DOSSIER: La izquierda ante la invasión a Ucrania

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Mantener el timón con firmeza

La guerra de Rusia y Ucrania, Internet y las redes socialesRaúl Zibechi

Es en los momentos más difíciles y complejos cuando se pone a prueba la ética. Cuando guiarse por lo correcto, y no por lo que conviene, es una cuesta arriba tan necesario como agotador que, además, no rinde en los medios.

En los períodos de caos sistémico, es más importante que nunca “mantener con firmeza el timón”, nos alertaba Immanuel Wallerstein. Se refería a no ceder ante la tentación de las generalizaciones, o del universalismo, pero tampoco dejarse atrapar en los detalles, en la tendencia a ver sólo la coyuntura desgajada del contexto. De alguna manera, era un llamado al equilibrio analítico, en momentos en los cuales a la natural complejidad socio-histórica se le suma la dificultad de “manejar un bote en aguas turbulentas”, como señala el sociólogo.

La izquierda global, esa amalgama contradictoria en la que se pueden incluir gobiernos de izquierda y progresistas, partidos políticos, movimientos sociales e intelectuales de referencia, se ha expresado estos días con los más diversos matices. Se trata de algo más que la falta de  unanimidad, algo realmente saludable: estamos ante la inexistencia de valores comunes, más allá de un casi generalizado y abstracto rechazo a la guerra.

Los pronunciamientos de la izquierda latinoamericana repiten, más o menos, los mismos argumentos que se han venido desplegando en los últimos años, en particular desde que levantara vuelo el proceso bolivariano en Venezuela.

De ese modo, los gobiernos de Nicaragua, Cuba y Venezuela apoyan de manera directa a Rusia, acusando a Occidente de “doble rasero” al no tener en cuenta los argumentos de Moscú de que está sufriendo un cerco militar. “No es posible conseguir la paz cercando y acorralando a los estados”, señaló el embajador de Cuba ante la ONU.

La reacción del gobierno de Bolivia, aunque parcialmente contradictoria, mostró coherencia en el pleno del organismo internacional. El embajador Diego Pary leyó parte del artículo 10 de la Constitución donde afirma que “Bolivia es un Estado constitucionalmente pacifista y rechaza toda guerra de agresión o amenaza de agresión como instrumento de solución a los diferendos y conflictos entre Estados”. Por esa razón, Pary rechazo todas las invasiones y acciones unilaterales sucedidas en la historia reciente. “Ejemplo de ello es Afganistán, Irak, Libia, Siria, Palestina y hoy, Ucrania”, señaló el diplomático que luego no acompañó la declaración de condena a la invasión.

El principal referente del progresismo latinoamericano, Lula da Silva, se limitó a una condena general a la guerra en su visita a Ciudad de México: “Gobernantes, bajen las armas, siéntense en la mesa de negociaciones y encuentren la salida del problema que los llevó a la guerra’”. Sus palabras contra la invasión fueron muy tibias y poco claras, quizá porque el presidente Jai Bolsonaro, su principal contrincante en las elecciones de noviembre, propuso la neutralidad ante la guerra. “No tomaremos partido, seguiremos siendo neutrales, y ayudaremos con lo que sea posible“, dijo Bolsonaro y llegó a desautorizar a su vice, Hamilton Mourao, quien se opuso al avance ruso en Ucrania.

Sin embargo, la mayoría de los análisis provienen estos días de periodistas e intelectuales que han mostrado un abanico enorme de colores y matices que pueden mostrar, además de la diversidad, cierto desconcierto.

No es cierto, como señala Jorge Majfud en Rebelion, que “la izquierda mundial apoya a Putin”; menos aún que lo haga por “su astuta y poderosa respuesta a la hegemonía económica y militar de Occidente”. En el sector pro-ruso de la izquierda, el rechazo a Estados Unidos es tan fuerte que no abre espacio para cuestionar a quienes hoy están haciendo algo muy similar a lo que hizo el imperio durante más de un siglo.

En Página 12, Atilio Borón tampoco se pronunció contra la invasión rusa, esgrimiendo que “las apariencias no siempre revelan la esencia de las cosas, y lo que a primera vista parece ser una cosa —una invasión— mirada desde otra perspectiva y teniendo en cuenta los datos del contexto puede ser algo completamente distinto”. Esbozó un argumento acertado, pero insostenible porque su lógica exculpa a los invasores: “La operación militar lanzada contra Ucrania es la consecuencia lógica de una injusta situación política”.

El periodista Ignacio Ramonet, en Telesur, abrevó en la misma lectura al confluir en su defensa de Rusia, al destacar la responsabilidad occidental en la crisis, por no haber aceptado las garantías exigidas por Moscú de que “no van a llegar al territorio de Ucrania, a la frontera con Rusia, armas nucleares que van a poner en peligro la seguridad de Rusia”.

De algún modo, este tipo de posicionamientos, tan habituales en América Latina, parecen relacionados con un enfoque extemporáneo, como han señalado Santiago Alba Rico, Volodymyr Artiukh y Rafael Sánchez Cedillo, entre otros.

En efecto, las consignas que lucían acertadas cuando la invasión a Irak en 2003, suenan ahora desenfocadas. “Explicar todo por Estados Unidos no nos ayuda en absoluto”, señala Artiukh. Entre otras cosas, porque en este período de decadencia de la hegemonía estadounidense y de caos sistémico, la guerra, o mejor aún, la fuerza bruta, la emplean también potencias medianas como Arabia Saudí, Irán y Turquía en Yemen, Siria y Kurdistán, como apunta Alba Rico.

Noam Chomsky fue mucho más claro en una entrevista con Truthout. Comienza señalando que “la invasión rusa de Ucrania es un grave crimen de guerra comparable a la invasión estadounidense de Irak y a la invasión de Polonia por parte de Hitler-Stalin en septiembre de 1939, por poner sólo dos ejemplos relevantes”. Luego de destacar que las explicaciones no pueden justificar la invasión, desglosa las responsabilidades occidentales y de estados Unidos en particular: “La crisis se ha estado gestando durante 25 años mientras Estados Unidos menospreciaba de un modo despectivo las inquietudes rusas en materia de seguridad, en particular sus claras líneas rojas: Georgia y especialmente Ucrania”.

Desde los movimientos populares lo más esclarecedor ha sido el comunicado del EZLN titulado “No habrá paisaje después de la batalla”. En seis breves puntos toma partido por las y los de abajo, y rechaza posicionarse desde los estados  y el capital (ruso, occidental o el que sea). “Hay una fuerza agresora, el ejército ruso”. Luego denuncia al gran capital y toma partido por los pueblos de Rusia y Ucrania. “Como zapatistas que somos no apoyamos a uno ni a otro Estado, sino a quienes luchan por la vida en contra del sistema”.

Luego denuncia a quienes creen que hay invasiones buenas y malas, critica el papel de los grandes medios y, finalmente, abraza a quienes desde abajo resisten en Ucrania y se manifiestan en Rusia. “Hay que parar ya la guerra. Si se mantiene y, como es de prever, escala, entonces tal vez no habrá quien dé cuenta del paisaje después de la batalla”, finaliza el texto firmado por los subcomandantes Mosiés y Galeano.

Una política sin ética, guiada por cálculos, nos lleva siempre a un callejón sin salida: luchar para reproducir las mismas opresiones que se combatían

Después de leer

Luego de haber leído y escuchado gran cantidad de análisis sobre la invasión rusa, se acumulan las preguntas: ¿Es tan difícil tomar una posición de principios contra la guerra y denunciar al agresor? ¿Cada declaración y cada análisis deben poner en primer término al “enemigo principal” (Estados Unidos), dejando a un lado al “enemigo secundario”? ¿No es ésta la política que rechazan las feministas cuando nos dicen que no hay una lucha primera (la revolución socialista) que luego resolverá las demás contradicciones?

Es en los momentos más difíciles y complejos cuando se pone a prueba la ética. Cuando guiarse por lo correcto, y no por lo que conviene, es un cuesta arriba tan necesario como agotador que, además, no rinde en los medios.

Una política sin ética, guiada por cálculos, nos lleva siempre a un callejón sin salida: luchar para reproducir las mismas opresiones que se combatían.

En su último “Comentario”, Wallerstein nos dejó a modo de legado, días antes de su muerte, una frase de esas que nos dejan masticando largo tiempo. Conociendo su trayectoria, tengo la certeza de que aprendió mucho de los pueblos con los que se comprometió: “Lo que puedan hacer quienes vivan en el futuro es luchar consigo mismos para que este cambio sí sea uno real”.

¿Qué nos quiso decir con “luchar consigo mismos”?

* Periodista, escritor y pensador-activista uruguayo, dedicado al trabajo con movimientos sociales en América Latina.

 

Porqué buena parte de la izquierda apoya a Putin

Por qué cada vez más políticos de Occidente se sienten atraídos hacia Vladimir Putin? - BBC News MundoJorge Majfud

Aparte de sus razones para intervenir en Ucrania, el presidente ruso Vladimir Putin es un desafío ideológico para los estándares del siglo XX. Conservador, pero antinazi. Capitalista a su manera.

El hecho de que la izquierda mundial lo apoye radica en su astuta y poderosa respuesta a la hegemonía económica y militar de Occidente. Plantarle cara a una arrogancia de varios siglos en nombre de la democracia y la libertad, no es poca cosa. Democracia y libertad que los países invadidos por las superpotencias occidentales nunca vieron. Todo lo contrario.

Al igual que en tiempos de la esclavitud, cuando los demócratas sureños de Estados Unidos le robaban territorios a México para expandir este sistema deshumanizador, se lo hacía siempre en nombre de la civilización y la libertad. Lo mismo ocurrió a partir de su abolición legal: a lo largo de todo el siglo XX, en nombre de la libertad y la democracia, se regaron por todos los continentes invasiones, golpes de Estado y dictaduras amigas. Más recientemente, la lucha por los Derechos Humanos se agregó al brevísimo menú de ideoléxicos positivos y, al mismo tiempo, criminales.

Si en Europa y Estados Unidos hubo algo de libertad, democracia y derechos humanos (bastante más que en las colonias y neocolonias amigas y funcionales a sus intereses económicos) no fue por ninguna de las brutales y arrogantes intervenciones militares y bloqueos económicos a países desalineados.

Bastaría con considerar que la guerra de Vietnam, “para proteger nuestras libertades” como repiten muchos en Estados Unidos, fue una costosa pero escandalosa derrota. Excepto en las películas y en el discurso social. Aparte de otro fiasco de la mayor potencia militar y de los millones de vietnamitas masacrados bajo 7.5 millones de toneladas de bombas y otras tantas toneladas de Agente Naranja, ningún estadounidense perdió ninguna “libertad”.

Por el contrario, ganaron unas cuantas. Las únicas libertades concretas que fueron conquistadas, fueron el resultado de la lucha de los demonizados, antipatriotas activistas por los Derechos Civiles, como el socialista (shhh, don’t say it) Martin Luther King o el rebelde boxeador y antibelicista Mohammed Alí (“No iré a matar gente al otro lado del mundo; mis enemigos no son los vietnamitas sino ustedes, blancos opresores”).

En todos y cada uno de los casos en que Occidente ganó alguna nueva libertad (“igual-libertad”, no la libertad del esclavista para esclavizar al resto) fue por los demonizados movimientos de izquierda, las heroicas movilizaciones de los de abajo, cuyos logros fueron sistemáticamente secuestrados por los conservadores, cuando ya no había vuelta atrás o la reivindicación de volver atrás, a “los viejos buenos tiempos” de los conservadores tenía que esperar a que la propaganda de los de arriba, de los del centro, hiciera algún efecto en los de abajo, en los de la periferia.

