¿Ha renunciado Occidente a la libertad de expresión?
Thierry Meyssan
Era un debate que ya se creía resuelto. En Occidente se había afirmado que la libertad de expresión era una condición inseparable de la democracia e imprescindible para ella y los Estados occidentales se habían comprometido a no violarla nunca más. Pero Estados Unidos, Reino Unido, Polonia, Italia y Alemania avanzan por el camino de la censura. Hay cosas que no pueden ser dichas.
La libertad de expresión fue una característica de Occidente desde el siglo XVIII. Fue el cimiento sobre el cual se construyó el régimen político respaldado por las clases medias: la democracia. Dejó de ponerse en duda el principio según el cual la voluntad general surgiría del debate entre las opiniones más diversas. Toda violación de esa libertad se veía como un golpe a la resolución de los conflictos por la vía pacífica.
Sin embargo, a principios del siglo XX, cuando Occidente se vio sumido en la guerra, los británicos y posteriormente los estadounidenses no vacilaron en utilizar medios modernos de propaganda no sólo contra sus enemigos sino también frente a sus propios compatriotas.
Los gobiernos supuestamente democráticos instauraban entonces programas destinados a engañar a sus conciudadanos. Al final de aquella guerra, los británicos enorgullecían de su éxito, dejando entrever el posible uso de la propaganda en tiempo de paz. Así que, con el inicio de la Segunda Guerra Mundial, se dio de lado a la democracia y la libertad de expresión, se reactivó la propaganda, primeramente en Italia y en Alemania y después en todo Occidente.
Hace ahora 75 años que los gobiernos de Occidente juran que defienden sus «valores» y que ya no usan la propaganda interna.
Como en los años 1930, el sistema capitalista actual se ve amenazado por el recrudecimiento de las desigualdades entre los electores. Pero eso está sucediente ahora de una manera nunca vista anteriormente. En medio de la crisis de 1929, el industrial Henry Ford que la remuneración de un patrón no debía exceder en 40 veces el salario de uno de sus obreros y hoy resulta que Elon Musk gana 38 millones y medio de veces el salario de algunos de sus empleados estadounidenses. Ante tal desigualdad, el principio democrático de «un hombre, un voto» ya no tiene absolutamente nada que ver con la realidad.
Es en ese contexto que Occidente cuestiona en la práctica la libertad de expresión. Las redes sociales, principalmente Facebook y Twitter, han aplicado la censura contra gobiernos e incluso contra un presidente estadounidenses en funciones. Pero al hacerlo no estaban violando la Constitución ya que esta garantiza la libertad de expresión únicamente frente a los abusos del poder político.
Por cierto, que Elon Musk haya comprado Twitter y que ahora diga que quiere convertir esa plataforma numérica en una red libre no cambia nada de lo sucedido. La idea de que “hay cosas que no pueden decirse” ya está incrustada en las mentes.
Los intelectuales perciben que el cambio de régimen económico y política que ya está en marcha. Y en los últimos año, muchos de esos intelectuales se han convertido en repetidores del poder, ya sea este financiero o político, abandonando así su función de críticos.
Sea cual sea la evolución ulterior, esos intelectuales estarán siempre del lado del mango, nunca bajo el martillo. Hace 6 años que nos hablan constantemente de las fake news, o sea de la información sesgada, y nos repiten que es necesario controlar lo que la gente dice o escribe. Ese discurso establece una diferencia entre quienes están “del lado de la verdad” y quienes supuestamente dicen y escriben cosas “equivocadas”. Ese discurso niega el principio de la igualdad democrática.
Metidos hasta el cuello en la trampa de Tucídides, los anglosajones desataron la guerra civil en Ucrania y crearon la situación que obligó a Rusia a intervenir en ese país para poner fin a esa guerra civil. Poco a poco, Occidente va implicándose más y mas en la guerra –en el sentido militar– contra Rusia y, en el sentido económico, contra China. Han sido desmentidos todos los principios que decían no era posible guerrear contra potencias con las que se mantenían intensos intercambios económicos. Al igual que durante las dos guerras mundiales, el mundo se ve dividido en dos bandos, que se alejan cada vez más uno del otro.
