economías regionales, el acotamiento del poder financiero para ponerlo al servicio de la producción, la reindustrialización del país devastado por la apertura económica importadora neoliberal.
No cabe duda de que esas ideas estaban imbuidas de un espíritu democrático que se trasladaba al campo de la economía: no al hambre y a la miseria. Salud y educación para todos.
También eso parecía formar parte de un amplio consenso democrático traspartidario. Creemos que constituye una obligación democrática llegar a una explicación profunda del porqué del fracaso de una intención reparadora que compartía casi al 90% del electorado.
¿Hay espacio para un Pacto Democrático hoy?
Si el Pacto Democrático actual consiste en ponerse de acuerdo en No Matar, es una confesión de que ya se ha perdido la democracia o una noción sustantiva de la democracia. Si al Pacto sólo lo apoya y está interesado en él el kirchnerismo, quiere decir que las otras fuerzas del arco de la derecha son cómplices directas o indirectas en la reintroducción del expediente del asesinato en la práctica política nacional.
Porque en realidad, no toda la sociedad está planteando matar a alguien, sino una minoría, sometida a una incitación constante desde los medios concentrados de la derecha. No hay un solo periodista incitador al crimen que sea un “loquito suelto”. Los editoriales autoritarios de la prensa del establishment no los escriben loquitos sueltos.
La incitación a matar es parte de un vasto operativo de aniquilación, sometimiento, vaciamiento o fragmentación del espacio nacional y popular real.
Es evidente que con quienes están detrás de ese proyecto, para implantar con libertad su Plan de Negocios con la Argentina, no se puede acordar nada democrático. Porque ni siquiera están dispuestos a pactar el “no matarás”, salvo si sus enemigos deciden morirse voluntariamente.
Pero sí hay un amplio espacio para un Pacto Democrático sustancial entre las mayorías nacionales. Hay un programa democrático y popular posible y concreto en un país con las riquezas humanas y materiales de la Argentina.
Hay intereses comunes entre la inmensa mayoría de los argentinos que rechaza la violencia, rechaza el autoritarismo y la prepotencia. También rechaza la explotación y los abusos de los monopolios y otros factores de poder económico, expresados en precios desmesurados, salarios bajos, especulación cambiaria constante.
Quiere estabilidad, previsibilidad, posibilidades de mejora no sólo para minorías.
Existe una amplia mayoría que no quiere que haya miseria ni pobreza generalizada, que quiere un Estado que funcione bien, un Estado eficiente y protector, con buenos servicios públicos y justicia confiable y accesible. No quiere desamparo, no quiere arbitrariedad.
Por el contrario, son los promotores del proyecto minoritario, los violentos, los antidemocráticos, los que no quieren que múltiples fuerzas y espacios converjan hacia ese programa popular, compartido y viable.
Hay un enorme espacio para un Pacto Democrático genuino, profundo, que rompa los límites de lo estrictamente partidario. Ese Pacto en base a un programa popular es perfectamente realizable, a condición de que sepamos leer la historia y aprender de nuestros propios errores.
*Economista y magister en Relaciones Internacionales, investigador docente en la Universidad Nacional de General Sarmiento. Publicado en laletraenerevista.com
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