Creo que esta lógica histórica explica las aparentes contradicciones ideológicas en un evento que ahora conmueve al mundo, como lo es la intervención militar de Rusia en Ucrania. Lo del principio: aparte de las razones de Putin para intervenir (la expansion de la OTAN, las matanzas en Donbass) el significado de la intervención posee profundas raíces históricas a nivel global y una señal de que nos aproximamos a la Trampa de Tucídides –-pero sobre esto ya nos hemos ocupado desde hace un par de décadas.

*Escritor y traductor uruguayo, radicado en Estados Unidos

Escenario de las disputas mundiales

Paula Giménez y Matías Caciabue*

El enfrentamiento bélico que se desarrolla en Ucrania, guarda estrecha relación con el carácter profundamente contradictorio de la crisis orgánica y estructural que atraviesa el sistema capitalista, acentuada desde la Pandemia. Ucrania es, también en ese marco, el escenario de las disputas mundiales.

Observamos que la cuarta revolución industrial modificó la estructura productiva mundial, aceleró los tiempos sociales de producción y acortó los tiempos de circulación de las mercancías (incluyendo la fuerza de trabajo). Este acortamiento deviene en una disminución en el tiempo social de producción que asume un carácter estratégico, ya que la esfera de la circulación, por definición, es un momento de desvalorización del sistema.

Este desarrollo de las fuerzas productivas trajo aparejada la consolidación de una nueva “Aristocracia Financiera y Tecnológica”, que va tejiendo un entramado de redes productivas y cadenas de suministros que pasan de un momento productivo de carácter más vertical, a un momento productivo más horizontal, dominando centralmente los puntos estratégicos de la cadenas de valor (como la industria de chips y semiconductores) sumado a una base de producción global común para todas las producciones. Dicha base fue variando en la historia de la humanidad: en el feudalismo fue la tierra, en el capitalismo fue la máquina, en esta fase son las plataformas digitales, creadas, controladas y dominadas por esta Nueva Aristocracia.

Sin embargo, esta revolución en la estructura económica productiva pareciera expresar un desfasaje de tiempos en relación a la superestructura jurídica, política e institucional a nivel mundial. En otras palabras, la revolución tecnológica no termina de reflejarse en la dimensión política y entra en franca contradicción.

Asistimos, entonces, a una nueva dinámica en las relaciones de poder, donde lo nuevo aparece como oculto, secundario, y lo viejo se muestra como escena principal del conflicto, apareciendo como fetiche. Parafraseando a Gramsci, lo viejo no termina de morir y lo nuevo no termina de nacer.

El telón de fondo del conflicto en Ucrania es la guerra interimperialista

Una lectura del conflicto sólo desde la dimensión militar, también está desfasada de las transformaciones antes mencionadas. La competencia y las luchas por controlar los tiempos sociales de producción por un lado y por imponer los resortes estructurales de un nuevo orden, por otro, llevan a que cada bloque de poder utilice todo lo que está a su alcance para cumplir su objetivo.

Si la guerra es la continuación de la política por otros medios, esta guerra se expresa como apariencia de una guerra más profunda, por la imposición y conformación de un nuevo orden mundial. Nos encontramos transitando hacia un momento estratégico-militar en la lucha interimperialista, que se presenta como guerra convencional, pero de fondo es una guerra multidimensional.

Para comprenderlo, es necesario partir de la crisis del 2008, donde el Imperio Angloamericano entró en una decadencia política y económica sin precedentes. La crisis orgánica, profunda, tenía como última razón, el direccionamiento de inversiones de los propios capitales angloamericanos, francamente transnacionalizados desde inicios de la década de 1970, desde el eje Atlántico-Occidental al eje Pacifico-Oriental.

En paralelo, el proceso de desarrollo productivo, a través de la innovación científico tecnológica, logró lentamente pasar de la fase analógica a la fase de digitalización, impulsando el desarrollo de lo que se conoce como cuarta revolución industrial, acelerando enormemente los tiempos sociales de producción y apalancando la financiarización exponencial de la economía.

Mientras tanto en el seno de los Estados Unidos, esta crisis tuvo enormes consecuencias; los actores del núcleo angloamericano ingresaron en una guerra interna, que se asemeja a la Guerra de Secesión, donde ambas fuerzas son incapaces de expresar sus voluntades.

La salida de los Estados Unidos de Afganistán, después de 20 años de conflicto armado, y la evidente subsidiariedad del Comando Central de las Fuerzas Armadas norteamericanas (USCENTCOM) para la derrota del ISIS en Siria (en manos de la Federación de Rusia, las fuerzas de Bashar Al-Assad y las autodefensas kurdas), dicen que en territorio norteamericano, las cosas no están bien.

Queda claro entonces, que luego de la crisis de 2008 hubo realineamientos de actores que dieron como resultado la emergencia de  dos alianzas que asumieron carácter de contradicción principal. Una alianza inicialmente conformada por China y Rusia, y por otro lado, la alianza desarrollada por Estados Unidos, Reino Unido, Australia y Japón. En términos supranacionales, esta contradicción se puede reflejar, entre la Organización para la Cooperación de Shanghai (OCS) y el Grupo de los Siete (G7), siempre bajo iniciativa angloamericana, algo evidenciado en la reciente conformación de la alianza militar AUKUS (Au, UK, US).

Tras la Pandemia, este 2022 puso en evidencia un segundo momento estratégico de la contradicción principal. Nos referimos a una alianza incipiente, pero que transcurría a paso firme entre China, Rusia y el proyecto estratégico Germano-Francés que conduce a la Unión Europea. Recordemos la participación de empresas transnacionales francesas, alemanas e italianas en el desarrollo del  sector energético ruso, donde se calcula que ya invirtieron más de 70.000 millones de dólares. Este segundo momento es el que se terminaría de confirmar con la inauguración del North Stream II, un gasoducto submarino de 1200 km que conecta el gas del norte de Rusia con el corazón industrial de Europa.

Fueron estos acercamientos, los que generaron preocupación en el gran capital angloamericano. La puesta en marcha de ese gasoducto aumentaría la dependencia energética de la UE con Rusia, que actualmente ya provee el 40% del gas total consumido en el viejo continente. Tal dependencia obliga al desarrollo de mecanismos de integración económica, donde Moscú se convierte en la bisagra de la unidad euroasiática, el puente entre China y Europa.

En ese marco, Joe Biden desplegó su política multilateral, “reparadora” del unilateralismo trumpista. Brindó señales de querer conducir y repartir el mundo desde el G7, planteó la antinomia “democracia-autocracias” y golpeó sobre Rusia para que alemanes y franceses aceptaran la incorporación de Ucrania a la OTAN, una solicitud que el presidente Voldomir Zelenski, de ideología libertaria, había vuelto a formalizar en febrero de 2021.

Se podría afirmar que Biden tomó medidas estratégicas pero no de carácter directo, sino indirecto. Es decir, se utiliza un “pivote geopolítico”, en este caso Ucrania, para enfrentar a un “jugador estratégico”, tal como afirma el estratega globalista más importante de los últimos tiempos, Zbigniew Brzezinski.

¿Por qué avanzó Rusia sobre Ucrania? 

Antes de preguntarnos por Ucrania deberíamos intentar responder por qué Rusia está afrontando un enfrentamiento de carácter interimperialista.

Está claro que la respuesta es multicausal, pero principalmente tiene carácter histórico y estratégico: históricamente Rusia fue derrotada y estratégicamente es el más débil de los tres “jugadores estratégicos”. Por fuera de su complejo industrial-militar, el país sólo es una potencia energética. Rusia es un actor rezagado en los tableros tecnológico y comercial.

A esto se suma que la Unión Europea es, para el núcleo de poder angloamericano, la base estratégica que le garantiza seguir en carrera en la pelea por la nueva arquitectura global y, por qué no, por un nuevo momento hegemónico. En su primer discurso ante el Congreso, Biden fue claro: “Estamos en competencia con China y otros países para ganar el siglo XXI”.

El constante incumplimiento de los Acuerdos de Minsk (I y II) por parte de los Estados Unidos y la OTAN, desde su firma en 2014 luego del conflicto por el control de Crimea, han mantenido en alerta a la cautelosa Rusia. La finalización de la megaobra del gasoducto North Stream II actuó como “hecho maldito”, para que la presión se incremente y aparezca sobre la agenda la posibilidad de que Ucrania finalmente se incorpore a la alianza militar noratlántica.

Como expresión de la guerra multidimensional, adquiere particular importancia la violencia ejercida por grupos paramilitares neofascistas, del ultranacionalismo ucraniano (que el propio presidente Zelenski personifica), sobre los habitantes de la región histórica y cultural del Donbass ubicado en el este del país, habitado mayoritariamente por rusoparlantes. Esa violencia sistemática desencadenó una guerra civil, un conflicto armado de “baja” intensidad, a la que hicieron vista gorda desde Kiev y que ya cuenta más de 15 mil muertos en ocho años.

Ante esta ininterrumpida provocación por parte Kiev, ahora con el beneplácito de Biden y la OTAN, la Federación de Rusia acude a su Doctrina de Defensa Nacional establecida en 1993, la cual contempla “operaciones militares especiales” para protección de minorías rusas en países fronterizos. Moscú actuó militarmente de esa manera en 2008 en la República de Georgia para defender la región rusohablante de Osetia del Sur, de los ataques lanzados por Tiflis, capital de dicho país, con pretensiones de sumarse a la OTAN.

El conflicto con Ucrania, que inició en 2014 por Crimea, y que ahora vuelve a estallar por el Donbass, tiene el mismo marco. Por su naturaleza operacional, la misma no deja de ser una “operación militar especial” de gran escala. La acción militar rusa no se limitó a asistir militarmente a las recién reconocidas Repúblicas Populares de Donetsk y Lugansk, los dos Oblast ucranianos (provincias) con asiento en la región del Donbass. Putin fue más allá y decidió avanzar desde Crimea, Bielorrusia y el oeste para atacar a más de 1000 objetivos militares ucranianos en poco más de 72 horas.

Tal acción le dió marco al primer momento del conflicto armado. Cual “blitzkrieg” (guerra relámpago), Rusia derrotó militarmente, por ahora, a Ucrania. La acción pudo haberse justificado en que Moscú no quiso quedar atrapado en un conflicto transfronterizo en el Donbass. En otras palabras, Putin no quiso la instalación de un conflicto armado permanente en su frontera suroccidental. Quiere llegar a Kiev para sentarse a negociar y evitar que se termine de configurar en su frontera un teatro de operaciones similar al escenario sirio.

Pero, en ese extraordinario avance, del “primer momento” del conflicto armado, Rusia ve rápidamente despertar las fuerzas que buscan su derrota. Ante la presión de la OTAN sobre Europa, Putin comienza a perder relaciones de fuerza. Estados Unidos logró encolumnar tras de sí a Europa, cuando Alemania decide suspender la inauguración del gasoducto y luego acepta quitar a ciertas corporaciones financieras rusas del SWIFT, el sistema encargado de la comunicación interbancaria mundial, excepto, obviamente el Banco de Gazprom.

Si bien el Kremlin insinúa anexar Ucrania, es claro que no lo va a hacer. Avanza hasta Kiev para jugar una retirada exitosa, para quedarse con el control directo o indirecto del Donbass y, con ello, de todo el Mar Negro. Esto le permitiría correr un poco las fronteras y seguir manejando estratégicamente la región.

Luego de la acción del pivote geopolítico, es decir, luego de la decisión de Putin de accionar sobre Ucrania para defenderse, ocurre un “segundo momento” que tiene que ver con el alineamiento de Alemania en la OTAN. Esto tendrá un doble efecto: enfrentar a Europa con Rusia y condicionar los movimientos de Alemania para el futuro. Estas maniobras, de carácter estratégico, son las centrales para el desarrollo del conflicto, que llevaron a Rusia a responder con una celeridad nunca vista y, hasta cierto punto, inesperada.

