Pumas de cotillón y negros de verdad (Los rugbiers argentinos y su odio a lo popular)
El capitán de los neozelandeses All Blacks, Sam Cane, dejó una ofrenda en el medio de la cancha. Una camiseta toda negra con el 10 y el nombre de Maradona. Después de ese gesto de humildad y reconocimiento, le propinaron una paliza a los 15 jugadores tilingos que no fueron capaces de reivindicar su propia historia, ni siquiera con un gesto de sensibilidad ante quien fue una referencia mágica y rebelde en el mundo del deporte.
Diego Maradona fue un portador de luces y de sombras. Pero entre sus brillos siempre estuvo presente un amor expansivo por los colores de su país. En ese terreno se suspendían las diferencias y su pasión se volvía cántico contagioso. Jefe de hinchada. Maestro del grito y la bandera. Cuando Los Pumas (la selección argentina de rugby) jugaban sus mundiales, Maradona los alentaba. Festejaba sus logros, ejercitaba su entusiasmo de saltos y revoleaba sus camisetas como ponchos.
La indiferencia de los Pumas del último sábado se constituye en una señal precisa de una encrucijada epocal: la síntesis de una polarización instalada por una minoría que se percibe con derechos a representar la argentinidad a pesar de no ser más que el 10 % de la sociedad. Ese bache no se resuelve ni se zurce con un himno entonado por las lágrimas de quienes desprecian profundamente a la mayoría de sus compatriotas.
El partido en Australia denotó la inmensa ajenidad de ese signo vital que pretende imponer identidad común de índole deportiva. Nuestro país es mucho más que eso. Es su gente. Todas y todos. Y los son también sus ídolos rotos. Sus héroes contradictorios. Sus referencias, sus historias y sus nombres. No lo son, curiosamente, sus atildados prohombres del poder. Ni las señoras emperifolladas de los ágapes inútiles. Nuestros ídolos son sujetos trágicos. Son seres con capacidades extraordinarias que conocen el arte de sufrir. No son de plástico.
La UAR y los jugadores –ambos– enunciaron la desvergüenza de una omisión. Esa es la explicación más fidedigna de su debilidad profunda como colectivo deportivo. Mientras el mundo recordaba a Diego, 15 señores ataviados con los colores celeste y blanco solo atinaron a mostrar una apatía rayana en el insulto.
Después de haber ganado por primera vez un partido contra el seleccionado de rugby de Nueva Zelanda, dos semanas atrás, los Pumas fueron derrotados el sábado antes de empezar el partido. El gesto de nobleza deportiva que otorgó al ventaja emocional y moral a los All Black proviene de una cultura ancestral que venera el origen. Que hace un culto de su componente maorí y que busca incorporar a ese pueblo colonizado por los británicos a una difícil hibridación presente y futura. Es desde ese concepto que los neozelandeses iniciaron el partido: se postraron ante un ser humano inmenso que acababa de morir: un argentino que llenó de hechizo y de asombro a quienes pudieron disfrutar de su sortilegio y su juego.
Los rugbiers argentinos no son capaces de procesar esa herida Su odio indisimulado de clase se los impide. Se convirtieron en la expresión de un antagonismo histórico, actualizado desde que Néstor y Cristina Kirchner recuperaron al peronismo de las fauces neoliberales a las que lo había sometido el menemismo. Los discursos oligárquicos no odian la memoria de Maradona por sus adicciones o por lo que fue su desorden relacional o emocional.
Esos atributos podrían dejarlos pasar. Lo que no le perdonan es su amague insumiso, su espíritu rebelde y plebeyo, su oposición a la hipocresía del poder y –sobre todo–, su asociación con las causas patrióticas de América Latina. Por eso no previeron un homenaje propio. Porque su idiosincrasia ha sido cooptada por el odio hacia lo subalterno. En ese sentido fueron genuinos: y casi ridículos: su rechazo a hacerse cargo de la imagen de Diego quedó en evidencia con un improvisado brazalete que desapareció en las primeras jugadas del partido.