Y también puede verse en Occidente el regreso a la propaganda.
Durante la elección presidencial estadounidense de 2020 se puso en duda la honestidad del conteo de los votos. El Congreso declaró vencedor a Joe Biden, pero en realidad nadie sabe quién ganó esa elección.
Como sucedió en el año 2000, durante la elección disputada entre George W. Bush y Al Gore, es simplemente imposible recurrir a un nuevo conteo de los votos, el problema ya ni siquiera es ese sino que en muchos lugares los votos se contaron a puertas cerradas. Incluso si aceptásemos que quizás nadie recurrió al fraude aún quedaría un problema fundamental: no hubo transparencia en la elección y la transparencia es un elemento fundamental de la democracia.
Basta recordar que en la elección estadounidense del 2000 (con Bush y Gore como contendientes) la Corte Suprema de Estados Unidos suspendió el nuevo conteo de los votos alegando que la Constitución de ese país no estipula que la elección del presidente de Estados Unidos depende del sufragio directo sino que depende de la voluntad de cada Estado. Según ese principio, las instancias federales no tenían nada que decir sobre la designación del vencedor en el Estado de la Florida.
Ahora, ante cualquier otro debate, las elecciones de medio mandato se ven por lo tanto profundamente marcadas por la cuestión del no respeto de los procedimientos democráticos por parte del bando de los «demócratas».
La propaganda en Estados Unidos
Estados Unidos dispone de un Global Engagement Center (GEC o “Centro de Compromiso Global”), una estructura que, en el seno del Departamento de Estado, se dedica a coordinar los discursos oficiales de los aliados de Washington. También dentro del Departamento de Estado hay un subsecretario a cargo de la propaganda estadounidense en el extranjero, denominada Public Diplomacy and Public Affairs (“Diplomacia Pública y Asuntos Públicos”).
Pero en abril de 2022, se inició una nueva fase de este despliegue cuando el «presidente proclamado», Joe Biden, tomó a su servicio una especialista de la propaganda: Nina Jankowicz.
El secretario de Seguridad de la Patria, el ex juez Alejandro Mayorkas, creó una Disinformation Governance Board (“Junta de Gobierno de Desinformación”), cuya presidencia puso en manos de Nina Jankowicz. Se trataba ni más ni menos que de reinstaurar el aparato de desinformación creado en 1917 por el presidente Woodrow Wilson.
A Nina Jankowicz la presentan como una joven investigadora, especialista de la «desinformación rusa». En realidad, era una empleada del National Democratic Institute de Madeleine Albright, encargada de defender los intereses de la familia Biden en Ucrania.
Esta encantadora dama trabajó en el equipo del candidato Volodimir Zelenski, actual presidente de Ucrania [3] y, en plena guerra civil ucraniana, estuvo al servicio de Pavlo Klimkin, el ministro de Exteriores del Petro Porochenko, el anterior presidente ucraniano. Nina Jankowicz se oponía entonces a los acuerdos de Minsk, a pesar de que el Consejo de Seguridad de la ONU había dado su aval a esos acuerdos.
Durante su larga estancia en Ucrania, Nina Jankowicz elaboró una teoría la “desinformación rusa”, tema al que dedicó un libro titulado “Cómo perder la guerra de la información: Rusia, las noticias falsas y el futuro del conflicto” (How to Lose the Information War: Russia, Fake News, and the Future of Conflict).
Sin mencionar la realidad de la guerra civil y sus 20 000 muertos, Nina Jankowicz repetía en su libro todos los clichés actuales sobre los “malvados rusos” que querían extender su imperio al Donbass mintiendo a los europeos.
En aquel tiempo, Nina Jankowicz utilizaba la asociación ucraniana StopFake, generosamente subvencionada la National Endowment for Democracy (NED) –o sea, por la CIA–, por el gobierno británico y por el omnipresente George Soros, para hacer creer que el putsch de la plaza Maidan era una revolución popular
En el siguiente video, Nina Jankowicz sigue mintiendo y canta loas a los nacionalistas integristas de la milicia Aidar –públicamente denunciados como torturadores por Amnistía Internacional–, de Dnipro-1 y, por supuesto, del batallón Azov.