La OTAN avanza porque “huele” una eventual derrota de Rusia. ¿Por qué? Porque China actúa de manera vacilante, probablemente porque teme la aceleración de los tiempos de su enfrentamiento con EEUU por el dominio mundial, algo para lo que Xi Jinping asumió que todavía no están preparados. El envío de armamento de Alemania a Ucrania es una acción decisiva, dado que finalmente Estados Unidos posiciona a la conducción de la Unión Europea contra Rusia, alejando la amenaza estratégica de la “integración euroasiática”.

Las respuestas rusas tienen también dos momentos. El primero, disuasión, para luego actuar con carácter sorpresivo. Lleva adelante la doctrina rusa, que confiere a las fuerzas armadas “misiones especiales” de protección de los derechos de las minorías rusas. El segundo, ya empujado por las maniobras de la OTAN, fundamentalmente luego del alineamiento de Alemania y la asistencia directa a Ucrania de los países de Europa del Este (Polonia, Bulgaria, Letonia, entre otros), avanzar ya no solo con operaciones especiales, si no con vistas a tomar Kiev, para que poder, en caso de negociación, tener mejores condiciones para salvaguardar los territorios estratégicos de Dombas, de Crimea y, por qué no, de Transnistria.

Del lado ucraniano, las acciones militares por ahora no pueden imponerse sobre el poderío ruso. La OTAN lo sabe, pero se niega a ingresar de manera directa a Ucrania para no desacreditar el relato internacional sobre la avanzada rusa. Pese a las enormes presiones, pareciera que los gobiernos de Francia y España se niegan a escalar el conflicto hasta convertirlo en una guerra mundial, donde los bandos en conflicto tienen armas nucleares y la famosa “destrucción mutua asegurada”. No por nada, el 4 de marzo Zelenski condenó a la OTAN por la falta de acción para proteger a la población ucraniana, declarando que “la muerte de todas las personas fallecidas, a partir de hoy, será también su culpa”.

Por ahora, las apuestas están por la colocación de contingentes mercenarios en territorio ucraniano, ahora disfrazados de más de 16 mil “voluntarios”, y por la ampliación desmedida de las tácticas del soft power, con el mundo entero como “teatro de operaciones”. No por nada el gobierno de la Federación de Rusia determinó el bloqueo de Facebook y de Twitter en su territorio.

Dos momentos, dos escenarios 

Dos momentos que se yuxtaponen. El primero, con Rusia lanzando una “operación militar especial” de gran escala. El segundo, la OTAN contragolpeando ante la suspensión de la puesta en marcha del gasoducto North Stream II por parte de Alemania y la distancia que China tiene sobre el conflicto. Son esos momentos los que determinan la existencia de dos posibles escenarios futuribles para la guerra en Ucrania.

El primero de ellos, y el más probable, es al que podríamos definir como el “repliegue victorioso de Rusia”. Moscú retrocede desde Kiev para hacerse del control del Donbass, de manera directa, federando las dos Repúblicas Independiente de Donetsk y Lugansk, o indirecta, consiguiendo que Ucrania las reconozca como Regiones Autónomas (algo similar al Kurdistán Iraquí). El escenario se completa con el freno a las aspiraciones de Zelinski de que Ucrania ingrese a la OTAN. Como posible carta de negociación, el Kremlin permite el ingreso de la Unión Europea al país. Al fin de cuentas, Rusia tiene enormes intereses económicos por sostener y desarrollar con Europa y, si su posición de fuerza lo permite, avanzaría con desdolarizar el comercio.

El segundo de los escenarios, y el menos probable, es aquel que se impone con un “occidente” ordenado y con China no jugando a tiempo un papel activo. Allí, la Unión Europea decide escalar la guerra, ingresando formalmente a territorio ucraniano para combatir el despliegue de las fuerzas armadas rusas. Estados Unidos haría su ingreso sólo si logra que China participe del mismo. No faltarán las provocaciones sobre Taiwán y el mar meridional para conseguirlo. Si todo eso ocurre, estaríamos hablando del primer conflicto armado interimperialista de carácter estratégico en territorio europeo desde 1945, es decir, la Tercera Guerra Mundial.

* * Paula Giménez es psicóloga y Magister en Seguridad y Defensa de la Nación y en Seguridad Internacional y Estudios Estratégicos. Matías Caciabue es politólogo y Secretario General de la Universidad de la Defensa Nacional, UNDEF en Argentina. Ambos son Investigadores del Centro Latinoamericano de Análisis Estratégico (CLAE)

 

No hay «campo antimperialista»

En medio del conflicto: Tiktoker ucraniana publica tutorial para conducir un tanque ruso

Valerio Arcary

La guerra actual tiene varias dimensiones. La izquierda debe denunciar la invasión rusa pero también a la OTAN y a sus gobiernos aliados. La financiación económica, el envío de armas, las sanciones financieras contra Moscú, son una forma de alineación política y militar.

a línea de los internacionalistas en la Primera Guerra Mundial fue el derrotismo revolucionario, en oposición irreconciliable al apoyo a sus propios gobiernos imperialistas en cada país. El derrotismo revolucionario consistía en considerar que la derrota de su gobierno imperialista era la mejor manera de ganar la paz. Eso significaba que los trabajadores de Alemania debían luchar contra el gobierno del Kaiser. Y en Rusia, por la derrota del gobierno del Zar.

Hoy el internacionalismo pasa por denunciar la invasión de Ucrania por parte de Rusia. Se trata de la lucha de la izquierda en Rusia contra Putin. Pero en EEUU y en Europa, la izquierda debe luchar contra los gobiernos de Biden, Boris Johnson, Macron, Olaf Scholz y todos los demás aliados de la OTAN. El imperialismo estadounidense dirige la OTAN y su proyecto es la transformación de Ucrania en un protectorado.

Es necesario exigir la retirada de las tropas rusas. Y es fundamental defender los derechos democráticos de quienes están siendo encarcelados en Rusia por oponerse a la guerra. Pero también es necesario decir que la OTAN debe retirarse inmediatamente, dejar de enviar armas al gobierno de Ucrania, levantar esas sanciones económicas que recaen sobre el pueblo de Rusia, no sobre Putin y la oligarquía capitalista que lo apoya.

El problema teórico-político es que la guerra ya no es sólo una guerra de Rusia contra Ucrania. En diez días, la guerra ha adquirido una doble dimensión. El tiempo se ha acelerado. Diez días de guerra equivalen a meses o años en tiempos de paz.

No es la primera vez que la historia nos sitúa ante una guerra que tiene varias dimensiones. La Segunda Guerra Mundial también fue una guerra «múltiple». Comenzó como una guerra interimperialista entre Alemania y Gran Bretaña, y evolucionó con la formación del Eje Berlín, Roma y Tokio contra los Aliados. Pero fue simultáneamente otras tres guerras:

(a) fue una guerra contrarrevolucionaria contra la URSS con el proyecto de colonización de Europa del Este y esclavización de los pueblos eslavos;

(b) fue una guerra de exterminio contra judíos y gitanos, el holocausto;

(c) fue una guerra de disputa entre dos formas de Estado o regímenes políticos, la democracia liberal y el fascismo.

Otra discusión teórico-histórica es sobre la naturaleza imperialista del Estado ruso. Es clave porque un sector de la izquierda ha abrazado la idea de que la guerra en Ucrania sería una guerra preventiva de un Estado independiente (algunos lo consideran incluso periférico) contra el imperialismo estadounidense.

El debate teórico sobre la naturaleza del imperialismo en el siglo XXI debe hacerse con rigor y responsabilidad. Un pequeño error teórico se convierte en una tragedia política irreparable. La definición de los criterios parece ser una buena discusión preliminar. El lugar de cada país en el sistema internacional de Estados depende de al menos cuatro variables estratégicas:

(a) su inserción histórica en la etapa anterior, es decir, la posición que ocupó en un sistema extremadamente jerárquico y rígido: al fin y al cabo en los últimos ciento cincuenta años sólo un país, Japón, se incorporó al centro del sistema, y todos los países coloniales y semicoloniales que se elevaron en su inserción, como Cuba, lo hicieron sólo después de revoluciones que les permitieron ganar mayor independencia;

(b) el tamaño de su economía, es decir, el stock de capital acumulado, la capacidad de tener soberanía monetaria, el papel en la creciente financiarización del mundo, es decir, si es exportador o importador de capital; los recursos naturales -como el territorio, las reservas de tierra, los recursos minerales, la autosuficiencia en energía, alimentos, etc. – y los recursos humanos -entre ellos, su fuerza demográfica y el avance cultural de la nación-, así como la dinámica de desarrollo de la industria, es decir, su posición en la división internacional del trabajo y en el mercado mundial;

(c) la capacidad de cada Estado para mantener su independencia y control sobre sus áreas de influencia. Es decir, su fuerza militar de disuasión, que depende no sólo del dominio de la técnica militar o de la calidad de sus Fuerzas Armadas, sino del mayor o menor grado de cohesión social de la sociedad, por tanto, de la capacidad política del Estado para convencer a la mayoría del pueblo, si fuera necesario, de la necesidad de la guerra;

(d) las alianzas a largo plazo de los Estados entre sí, que adoptan la forma de tratados y acuerdos de colaboración, y el equilibrio de poder resultante de los bloques formales e informales de los que forman parte, es decir, su red de coaliciones.

Estos cuatro criterios pueden resumirse como una evaluación de la historia, la economía, la política y las relaciones internacionales. Hay que tenerlos en cuenta al analizar el lugar de Rusia. Rusia fue uno de los mayores imperios europeos, y la Revolución de Octubre la mayor victoria de la revolución socialista mundial. Pero la restauración capitalista ocurrió hace treinta años.

El Estado ruso no ha perdido toda su influencia en el Cáucaso y Asia Central, como ya han confirmado la intervención en Georgia, la reciente guerra entre Armenia y Azerbaiyán, la intervención militar en Kazajistán, la conservación de Lukashenko en Bielorrusia y la anexión de Crimea. Rusia es una potencia regional. La invasión de Ucrania es una nueva demostración de fuerza.

El peso de la economía rusa no puede medirse teniendo en cuenta únicamente la metodología de medición del PIB, que es muy controvertida. Aunque es decisiva a largo plazo, la economía no es la única variable que hay que tener en cuenta. La cohesión política del régimen bonapartista y la fuerza de su capacidad de movilización militar están siendo puestas a prueba, al igual que la alianza con China.

La caracterización de imperialismo subalterno o subimperialismo no parece una exageración, porque está colocada a prueba en el laboratorio de la historia. Además, en lo que respecta a las relaciones internacionales, conviene recordar que no existe un monolitismo en el campo imperialista estadounidense sobre la relación con Rusia: Trump y la mayor parte de la extrema derecha europea abogaron por algún grado de alianza con Putin para evitar un alineamiento de Moscú con China.

* Historiador brasileño, militante del PSOL (Resistencia) y autor de O Martelo da História. Ensaios sobre a urgência da revolução contemporânea (Sundermann, 2016).

 

Dos confrontaciones en Ucrania Claudio Katz

La invasión a Ucrania ha sido la respuesta de Putin, a las incontables negativas que recibió su propuesta de negociar la neutralidad de ese país. Algunos pensadores consideran que se anticipó con una acción preventiva, al ingreso de su vecino a la OTAN. Rusia acumula una terrible historia de sufrimientos por invasiones extranjeras y su población es muy sensible a cualquier amenaza. Después de lo ocurrido con Hitler la seguridad de las fronteras no es un tema menor.

Es evidente, además, que el imperialismo norteamericano sólo entiende el lenguaje de la fuerza. Basta observar el contraste reciente entre Afganistán, Irak o Libia con Corea del Norte, para confirmar ese predominio de códigos bélicos en las relaciones con Washington.

Después de amenazar una y otra vez a Pyongyang, ningún mandatario yanqui pasó a los hechos por el obvio temor que suscita una respuesta atómica. Rusia conoce esa dinámica y por esa razón algunos analistas sugirieron que Putin respondería al estancamiento de las negociaciones, con la instalación de misiles nucleares tácticos en Bielorrusia.

Pero el jefe de Kremlin optó por una invasión, que primero presentó como un operativo de protección de la población ruso-parlante. El Donabass volvió a recalentarse en los últimos meses, con nuevas oleadas de atentados derechistas que erosionaron el alto el fuego y forzaron la evacuación de la población civil.

Putin exagera cuando denuncia la existencia de un “genocidio” en esa región, pero alude a la comprobada violencia de las milicias reaccionarias. Se refiere a esos sectores cuando exige la “desnazificación” de Ucrania. Esa denominación no es una figura retórica vacía. Desde el 2014 las bandas ultraderechistas han impuesto una norma de violencia a todos los gobiernos de Kiev.

Esos grupos impusieron la prohibición del Partido Comunista, la erradicación del idioma ruso de la esfera pública y la purga de todos los vestigios de la era soviética (“descomunización”). Los derechistas desenvuelven una intensa actividad callejera y han creado unidades armadas con centros de entrenamiento, muy semejantes al modelo paramilitar fascista de los años 30.

En la primera línea de esas fuerzas se ubica el batallón neonazi Azov, que utiliza insignias calcadas de las SS del Tercer Reich. Reivindican las formaciones locales que colaboraban con Hitler contra a los soviéticos (OUN-UPA) esperando la concesión de una republica propia.

Estas vertientes fascistas han bloqueado todos los intentos de alcanzar una solución negociada, a partir del formato introducido en el 2015 con las tratativas de Minsk. Rechazan la reintegración del Este como región autónoma, con derechos reconocidos a la población rusoparlante. Como su principal bandera es la identidad nacional, objetan cualquier acuerdo que incluya el federalismo del Donbass.

Los derechistas observan esa solución como una capitulación inaceptable. Por eso sabotearon todos los armisticios para concertar amnistías mutuas y facilitar el libre tránsito de civiles. En sintonía con esa belicosidad, Zelensky cerró tres canales de televisión pro-rusos y aprobó una gran base de entrenamiento de los fascistas.

Pero la gran novedad del nuevo escenario es la decisión del propio Putin de enterrar los acuerdos de Minsk, que previamente alentaba como el marco más apto para avanzar hacia la neutralidad de Ucrania. En lugar de preservar ese contexto para reunificar al país, reconoció a las dos repúblicas autónomas del Este (Donestk y Lugansk).

Nadie sabe si esa solución es la preferida por ambas poblaciones, puesto que la consulta sobre su opción nacional sigue pendiente. Al igual que en Crimea, Putin define primero el status de una región, para complementar luego esa condición con algún procedimiento electoral.

Pero en este caso, el líder moscovita no se limitó a disponer el acotado ingreso de tropas para proteger a la población ruso-hablante. Una acción de ese tipo era compatible con la continuidad de las negociaciones de Minsk. Sólo reforzaba esas tratativas con garantías a la seguridad del sector más vulnerable. Optó por un curso totalmente distinto de invasión general al territorio ucraniano, asignando al Kremlin el derecho a derrocar un gobierno adverso. Esa decisión es injustificable y funcional al imperialismo occidental.

El desprecio al pueblo

Estados Unidos comanda el bando agresor y Rusia el campo afectado por el cerco de misiles. Pero esa asimetría no justifica cualquier respuesta de los agredidos, ni determina el carácter invariablemente defensivo de las reacciones de Moscú. En el terreno militar, la validez de cada medida depende de su proporción. Ese parámetro es esencial para evaluar los conflictos bélicos.

Rusia tiene derecho a defender su territorio del hostigamiento del Pentágono, pero no puede ejercer ese atributo de cualquier manera. La lógica de los choques militares incluye ciertas pautas. No es admisible, por ejemplo, exterminar a un batallón rival por alguna violación menor a la tregua entre las partes.

Es cierto que la provisión de armas a Kiev por parte del Pentágono se incrementó en el último período, junto a peligrosas tratativas para sumar al país a la OTAN. Pero Ucrania no dio ese paso, ni instaló los misiles que atemorizan a Moscú. Las milicias fascistas mantuvieron su escalada, pero sin protagonizar agresiones de mayor alcance. La decisión de invadir Ucrania, rodear sus principales ciudades, destruir su ejército y cambiar su gobierno, no tiene ninguna justificación como acción defensiva de Rusia.

Putin ha exhibido un desprecio mayúsculo por todos los habitantes del Oeste ucraniano. Ni siquiera registra cuáles son los deseos de esa población. Incluso si Zelensky comandara el “gobierno de drogadictos” que ha denunciado, correspondería a sus representados decidir quién lo debe sustituir. Esa decisión no es una facultad del Kremlin.

Ninguna población del Oeste ucraniano simpatiza con los gendarmes que despachó Moscú. La hostilidad hacia esas tropas es tan evidente, que Putin ni siquiera intentó la habitual pantomima de presentar su incursión, como un acto solicitado por los ciudadanos del país invadido. Su ataque ha suscitado pánico y odio hacia el ocupante.

Ese mismo rechazo a la incursión rusa se verifica en todo el mundo. En incontables capitales se han realizado manifestaciones de repudio, mientras que en ningún lugar aparecen actos contrapuestos de apoyo al ejército moscovita.

Putin ha ignorado la principal aspiración de todos los involucrados en el conflicto que es el logro de una solución pacífica. Antes de la invasión el propio gobierno de Kiev afrontaba un gran rechazo interno a su escalada bélica. Hubo incluso indicios de gran oposición a la adhesión a la OTAN y a la consiguiente redefinición de la Declaración de Soberanía (1990) y la Constitución (1996) del país. Esas metas pacifistas deben competir ahora con la derecha belicista, que convoca a la resistencia activa contra la invasión rusa.

Durante muchos años Washington, Bruselas y Kiev sabotearon la salida negociada, que actualmente atropella también Moscú. Putin se ha subido al carro belicista porque ignora los deseos de los pueblos involucrados en el conflicto. Guía su acción por los consejos de la alta burocracia, que gobierna en una conflictiva relación con los millonarios de Rusia.

Su invasión también apunta a regimentar a la población del Este ucraniano. Demoró ocho años el reconocimiento de esa autonomía, en contraste con la fulminante anexión de Crimea. Eludió la repetición de ese precedente por el protagonismo inicial del movimiento radicalizado de milicianos locales que derrotó a los derechistas. Esos combatientes propiciaron la creación de una “república social” y actuaron muy brevemente bajo el mando de un líder apodado el Che Guevara de Lugansk. Enarbolaron estandartes de izquierda, reivindicaron al mundo soviético y retomaron la tradición bolchevique con recitados de la Internacional. Para neutralizar esa radicalidad, Putin forzó desalojos de edificios y abandonos de barricadas, mientras monitoreaba el desarme de las milicias y la purga de sus dirigentes.

Cuando logró imponer su autoridad, congeló el status de las dos republicas (que mantuvieron la simbólica denominación de “populares”), a la espera de un resultado favorable de las tratativas de Minsk. Repitió la conducta de sus antecesores, que siempre negociaron en las cúspides desarticulando a los movimientos radicales. Después de varios años ha optado ahora por un nuevo curso de acción, tan inconsulto como el precedente. Con la invasión a Ucrania, el Kremlin favorece todos los mitos de la democracia occidental, que habían caído en desgracia por los fracasos que acumula el Pentágono.

Putin le aportó a Washington lo que necesitaba, para reconstruir las falacias ideológicas deterioradas por lo devastación de Afganistán o Irak. Su aventura permite reavivar la contraposición entre la democracia occidental y la autocracia rusa. El Kremlin es nuevamente denostado con idílicas exaltaciones del capitalismo. El resurgimiento de esa ficción es una resultado directo de la incursión rusa.

Esa invasión ha brindado también un impensado impulso externo al nacionalismo ucraniano. Putin alimenta ese sentimiento, en una nación históricamente traumatizada por la presencia opresiva de los zares y las disputas con fuerzas austrohúngaras y polacas. Cualquiera sea el resultado geopolítico final de la invasión, su impacto sobre las luchas y la conciencia popular es terriblemente negativo. Y ese parámetro es la principal referencia que adoptan los socialistas para juzgar los acontecimientos políticos.
La denuncia de la OTAN

La incursión de Putin ha suscitado condenas que omiten la denuncia complementaria de la OTAN. Ambos planteos están presentes en muchos pronunciamientos de la izquierda, pero son posturas minoritarias frente al unilateral rechazo a la acción del ejército ruso.

Basta observar las consignas prevalecientes en las manifestaciones callejeras para corroborar ese clima. Los medios de comunicación son los principales artífices del blanqueo del imperialismo norteamericano. Subrayar esa culpabilidad es una prioridad del momento. Los discursos en boga descargan toda la artillería contra “el expansionismo ruso”, ocultando la dominación imperial de los capitalistas. Se enaltece la democracia, la civilización y el humanitarismo de Estados Unidos, omitiendo que sus tropas pulverizaron a Irak y Afganistán.

Basta comprar el reducido número de bajas que prevalece hasta ahora en Ucrania, con las masacres inmediatas que consumaron los bombardeos del Pentágono en esos países, para mensurar el grado de salvajismo que acompaña a las acciones de la OTAN. Ese organismo demolió también a Yugoslavia hasta transformarla en siete repúblicas balcanizadas.  Francia no puede exhibir credenciales mejores, luego de la sangría que perpetró en Argelia. Y al cabo de su largo historial de matanzas en Asia y África, Inglaterra tiene poca autoridad para levantar el dedo.

La guerra de Ucrania ya convulsiona nuevamente Europa en un traumático escenario de refugiados. Para frenar esa tragedia se impone retomar un camino de paz, basado en la desarticulación de la principal maquinaria bélica del continente. Ninguna distensión será perdurable, mientras la OTAN continúe moldeando a Europa, como una gran fortaleza de bases militares. Estados Unidos define acciones, perpetra operaciones secretas y maneja dispositivos bélicos, como si el Viejo Continente formara parte de su propio territorio. El fin de esa injerencia, el retiro de los marines y la disolución de la OTAN son demandas insoslayables para todos los defensores de la paz.

Los servidores del imperialismo estadounidense acallan esas exigencias y utilizan el rechazo a la invasión de Ucrania, para intensificar su campaña contra los “conquistadores rusos”. En América Latina denuncian la “infiltración” de Moscú, con un libreto extraído de la guerra fría. La derecha ya motoriza en Washington una nueva ley de “seguridad hemisférica”, para aumentar la presencia del Pentágono al sur del Rio Grande. Proponen afianzar el status de Colombia como principal aliado extra-OTAN.

Todas las fantasías que difunde la Casa Blanca sobre la arrolladora influencia de Rusia carecen de asidero. La presencia económica de Moscú en América Latina es irrelevante, en comparación al dominador estadounidense y al pujante rival chino.

Las contadas misiones militares de esa potencia fueron intranscendentes frente a los habituales ejercicios de los marines con los ejércitos de la zona. Ni siquiera las ventas de armas rusas han alcanzado en América Latina la gravitación que tienen en otras periferias del planeta. La incidencia de los comunicadores afines a Moscú es también irrisoria frente al colosal predomino informativo de Washington.