En 2018, Nina Jankowicz defendió también a la milicia nazi C14 asegurando que sus miembros no habían realizado pogromos contra los gitanos y que todo eso era… “desinformación rusa”.
En Estados Unidos, esta experta en mentiras volvió a mentir nuevamente sobre las acusaciones de traición contra Donald Trump (el exprediente Steele) y al negar los delitos cometidos por Hunter Biden, el hijo del presidente Joe Biden. Nina Jankowicz llegó incluso a decir el ordenador de Hunter Biden –dispositivo que está en manos del FBI– también era una «invención rusa».
Pero algunas minutas de una región en el seno de la Cybersecurity and Infrastructure Security Agency (CISA) –una agencia del Departamento de Seguridad (Homeland Security) muestra que esa estructura sigue existiendo bajo otra forma.
Además, el inspector general de la administración estadounidense afirma que la función de esa “Junta” sigue siendo necesaria.
La propaganda en Reino Unido
Los británicos, por su parte, han preferido apoyarse en una “asociación” –el Institute for Strategic Dialogue– que se encarga de hacer en lugar del gobierno lo que el gobierno quiere hacer sin tener que cargar con la responsabilidad.
El Institute for Strategic Dialogue (ISD) es un “tanque pensante” creado por lord George Weidenfeld, Barón de Weidenfeld –un «sionista inflexible», según sus propias palabras– supuestamente consagrado a la lucha contra el extremismo. Pero en realidad se dedica a la divulgación de mentiras con intenciones de enterrar verdades incuestionables. El ISD redacta informes, por iniciativa propia o a pedido de los gobiernos europeos que lo financian.
¡Importante! Lo que “es verdad” para los británicos –los verdaderos inventores de la propaganda moderna– también lo es para el resto de Europa.
Polonia
En febrero de este año, o sea desde el inicio de la intervención rusa en Ucrania, el Consejo de Defensa polaco ordenó a la firma francesa Orange –principal proveedora de acceso a internet en Polonia– censurar de inmediato varios sitios web, incluyendo el nuestro, Red Voltaire (Voltairenet.org).
Aunque nos pusimos en contacto con Orange, esa compañía francesa no quiso entregarnos la orden que las autoridades polacas le enviaron. Y cuando nos dirigimos directamente a las autoridades polacas, estas no contestaron. Según los tratados aprobados en el marco de la Unión Europea, el Consejo de Defensa puede imponer una censura militar… únicamente cuando tal medida es necesaria para proteger la seguridad nacional.
En marzo, el diario Corriere della Sera reveló la existencia de un programa gubernamental de vigilancia sobre las personalidades catalogadas como “prorrusas”.
La agencia de prensa ANSA incluso publicó una edición del Hybrid Bulletin que el Dipartimento delle Informazioni per la Sicurezza (Departamento de Información para la Seguridad) dedicó a ese programa gubernamental de espionaje interno
Alemania
En Alemania, la socialdemócrata Nancy Fraeser, ministro del Interior, también creó un órgano de control. Yendo mucho más lejos que los demás la señora Fraeser dio como misión a ese órgano «armonizar las noticias» en los medios. Desde hace meses, la ministro del Interior viene haciendo reuniones –en el mayor secreto– con los dueños de los grandes medios de prensa, reuniones donde les explica lo que no debe publicarse.
Es importante recordar que Italia y Alemania son países que vivieron una cruel experiencia de la censura bajo el fascismo y el nazismo, lo cual hace que sea todavía más preocupante ver que marchan nuevamente por ese camino.
Las mismas causas producen siempre los mismos efectos, así que no es sorprendente que Italia y Alemania hayan votado, en la Asamblea General de la ONU, contra una resolución de condena al nazismo.
*Periodista y activista político francés, autor de investigaciones sobre la extrema derecha, director de la red Voltaire.
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