Pero el Departamento de Estado pretende aprovechar la conmoción creada por la invasión a Ucrania, para relanzar su ofensiva contra los gobiernos que incumplen sus órdenes. Aspira a recomponer el Grupo Lima, resucitar la OEA, neutralizar la CELAC, revertir las derrotas electorales de la derecha, contrarrestar el desprestigio de Estados Unidos durante la pandemia y retomar las conspiraciones contra Venezuela y Cuba.

En lo inmediato, Washington alienta las denuncias de la incursión rusa sin ninguna mención de la OTAN. Sus diplomáticos trabajan para lograr esos pronunciamientos de las cancillerías latinoamericanas. Cuentan con el caluroso sostén de los gobiernos derechistas (empezando por Colombia, Uruguay y Ecuador), pero buscan también la adhesión de los progresistas más sensibles a su presión. Las primeras declaraciones de Boric se encarrilan en la dirección propiciada por la Casa Blanca y contrastan con la neutralidad sugerida por Lula y López Obrador.

Argentina es un caso aparte. Alberto Fernández despotricó contra Estados Unidos en su entrevista con Putin, luego adoptó una postura equidistante y finalmente se sumó a la condena de Rusia sin ninguna mención de la OTAN. En muy pocos días adoptó todas las posturas imaginables, confirmando que carece de brújula y amolda su política exterior a las tratativas con el FMI. Por ese sometimiento al Fondo es una presa fácil de Washington.

Las condiciones de la autodeterminación

La crítica al operativo de Putin es insoslayable en cualquier pronunciamiento de la izquierda. Pero ese posicionamiento debe ser antecedido por una contundente denuncia del imperialismo norteamericano, como principal responsable de la escalada bélica. Esa agresión no justifica la respuesta militar del Kremlin, que es muy contraproducente para todos los proyectos de emancipación. El apoyo a ese operativo es auto-destructivo y conspira contra la batalla por la democracia, la igualdad y la soberanía de las naciones.

Putin no se limitó a justificar su incursión como una acción defensiva frente a la OTAN. Ese argumento es insuficiente para explicar la desproporcionada respuesta de la invasión, pero cuenta con un algún basamento válido. El jefe del Kremlin fue más allá de esa evaluación y señaló que Ucrania no tiene derecho a existir como nación. Esa caracterización sitúa su operativo en otro plano más inaceptable de impugnación del derecho de un pueblo a decidir su destino.

El mandatario moscovita considera que Ucrania nunca conformó una real nación separada de la matriz rusa. Afirma que asumió ese artificial carácter por obra de los bolcheviques, que en 1917 concedieron un maligno derecho de separación. Ese atributo adoptó posteriormente un formato constitucional de unión voluntaria de repúblicas soviéticas. Putin culpabiliza a Lenin por ese quebranto del territorio ruso y considera que Stalin convalidó el mismo desacierto, al preservar una norma que toleraba la autonomía federativa de Ucrania[16].

Esta mirada de Putin contiene una implícita reivindicación del modelo opresivo previo del zarismo. Ese esquema se asentaba en la dominación ejercida por los gran- rusos sobre una vasta configuración de naciones. Lenin combatió esa “cárcel de los pueblos” que impedía a numerosos minorías manejar sus recursos, desarrollar su cultura, utilizar su idioma y desenvolver su senda nacional.

La resistencia contra esa opresión alimentó la gran batalla que desembocó en el surgimiento de la Unión Soviética. El derecho de las naciones oprimidas a su propia autodeterminación fue una exigencia confluyente, con los reclamos de paz, pan y tierra que desencadenaron la revolución de 1917. La Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas fue proclamada como una convergencia libre y soberana de esas naciones.

Ahora Putin rechaza esa tradición y desconoce la identidad de Ucrania, que se ubica en las antípodas del artificio objetado por el jefe del Kremlin. Ese país arrastra una larga y dramática trayectoria nacional, alimentada por las tragedias vividas en las guerras mundiales y en la colectivización forzosa.

Al igual que en otras zonas del mundo, la autodeterminación nacional discutida en Ucrania no es una aspiración sagrada, suprema, ni de mayor validez que las demandas sociales y populares. Es claramente utilizada por la derecha para potenciar el nacionalismo y los enfrentamientos entre pueblos. Pero Putin no objeta esa manipulación reaccionaria, sino el propio derecho a la existencia de un país.

Esa postura retrata la faceta más regresiva de su operativo militar. Pone de relieve que su incursión no está sólo determinada por la pulseada con la OTAN, ni obedece únicamente a motivaciones defensivas o geopolíticas. También deriva de un atributo despótico, que Moscú se auto-asigna alegando la pertenencia de Ucrania a su radio territorial.

Los ucranianos del Oeste y del Este tiene el mismo derecho que cualquier otro pueblo a decidir su futuro nacional. Pero la autodeterminación será un enunciado meramente declamatorio, mientras fuerzas las asociadas con la OTAN y las tropas rusas mantengan su presencia en el país.

La primera condición para avanzar hacia la soberanía real de Ucrania es la restauración de las negociaciones de paz, para acordar la salida de los gendarmes extranjeros de ambas partes y la posterior desmilitarización del país, con un status internacional de neutralidad. La izquierda de muchas vertientes y países se ha comprometido en esa doble batalla contra la OTAN y la incursión rusa.

 * Economista, investigador del CONICET, profesor de la Universidad de Buenos Aires, miembro del Economistas De Izquierda (EDI).

 

Todos perdedores

Guerra Ucrania - Rusia hoy: noticias de última hora en directo | Nuevos ataques de Putin y reapertura de corredores humanitarios

Wolfang Streeck

Explicar el descenso del sistema de Estados europeo a la barbarie de la guerra por primera vez desde el bombardeo de Belgrado por la OTAN en 1999 precisa de algo más que de un psiquiatra lego. ¿Qué hizo que Rusia y «Occidente» se involucraran en un interminable juego de forcejeo al borde del abismo que finalmente ha precipitado a ambos contendientes al fondo del mismo? A medida que transcurren estas monstruosas semanas, comprendemos mejor que nunca lo que Grasmci ha debido entender por interregno: una situación «en la que lo viejo muere y lo nuevo no puede nacer» durante la cual «aparece una innumerable variedad de síntomas enfermizos», como el de países poderosos entregando su futuro a las incertidumbres de un campo de batalla envuelto por la niebla de la guerra.Nadie sabe en estos momentos cómo terminara la guerra en torno a Ucrania ni cuánta sangre se verterá para concluirla. Lo que sí podemos intentar, sin embargo, es reflexionar sobre cuáles han podido haber sido las razones –no olvidemos que los seres humanos tienen razones, por muy absurdas que estas puedan parecer a quienes los observan– que han llevado a Estados Unidos y Rusia a este intransigente y arrogante enfrentamiento belicoso. Este es el cuadro: una confrontación creciente en el curso de la cual se evaporan con celeridad las posibilidades de que cada una de las partes se halle en condiciones de aceptar dignamente otra cosa que la victoria total, lo cual termina con el criminal asalto de Rusia contra un país vecino con el cual ha compartido en otro momento la pertenencia a un Estado común.En este escenario encontramos paralelismos notables, así como también asimetrías obvias, dado que tanto Rusia como Estados Unidos se enfrentan desde hace mucho tiempo a un progresivo declive de su orden social nacional, así como de su posición internacional, lo cual les hace pensar que deben detenerlo en estos momentos so pena de que se prolongue indefinidamente. En el caso ruso, lo que observamos es un régimen tanto estatista como oligárquico, que se enfrenta al creciente malestar de sus ciudadanía, rico en petróleo y en corrupción, que es incapaz de mejorar la vida de la gente corriente mientras sus oligarcas amasan una ingente riqueza y que se halla inclinado a utilizar métodos dictatoriales severos contra todo tipo de protestas organizadas.

No depender únicamente de la fuerza bruta, algo no especialmente atractivo, exige estabilidad, la cual deriva de la prosperidad económica y del progreso social, que se hallan supeditados en este caso a la demanda global del petróleo y del gas que Rusia debe vender. Ello requiere, sin embargo, el acceso a los mercados financieros  y la adquisición de tecnología avanzada, todo lo cual Estados Unidos había comenzado a negarle desde hace algún tiempo.

Algo similar sucede con la seguridad exterior, dado que durante las dos últimas décadas Estados Unidos y la OTAN han penetrado política y militarmente en lo que Rusia, realmente familiarizada con las incursiones extranjeras, considera su cordon sanitaire. Los intentos de Moscú de negociar en este ámbito han conducido a que la Rusia postsoviética haya sido tratada por Washington del mismo modo que su predecesora, la Unión Soviética, con el fin último de lograr que se produzca un cambio de régimen en la misma.

Todos los intentos efectuados para poner punto final a este sometimiento han acabado en nada; la OTAN ha avanzado cada vez más, instalando recientemente misiles de alcance medio en Polonia y Rumanía, mientras Estados Unidos ha tratado a Ucrania como si fuera territorio propio, como atestiguan las declaraciones virreinales de Victoria Nuland sobre quién debería dirigir el gobierno de Kiev.

En un determinado momento, el régimen ruso concluyó evidentemente que la imparable erosión, interna y externa, continuaría imperturbable su curso a no ser que se optará por una acción decisiva, que pusiera fin a este deterioro. Lo que se produjo a continuación fue la acumulación de fuerzas militares en torno a Ucrania durante la primavera de 2021acompañada por la demanda de un compromiso formal por parte de Washington de respetar de ahora en adelante los intereses de seguridad rusos todo ello con la pretensión de desencadenar un conflicto abierto en vez de librar uno latente, quizá con la esperanza de movilizar el patriotismo ruso que en otro momento derrotó a los alemanes.

Si nos ocupamos del lado estadounidense, encontramos un resentimiento que se remonta a principios de la década de 2000, una vez que Yeltsin, el hombre sobre el terreno de Estados Unidos tras el hundimiento de la Unión Soviética, cediera la hacienda a Vladimir Putin en la estela del desastre social y económico causado por la «terapia de choque» aconsejada por el socio estadounidense. El intento de Putin de que Rusia se incorporase a la OTAN bajo los auspicios del Nuevo Orden Mundial fue rechazado y ello a pesar de todos sus esfuerzos para ayudar a Washington en su invasión de Afganistán. Las objeciones rusas a la ampliación de la OTAN en 2004 –que entonces amenazaba su frontera noroccidental– se toparon con la declaración de Bush y Blair a favor de la política de puertas abiertas brindada a Georgia y Ucrania en la cumbre de Bucarest celebrada en 2008.

El establishment político estadounidense, dirigido entonces por el ala del Partido Demócrata capitaneada por Hillary Clinton, comenzó a tratar a Rusia como a un Estado fallido, concediéndole un trato similar al dado a cualquier otro país que se hubiera zafado del control estadounidense como, por ejemplo, Irán. Incluso la elección de Trump en 2016 fue atribuida a maquinaciones rusas encubiertas por parte del partido perdedor, lo cual abortó políticamente los intentos iniciales del nuevo presidente de lograr algún tipo de acomodo con Rusia (¿Recuerdan ustedes su inocente pregunta de por qué todavía existía la OTAN tres décadas después del fin del comunismo?). Al final de su mandato y para reparar daños con el Estado profundo estadounidense y con los votantes, Trump optó por volver a la bien rodada senda antirrusa.

Para el sucesor de Trump, Biden, como para Obama-Clinton, Rusia se ofrecía como un conveniente archienemigo, tanto doméstica como internacionalmente: pequeña económicamente, pero dispuesta a retratarse como grande por mor de sus armas nucleares. Tras el debacle mediático de la retirada estadounidense de Afganistán gestionada por Biden, mostrar una posición de fuerza frente a Rusia parecía un camino seguro para exhibir el músculo estadounidense, lo cual forzaría a los Republicanos a unirse detrás de Biden como el líder del «mundo libre resucitado.

Washington retomó la diplomacia de la intimidación y rechazó categóricamente toda negociación en torno a la expansión de la OTAN. Para Putin, habiendo ido tan lejos como había ido, la elección se planteaba sin contemplaciones entre la escalada y la capitulación. Fue en este momento cuando el método mutó en locura y comenzó la criminal y estratégicamente desastrosa invasión terrestre de Ucrania por parte de Rusia.

Para Estados Unidos rechazar las demandas referidas a las garantías de seguridad exigidas por Rusia era un modo conveniente de fortalecer la lealtad incondicional de los países europeos de la OTAN, una alianza que se había tambaleado en los últimos años. Ello concernía sobre todo a Francia, cuyo presidente había diagnosticado recientemente a la Alianza «en estado de coma», pero también a Alemania con su nuevo gobierno, cuyo partido dirigente, el SPD, era considerado demasiado amigo de Rusia.

Rondaba también el asunto pendiente del nuevo gaseoducto, el Nord Stream 2. Merkel, en tándem con Schröder, había invitado a Rusia a construirlo, confiando en colmar así el déficit existente en el suministro energético alemán causado previsiblemente por el Sonderweg del país tras su decisión de abandonar el carbón y la energía nuclear. Estados Unidos se opuso al proyecto, al igual que lo hicieron otros muchos actores en Europa, incluidos los Verdes alemanes. Entre las razones de esa oposición se contaban los temores ante el hecho de que el gaseoducto incrementaría la dependencia de Europa de Rusia y que su construcción haría imposible que Ucrania y Polonia interrumpieran el suministro del gas ruso, si Moscú eventualmente se comportara de un modo incorrecto.

La confrontación en torno a Ucrania, al restaurar la lealtad europea al liderazgo estadounidense, resolvía instantáneamente este problema. Al albur de la desclasificación de determinados documentos de la CIA, la denominada «prensa de calidad» europea, por no mencionar a los sistemas de radiodifusión públicos, presentaron la situación en rápido deterioro como una lucha maniquea entre el bien y el mal, los Estados Unidos de Biden contra la Rusia de Putin. Durante las semanas finales de Merkel, el gobierno estadounidense disuadió al Senado de optar por imponer duras sanciones contra Alemania y los gestores del Nord Stream 2 a cambio de que la primera accediera a incluir el gaseoducto en un posible futuro paquete de sanciones.

Tras el reconocimiento ruso de las dos provincias orientales separadas de facto de Ucrania, Berlín pospuso formalmente la certificación reguladora del gaseoducto, lo cual no fue considerado suficiente. En la conferencia de prensa celebrada en Washington tras la visita del nuevo canciller alemán, Biden anunció, con Scholz situado a su lado, que si fuera necesario el oleoducto se incluiría definitivamente en el paquete de sanciones ante el silencio de este. Pocos días más tarde, Biden aceptó el plan del Senado al que previamente se había opuesto. Después, el 24 de febrero, la invasión rusa obligó a Berlín a hacer de motu proprio lo que de otro modo había sido hecho por Washington en nombre de Alemania y de Occidente: enterrar el gaseoducto de una vez por todas.

Así pues, la unidad occidental estaba de vuelta, jaleada por el aplauso jubiloso de los comentaristas locales, agradecidos por el retorno de las certidumbres transatlánticas de la Guerra Fría. La perspectiva de entrar en batalla en alianza con la ejército más formidable de la historia mundial eliminó al instante los recuerdos de los recientes meses anteriores, cuando Estados Unidos abandonó sin prácticamente aviso previo no solo Afganistán sino también a las tropas auxiliares movilizadas por su aliados de la OTAN en apoyo de la en otro momento actividad estadounidense predilecta, la «construcción de naciones».

No importó tampoco la apropiación por parte de Biden de la práctica totalidad de las reservas del banco central afgano, que rondaban los 7,5 millardos de dólares, para ser distribuidas entre los afectados por el atentado del 11S (y sus abogados), mientras Afganistán sufre una hambruna de proporciones nacionales. Olvidado quedó también el desastre legado por las recientes intervenciones estadounidense en Somalia, Iraq, Siria y Libia y la absoluta destrucción, seguida por un abandono expeditivo, de enteros países y regiones.

Ahora se trata una vez más de «Occidente», la Tierra Media luchando contra Mordor, para defender a un valiente pequeño país que solo quiere «ser como nosotros» y para ello únicamente  desea cruzar los umbrales de las puertas de la Unión Europea y de la OTAN y ser admitido en el seno de ambas organizaciones. Los gobiernos europeo-occidentales suprimieron debidamente el resto de recuerdos de la rudeza, firmemente arraigada, de la política exterior estadounidense, inducida por el mero tamaño del país y por su localización en una isla continental a la que nadie puede alcanzar con independencia de los desastres que produzca cuando sus aventuras militares se tuercen.

Y, sorprendentemente, estos gobiernos otorgaron a Estados Unidos, un declinante imperio realmente alejado de Europa, que tiene intereses diferentes a los europeos y que se enfrenta a innumerables problemas propios, el poder absoluto de representación a la hora de tratar con Rusia sobre nada menos que el futuro del sistema de Estados europeo.

Y, ¿qué decir de la Unión Europea? Dicho sintéticamente, cuando Europa occidental vuelve a «Occidente», la Unión Europea es reducida a una entidad de prestación de servicios de apoyo geoeconómico en beneficio de la OTAN, es decir, de Estados Unidos. Los acontecimientos acaecidos en torno a Ucrania están poniendo en evidencia más que nunca que para Estados Unidos la Unión Europea es esencialmente una fuente de regulación económica y política dirigida a los Estados que deben ayudar a «Occidente» a circundar a Rusia por su flanco occidental.

El mantenimiento en el poder de gobiernos proestadounidenses en los antiguos Estados satélites soviéticos, lo cual puede ser costoso, dota de atractivo al reparto de cargas a tenor del cual «Europa» paga el pan, mientras Estados Unidos proporciona la capacidad de fuego o la imaginación de la misma. Esto convierte a la Unión Europea, en efecto, en un auxiliar económico de la OTAN. Entretanto, los gobiernos europeo-orientales se sienten más felices confiando en Washington para su defensa que en París y Berlín, dada la probada facilidad para desenfundar del primero y la segura lejanía de su base de operaciones patria.

A cambio de la protección estadounidense implementada mediante la OTAN, así como gracias al patronazgo estadounidense en su relación con la Unión Europea, países como Polonia y Rumanía albergan misiles estadounidenses supuestamente instalados allí para defender a Europa contra Irán, aunque desafortunadamente su órbita deba atravesar el cielo de Rusia.

La implicación para el comportamiento de von der Leyen y los suyos es confirmar su estatus subordinado. La extensión de la Unión Europea a Ucrania y a los Balcanes occidentales, incluso a Georgia y Armenia, es considerada por Estados Unidos como una decisión que en última instancia debe tomar Washington. Francia en particular todavía puede objetar a la ulterior ampliación, pero nadie sabe cuánto tiempo será capaz de persistir en su postura, especialmente si Alemania puede ser obligada a pagar la factura. (Aunque los procedimientos formales de acceso relativos a Ucrania todavía no han comenzado von der Leyen ha declarado: «Los queremos dentro»).

Por otro lado, siendo Polonia estrictamente antirrusa y pro OTAN será difícil ahora castigarla reduciendo las ayudas económicas que recibe de la Unión Europea por lo que el Tribunal de Justicia Europeo considera las deficiencias presentes en su «Estado de derecho». Lo mismo sirve respecto a Hungría, cuyo indócil presidente se ha vuelto cada vez más antirruso. Con el retorno estadounidense, el poder de disciplinar a los Estados miembros de la Unión Europea ha migrado de Bruselas a Washington DC.

Una cosa que los europeos de la Unión Europea, especialmente aquellos del tipo de los Verdes, están aprendiendo estos días es, por un lado, que si permites que Estados Unidos se ocupe de tu protección, la geopolítica arrasa el resto de la política, y, por otro, que aquella es definida únicamente por Washington. Así es como funciona un imperio. Ucrania, una compañía dividida entre una colección increíble de oligarcas, pronto comenzará a recibir el apoyo incrementado de «Europa».

Ello no será, sin embargo, sino una fracción de lo que los oligarcas ucranianos depositan regularmente en los bancos suizos, británicos y, es de creer, estadounidenses. Los indicios apuntan a que comparada con Ucrania, Polonia e incluso Hungría están, para decirlo con una expresión castiza, más limpias que una patena. (¿Quién podría olvidar el salario que cobraba Hunter Biden como director no ejecutivo de una compañía gasística ucraniana, cuyo principal propietario estaba entonces siendo investigado por un caso de lavado de dinero?).

Lo que sigue siendo un misterio, obviamente no el único en este contexto, es por qué Estados Unidos y sus aliados se mostraron fundamentalmente despreocupados ante la posibilidad de que Rusia respondiera a las continuas presiones para que se produjera un cambio de régimen en su seno, dada la denegación por parte «occidental» de una zona de seguridad que le resultara satisfactoria, fortaleciendo su alianza con China. Es cierto que históricamente Rusia siempre quiso ser parte de Europa y que algo similar a una especie de asiafobia se halla profundamente anclada en su identidad nacional.

Moscú es para los rusos la Tercera Roma, no la Segunda Pekín. En un momento tan tardío como 1969, Rusia y China, ambas comunistas en aquel momento, chocaron por una frontera común en el rio Ussuri. En este contexto en el que Rusia se enfrenta a una fractura indefinida con Occidente y China sufre escasez de materias primas, esta última puede optar por intervenir y proporcionar a la primera tecnología moderna de factura propia. En un momento en el que la OTAN está dividiendo el continente euroasiático en «Europa», incluida Ucrania, contra Rusia, comprendida como un enemigo no europeo de Europa, el nacionalismo ruso puede, contra su grano histórico, sentirse forzado a aliarse con China, tal y como preanunciaba la extraña fotografía de Xi y Putin sentados al lado el uno del otro en la apertura de las Olimpiadas de Invierno de Pekín.

¿Será la alianza entre China y Rusia el resultado imprevisto de la incompetencia estadounidense o, por el contrario, un resultado buscado de su estrategia global? Si Moscú fuera a unir su suerte a la de Pekín, dejaría de existir para siempre perspectiva alguna de un acuerdo ruso-europeo à la française. Europa occidental, con independencia de la forma política que asuma, funcionará como nunca antes en tanto que ala transatlántica de Estados Unidos en una nueva guerra fría, o quizá caliente, librada entre los dos bloques de poder globales, uno declinante, que confía en revertir la marea, el otro confiado en su ascenso.

Únicamente una Europa en paz con Rusia, que respete sus necesidades de seguridad, podría esperar liberarse del abrazo estadounidense, tan efectivamente renovado durante la crisis ucraniana. Esta, podemos presumir, es la razón por la que Macron ha insistido durante tanto tiempo en que Rusia forme parte de Europa y en la necesidad de que «Europa», de acuerdo por supuesto con la representación que él mismo y Francia se hacen de ella, tome medidas para garantizar la paz en su flanco oriental. La invasión de Ucrania por parte de Rusia ha puesto fin durante un largo periodo de tiempo, si no definitivamente, a este proyecto.

Pero entonces este nunca fue un comienzo muy prometedor, dada la dependencia sentida por Alemania de la protección nuclear estadounidense, a lo que se añaden las dudas alemanas sobre las fantasiosas ambiciones globales francesas, redefinidas como ambiciones europeas que deben ser financiadas por el poderío económico alemán. Y Rusia puede, con cierta justificación, haber cuestionado si, bajo estas condiciones, Francia será capaz de expulsar algún día a Estados Unidos del asiento del conductor europeo.

Y así pues el ganador es… ¿Estados Unidos? Cuanto más se prolongue la guerra, debido a la resistencia exitosa de la ciudanía ucraniana y de su ejército, más obvio será que el líder de Occidente, que habló en nombre de Europa cuando se preparaba la guerra, no está interviniendo militarmente en nombre de Ucrania cuando ha estallado esta. Estados Unidos se ha concedido a sí mismo un permiso de ausencia especial, como Biden dejó claro desde un principio. Si analizamos su historial, esto no es nada nuevo: cuando su misión se hace inmanejable, los estadounidenses se retiran a su distante isla.

Sin embargo, tal y como lo contemplan los alemanes cuando se preguntan dónde está Estados Unidos, Alemania puede comenzar a sentir dudas sobre el compromiso de la potencia estadounidense a la hora de proceder a la defensa nuclear del país. Este compromiso, después de todo, sustenta la pertenencia de Alemania a la OTAN, su adhesión al Tratado de No Proliferación Nuclear y el hecho de que el país albergue en torno a treinta mil militares estadounidenses en su suelo.

En este contexto, el presupuesto especial de 100 millardos de euros, anunciado hace unos días por el gobierno de Scholz y destinado a cumplir la promesa, que se remonta a 2001, de gastar el 2 por 100 del PIB alemán en armamento, se asemeja a un sacrificio ritual para apaciguar a un dios enfurecido del que se teme su abandono de los creyentes menos fervientes. Nadie piensa que si Alemania hubiera gastado ese 2 por 100 de su PIB en armamento, cumpliendo así la demanda de la OTAN, Rusia se hubiera abstenido de invadir Ucrania o que Alemania habría sido capaz y se hubiera mostrado dispuesta a correr en su ayuda.

En todo caso, llevará años antes de que pueda disponerse del nuevo armamento, por supuesto el último existente en el mercado, y antes de que se halle a disposición de las tropas. Además, consistirá exactamente en el mismo tipo de armamento del que Estados Unidos, Francia y el Reino Unido ya disponen en abundancia.

Por otro lado, la totalidad del ejército alemán se halla bajo el mando de la OTAN, esto es, del Pentágono, así que el nuevo poder de fuego se añadirá al de esta no al de Alemania. Tecnológicamente el nuevo armamento estará diseñado para ser desplegado a escala global en «misiones» similares, por ejemplo, a la de Afganistán o, más probablemente, para ser operativo en el entorno de China para asistir a Estados Unidos en su creciente confrontación en el mar de la China meridional. No hubo debate alguno en el Bundestag sobre qué tipo de nuevas «capacidades» militares serían necesarias ni para qué serían estas utilizadas.

Como ha sucedido en el pasado, durante el mandato de Merkel, este extremo fue dejado a la determinación por parte de «los aliados». Una de tales partidas podría ser el Futuro Sistema Aéreo de Combate, adorado por los franceses, que combina cazabombarderos, drones y satélites dotados operativamente de alcance mundial. Existe una nimia esperanza de que en algún momento se produzca en Alemania un debate estratégico sobre lo que significa defender su propio territorio en vez de atacar el de otros. ¿Puede la experiencia ucraniana contribuir a desencadenar esta discusión? Es improbable.

 

*Reconocido sociólogo de la economía alemán, director emérito del Instituto Max Plank para el estudio de las sociedades de Colonia

Reordenamiento del tablero de seguridad global y los escenarios futuros

Jorge Elbaum

Un tendero se ensaña con mi madre.
Otro hombre me patea. En vano rezo
plegarias que se pierden en la nada.
“Babi Yar”, Yevgueni Yevtushenko

Analizar un conflicto en su etapa bélica contiene el riesgo de sucumbir ante interpretaciones variadas. Las pérdidas de vidas, los refugiados y la destrucción nunca son la expresión de lo humanamente deseable, sino de la ferocidad más brutal. La guerra es la manifestación de la crueldad y la máxima manifestación de la barbarie humana. Es el fracaso de la política y de la diplomacia, entendidas como procedimiento para alcanzar acuerdos, lograr consensos o administrar las divergencias. Ningún análisis ni interpretación puede hacer caso omiso del padecimiento que supone la guerra. Menos aún si la sufren civiles e incluyen amenazas de conflagración nuclear.

Hecha esta afirmación, aparece como imprescindible el cuestionamiento de todas las guerras, y no sólo de aquellas que son disfuncionales a los intereses de la lógica neoliberal. Se deben repudiar, con el mismo ímpetu, todas las invasiones y los bombardeos a poblaciones indefensas. Eso implica condenar las sistemáticas invisibilizaciones de crímenes contra la humanidad que se omiten en las grandes usinas de la comunicación corporativa. Los conflictos bélicos no se desautorizan ni se conmutan por equivalencias o cuantificaciones de víctimas.

Las operaciones militares que se llevan a cabo, en forma recurrente, sobre Yemen, Somalia y Siria tienen el mismo status de crueldad que lo que sucede en Ucrania, aunque los damnificados tengan distintas religiones o color de piel.

Todas las ocupaciones territoriales son condenables. Incluyo aquellas que han sido naturalizadas por el silencio de la costumbre mediática: Malvinas, Gibraltar, Guantánamo (Cuba), Cisjordania (en Palestina), Irak y Libia son algunos de los territorios soberanos que permanecen en ese status sin que las declaraciones de las Naciones Unidas hagan mella en la lógica colonial que las perpetúa. La violación de la soberanía es absolutamente impugnable, pero no logra contar con la suficiente trascendencia cuando se inscribe en el doble rasero con el que se seleccionan los países perjudicados de acuerdo a su condición respecto a quienes asumen el lugar de ocupantes.

Esa doble vara jerarquiza hostilidades militares, generando una anomia que facilita y promueve los conflictos: autoriza a una parte del mundo a controlar a la otra con exclusividad. Impone la legitimación de una arquitectura internacional en la que determinados países –o imperios– gozan de prerrogativas de vasallaje excepcional. Este postulado –convertido en mantra de Occidente– es el que impulsa a terceros países a no perder sus ventajas estratégicas en la arena internacional.

En marzo de 2021, apenas dos meses después de haber asumido, Joe Biden calificó a su par ruso, Vladimir Putin, como un asesino y al líder chino Xi Jinping como un matón. Pocos días antes de esas empáticas declaraciones, el primer mandatario norteamericano presentó, junto a la vicepresidenta Kamala Harris y al secretario de Estado Antony Blinken, la nueva Guía Estratégica Provisional de Seguridad Nacional. Ese documento, que califica a Rusia como una potencia desestabilizadora, se compromete a que “países como China y Rusia rindan cuentas” ante la coalición hegemonizada desde Washington.

Cuando la tragedia de la guerra haya terminado, el mundo ya no será igual que antes. El resultado de la intervención militar de Moscú en Ucrania producirá –cualquiera sea su desenlace– una modificación en la estructura de seguridad internacional. Las últimas tres décadas fueron premeditadas por Henry Kissinger y Zbigniew Brzezinski ​como la expresión de una victoria neoliberal, asentada en las reglas impuestas por el supremacismo de la pax americana. Durante este periodo, la Unión Europea insinuó la intención de conformar un espacio de cooperación continental con autonomía relativa de Washington. Moscú se ofreció a integrarlo, pero las tratativas fueron obstaculizadas y saboteadas por el Departamento de Estado.

Si hablamos de nazis

La guerra en Ucrania es inescindible de los cambios que se observan en el tablero internacional en el último decenio. El trumpismo incrementó los ataques a China y el gigante asiático respondió afianzando sus vínculos con Rusia. En forma paralela, Moscú fue reconstruyendo las capacidades estatales y el poderío bélico de un país que había quedado devastado luego de la implosión de la Unión Soviética.

En solo veinte años, la Federación Rusa se reconstruyó y logró otorgarle un nuevo sentido nacional a una sociedad compleja, diversa y multicultural, en la que conviven 37 lenguas en veinte millones de kilómetros cuadrados. Para evitar la desintegración de la Federación, consolidó una alianza espiritual con la Iglesia Ortodoxa Rusa –que explica el cuestionable posicionamiento de Putin en relación a las disidencias sexuales– y luego fortaleció a las Fuerzas Armadas.

En forma simultánea, la Federación Rusa intentó que Europa y Estados Unidos le reconocieran el lugar de potencia recuperado. Dicho propósito fue en vano: la concepción unipolar del Consenso de Washington no solo rechazó su pedido, sino que le exigió reformas estructurales –privatizaciones y restricciones del poder estatal– que impugnaban las estrategias de recuperación del espíritu nacional ruso.

Mientras se recuperaba la unidad nacional, la desvalorización de la OTAN fue asumida al interior de las fuerzas políticas rusas como una indudable forma de desprecio. Putin tendió la mano y sus potenciales socios europeos se mostraron, incluso, asqueados. A continuación se reinstaló la rusofobia de la Guerra Fría y se insistió en negarle el lugar de potencia global, ratificando la validez de un tablero internacional unilateralizado.

Washington intentó de variadas formas impedir el resurgimiento del espíritu nacional ruso. Con ese objetivo, no tuvo empacho en financiar a los sectores nacionalistas ucranianos que se constituyeron en aliados de la Alemania nazi y que hoy son homenajeados en Kiev. Según consenso de los analistas del Pentágono, toda convicción nacional profunda puede devenir en una peligrosa ambición de autonomía soberana. Y eso no parece ser compatible con el globalismo neoliberal que exige Estados débiles, con la excepción de Estados Unidos.

En 2010, el Presidente ucraniano Viktor Yushchenko otorgó al colaboracionista nazi Stepan Bandera el premio Héroe de Ucrania. Luego de la invasión a la URSS de 1941, Alemania reclutó a líderes nacionalistas ucranianos para enfrentar a los partisanos y al Ejército Rojo. Uno de ellos fue Bandera, máximo referente de la Organización de Nacionalistas Ucranianos (OUN), responsable directo del pogrom de Lviv (Lvov) en el que civiles asesinaron durante tres jornadas a 300 comunistas y 4.000 judíos con machetes, barras de metal y pistolas, bajo acusación de ser fieles a los soviéticos. Bandera fue detenido posteriormente por las fuerzas alemanas por promover la independencia de Ucrania, pero fue liberado tiempo después para ser integrado a las SS, encargadas de cumplimentar la Solución Final en el oeste de la URSS.

El sucesor de Yuschenko, Viktor Yanukovich, revocó oficialmente el premio a Bandera, pero el Parlamento ucraniano volvió a insistir con otorgarle la distinción post mortem en 2018 y 2019. El último de esos intentos fue defendido por Servant of the People, el partido político del actual Presidente Volodymyr Zelensky. El 1° de enero de 2022, varias organizaciones nacionalistas ucranianas, con aval gubernamental y repudio de los ruso-hablantes, lideraron marchas masivas a través de Kiev en celebración de Bandera.

En 2019, el Ayuntamiento de Kiev cambió el nombre de una calle de la ciudad en honor a Ivan Pavlenko, otro de los dirigentes del OUN, que se desempeñó como oficial del 109° Batallón Schutzmannschaft, responsable de la ejecución de miles de judíos, gitanos e integrantes del Ejército Rojo. Gracias a su lealtad a las fuerzas de ocupación, fue galardonado como comandante del batallón de las SS, Khasevych. El encargado de justificar la nueva nominación de las calles fue el alcalde de la capital ucraniana, el ex boxeador Vitali Klitschko, quien en la actualidad sigue en el cargo.

El 10 de septiembre de 2021, Moscú anunció la finalización del gasoducto Nord Stream II –paralelo al Nord Stream I– situación que motivó el reinicio de las presiones de Washington contra la Unión Europea para la incorporación de Ucrania a la OTAN. La tubería de 1.224 kilómetros en el Mar Báltico implicó una inversión de 12.000 millones de dólares y proyectaba duplicar la exportación de Moscú a Alemania, sumando unos 55.000 millones de metros cúbicos de gas al año. Además, permitía sustituir al ducto que atravesaba Ucrania por el que Moscú tributaba derechos de peaje. La finalización del proyecto supuso una dura derrota para Estados Unidos, que había intentado sabotear su construcción, impidiendo a empresas suizas colaborar en su ejecución.

En el proyecto de Washington y Bruselas sólo hay espacio para el hegemonismo occidental. Este es el motivo por el cual Rusia y China deben ser etiquetadas como el nuevo eje del mal. Los sucesos bélicos en Ucrania no son entendibles sin este novedoso triángulo de poder global. El gas que Rusia deja de exportar a Europa occidental se dirigirá a China a través de un gasoducto que atravesará Mongolia. China, por su parte, impulsará la Ruta de la Seda en Asia central a través de la Unión Económica Euroasiática, liderada por Moscú.

Décadas atrás, esta alianza entre Rusia y China fue catalogada por Zbigniew Brzezinski como la “peor pesadilla de Estados Unidos”, ya que suponía la asociación entre el país más extenso del mundo, titular de un enorme arsenal nuclear y de recursos naturales inconmensurables, y la emergente superpotencia económica, tecnológica y comercial del sudeste asiático.

Armas en oferta

El gasto militar se incrementó en forma significativa durante la pandemia y prologó el actual escenario bélico.

Desde hace dos décadas, los análisis académicos rusos advierten que su seguridad como nación está en peligro ante la ofensiva atlantista. Esa es la razón por la que todos los partidos mayoritarios del parlamento ruso –incluso la oposición a Putin– avalaron el reconocimiento de las repúblicas populares de Lugansk y Donetsk en el Donbas y condenaron de forma enfática las incursiones de los paramilitares ucranianos portadores de simbología nazi durante los diez años que lleva la guerra civil localizada en el sur y el este ucraniano. A esas provocaciones se suman:

  1. el intento sistemático de menoscabar el resurgimiento nacional ruso,
  2. la extensión de la OTAN hacia sus fronteras,
  3. el financiamiento europeo de los sectores rusófobos y
  4. la propaganda desbocada que enardece la memoria de quienes perdieron en el siglo XX un 20% de su población a manos de la Wehrmacht y los Sonderkommando. Dos meses atrás, el jefe de la Marina alemana, vicealmirante Kay-Achim Schönbach, declaró que Rusia “quiere ser respetada (…) lo exige y probablemente se lo merece”. Fue obligado a renunciar pocos días después.

El 15 de septiembre de 2021, el Departamento de Estado norteamericano comunicó la conformación de la Alianza Estratégica AUKUS (sigla en inglés por Australia, United Kingdom y United States) para colaborar con Australia en la adquisición de submarinos nucleares a ser desplegados en la región del Indo-Pacífico. Cinco meses más tarde, el último 26 de febrero –pocos días antes de la invasión rusa a Ucrania– Beijing denunció a Washington por circundar el Estrecho de Taiwán con el destructor de misiles guiados USS Ralph Johnson.

Con el propósito indisimulado de empujar a la Unión Europea a un enfrentamiento con Rusia, el coordinador del Consejo de Seguridad Nacional estadounidense de la región del Indo-Pacífico, Kurt Campbell, advirtió que “China está preparando una sorpresa estratégica ante la inacción de la OTAN frente a la agresión rusa a Ucrania”. En un entrenamiento dentro de Europa –sugieren analistas de Estados Unidos–, Washington permanecería indemne y podría reconstruir el Viejo Contente con un nuevo Plan Marshall.

Estados Unidos tiene desplegadas 700 bases militares repartidas en 80 países. En la última década buscó imponer un unívoco criterio geoestratégico: es el único país que puede invadir, bombardear o imponer gobiernos. Ese privilegio fue impuesto, incluso, contra Rusia, que vuelve a reclamar niveles de seguridad, influencia y proyección similares a los que se asignan a los otros grandes jugadores globales. Estados Unidos ha intervenido militarmente con y sin apoyo del Consejo de Seguridad de la ONU.

La cúspide de la gobernanza internacional no ha impedido los designios de Washington, y Rusia ha percibido que esa prerrogativa se ha naturalizado a expensas de su supervivencia. La OTAN y Estados Unidos explican el 60% del gasto militar mundial, mientras que Rusia apenas alcanza el 3%. Uno de los escenarios más probables, luego de la finalización de la intervención militar en Ucrania, supone la implantación de formas de “cooperación conflictiva” en las que Rusia y China participarán siempre y cuando se les reconozca su status de potencias globales.

Entre los dirigentes de la República Popular del Lugansk se difundió durante los últimos meses un relato sarcástico referido a lo que habían vivido los últimos años en la zona del Donbas: la narración refería a movilizaciones llevadas a cabo en un país limítrofe con Estados Unidos en el que los manifestantes portaban imágenes de Osama Bin Laden y amenazaban con instalar baterías misilísticas apuntando a Washington y New York. “Eso es lo que hicieron en Kiev. Con la salvedad de que, en vez de la imagen de Bin Laden, exhibían el retrato de Stepan Bandera frente a los descendientes de los 28 millones de asesinados en la Gran Guerra Patria de 1941- 1945”.

 

*Sociólogo, doctor en Ciencias Económicas, analista senior del Centro Latinoamericano de Análisis Estratégico (CLAE)

Causas

Luis Britto García

1 -Para entender el presente, interpretar el pasado. Con el “Descubrimiento” de América arranca la Primera Guerra Mundial. Dura casi medio milenio, se pelea en el Caribe y el Atlántico y luego en todos los océanos; la libran las principales potencias de Europa, convertidas en Estados Modernos gracias a las riquezas saqueadas al Nuevo Mundo y al resto del planeta. A principios del siglo XX  culmina con Inglaterra, Francia, Holanda y Bélgica convertidas en colosales imperios coloniales. Europa parece dueña indiscutida del orbe.

2- Sobre este orden mundial gravitan las aspiraciones de potencias emergentes. En el Nuevo Mundo, Estados Unidos se ha expandido del Atlántico al Pacífico, comprándole enormes dominios a Francia, robándole a México más de la mitad de su territorio, invadiendo Cuba, La Española y Puerto Rico, secesionando Panamá de Colombia para cavar el canal interoceánico e interviniendo en otros países hasta reducirlos a semicolonias.

En Europa dos Estados que han llegado tardíamente a la unificación nacional, Italia y Alemania, aspiran a participar en el reparto del mundo. Pero éste está ya repartido, y sus dueños impiden cualquier cambio. El Reino Unido se opone sistemáticamente a cualquier intento de unidad europea que pueda afectar su hegemonía.

3- Intenta alterar este arreglo la recién unificada Alemania. Es el país más desarrollado técnica, científica y económicamente de la región. A fines del siglo XIX, la germánica Prusia triunfó de manera aplastante en la guerra Franco-Prusiana. A principios del XX, Alemania tiende a consolidar una alianza con Turquía, cuyo Gran Imperio Otomano domina todo lo  que hoy llamamos Oriente Medio.

La unión del desarrollo alemán con los inmensos recursos naturales y humanos del Imperio Otomano dominaría Europa y controlaría el mundo. Para impedirlo, Inglaterra, Estados Unidos y gran parte de la Europa continental libran la Primera  Guerra Mundial. Resultado colateral del conflicto es el desplome del vetusto imperio zarista y el surgimiento de la Unión Soviética, que en pocas décadas deviene segunda potencia del mundo.

4- La derrotada Alemania desarrolla de nuevo aceleradamente sus industrias y reclama lo que considera su espacio vital arrebatándoselo a Polonia, Checoslovaquia y otros países europeos. La apoyan la Italia fascista, la España Falangista. Una vez más se opone Inglaterra, clamando de nuevo por la ayuda de Estados Unidos. El objetivo de Alemania es ahora apoderarse de los incalculables recursos naturales y humanos de la Unión Soviética.

De hacerlo, sería dueña del mundo. Inglaterra y Estados Unidos se alían para impedirlo. Pero quien decide la contienda es la propia Unión Soviética, al costo de cerca de treinta  millones de vidas. Consecuencia inesperada del conflicto es el surgimiento de la China comunista, hoy primera potencia económica del mundo.

5- Desde entonces, la política de Estados Unidos y sus aliados europeos es fortalecer la porción de Alemania que ocupan para oponerla a los soviéticos. Es el principal objetivo de los 45 años del tercer conflicto mundial, la Guerra Fría, que toma fuerza con la creación de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) y culmina con la reunificación de Alemania, la disolución de la Unión Soviética y la instauración de un mundo unipolar, víctima del irrefrenable saqueo de Estados Unidos y sus cómplices de la Alianza Atlántica.

6- Premisa inalterable del mundo unipolar es la destrucción de cualquier rival que compita con la declinante hegemonía de Estados Unidos  y sus  aliados. Alemania deviene otra vez la mayor economía de Europa, y para mantenerse como tal requiere la energía fósil de Rusia, que ha recuperado su estatuto de gran potencia. A tal fin, es indispensable la culminación del gasducto submarino Nord Stream 2, que aportará combustible a Alemania e ingresos a Rusia, cuya economía en parte depende de las exportaciones de hidrocarburos.

7- Objetivo primordial de Estados Unidos es impedir la instauración y fortalecimiento de esta alianza mutuamente beneficiosa, que haría inútil la ocupación de Europa con bases militares de la OTAN. Estrategia para ello es reforzar el cerco militar contra Rusia y crear conflictos en sus fronteras. Instrumento de tal política es Ucrania, antigua República de la Unión Soviética, en la cual la tercera parte de los pobladores es de habla y cultura rusa. En 2014 un golpe de Estado inspirado,  apoyado y financiado con 5 billones de dólares por Estados Unidos depuso al presidente electo.

El gobierno de extrema derecha de Volodímir Zelenski  anunció sus planes de unirse a la OTAN, en contravención del acuerdo de 1990 entre Mijail Gorbachov y el Secretario de Estado James Baker, e inició una creciente persecución contra la población de cultura rusa, acoso testimoniado por reportajes de los medios de comunicación, que pronto se agravó con agresiones, asesinatos y limpieza étnica por parte de fuerzas neonazis como el Batallón Azov. Ante estas políticas, las provincias de Crimea, Donetsk y Lugansk declararon su autonomía con respecto al régimen de Kiev.

8- Se puso así a Rusia ante la opción de permitir en sus fronteras tanto el exterminio de una numerosa población rusa que había formado parte de la Unión Soviética, como la instauración de un cerco de bases militares de la OTAN en última instancia controladas por el amo de ésta, Estados Unidos. La decisión de Putin facilita a los estadounidenses ahondar la distancia y las tensiones entre Europa y el coloso eslavo, y alejar todo proyecto de cooperación económica. Es la política aconsejada por la RAND, uno de los más importantes “tanques de pensamiento” norteños: “Proveer ayuda letal a Ucrania explotaría el mayor punto de vulnerabilidad externa de Rusia”.

9-Para este fin se auspician golpes de Estado, maquinarias militares y limpiezas étnicas, se coloca al mundo ante el espectro de una nueva guerra en la cual, como en todas las anteriores desde hace más de un siglo, se esgrimen infinidad de pretextos pero el objetivo fundamental es el control de la energía fósil que mueve y durante muchas décadas más moverá al planeta.

 

(*) Abogado, economista, escritor, historiador, ensayista y dramaturgo venezolano.

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