Su derrota del sábado está inserta en esa escena inicial. En ese abandono. En esa imposibilidad de superar la distancia que hay entre quienes podrían asumir una argentinidad íntegra, completa (que es capaz de sumar a los pueblos originarios, a los sectores populares, a los más vulnerables) y quienes sueñan con una Argentina blanquecina. Como contraparte, los All Blacks reivindican las estéticas maoríes, sus colores, sus músicas, su orgullo pleno incorporado en la totalidad múltiple de una nación.
Chetismo supremacista
El fracaso de los pumas no es solo deportivo sino que se trasunta en la clausura permanente de un reclutamiento de miles de pibxs que podrían ser parte del juego futuro. Niñxs y adolescentes de todos los tamaños. De todos los pesos, de todas las configuraciones corporales. No pueden sumarlos porque su rasgo antipopular se los impide. El rugby no es masivo en Argentina porque sus responsables buscan una exclusividad pretenciosa que los priva del contacto demográfico con mayoritario. Con lo popular. Creen, erróneamente que alcanza con convocar a sectores del privilegio. Que de esa manera podrán evitar la contaminación.
Siguen siendo los beneficiarios de esa europeidad blanca y soberbia que en última instancia desvaloriza lo criollo, añora lo colonialidad británica y desecha lo barrial con sus aromas de amistades sanguíneas. Cuando acaso logran –en ciertas ocasiones– incorporar a algún cabecita negra lo someten a un lavado de cerebro orientado a que renuncie a sus orígenes: deberá emblanquecer su espíritu, olvidar la rebeldía social, abandonar las luchas colectivas de sus hermanxs y –sobre todo– renunciar a cualquier proximidad con el peronismo. Quien quiera ser parte tendrá que desertar a toda forma de amor político emancipatorio.
Cinco décadas atrás hubo una generación de rugbiers que sacaron los pies de ese plato elitista que desconoce raíces y cree que tiene autorización para ejercitar el patoterismo bailable, en manada, cada fin de semana. Medio siglo atrás, un conjunto de forwards y backs saltaron sus tranqueras heredadas y se dispusieron a organizar diferentes scrums militantes. Fueron parte de una generación que lo dejó todo. Que no se guardó nada.
El Rugby quizás sea el deporte con mayor cantidad de jugadores desaparecidos en relación a la cantidad de federados. Según la pormenorizada investigación de Carola Ochoa y los trabajos de Gustavo Veiga el deporte de la ovalada fue un territorio propicio para la persecución de los activistas revolucionarios de la década del 60 y el 70. Esos jóvenes, a diferencia de los actuales Pumas, no buscaban deshacerse de su parte mestiza y popular. Más bien lo contrario, buscaban integrarla. Se perciban como parte de un pueblo diverso que había sido sometido a las reglas conservadoras de un poder opresivo.
De otra manera, pero en la misma ruta de la inclusión, los All Blacks, incorporaron con orgullo a su negrada, a los maoríes. Ellos no desprecian a sus sectores subalternos, los hacen protagonistas de su presente y su futuro. Esa es parte de la razón de su poderío. Les dieron una identidad.
Un año atrás, en julio de 2019, los neozelandeses jugaron su último partido en Argentina. En uno de sus días libres solicitaron una visita al Museo Sitio de Memoria donde antes funcionaba el centro clandestino de detención y torturas de la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA). Sam Cane, el mismo que dejó la ofrenda de la camiseta de Diego sobre el césped transmitió el sentimiento de aquella visita de 14 jugadores: “La angustia inimaginable de este período todavía se siente hoy”.
Los Pumas nunca visitaron la ESMA. Probablemente muchos de sus jugadores, incluso, reivindiquen a los genocidas. Eso explica por qué nunca participaron de los homenajes anuales que se hacen a los 155 jugadores de rugby detenidos-desaparecidos que intentaron hacer de este país un lugar más humano. Más bueno. Más justo.
Lo negro –suele suceder– tiene más contenido de luz que muchas luminarias de marketing.
*Sociólogo, doctor en Ciencias Económicas, analista senior del Centro Latinoamericano de Análisis Estratégico (CLAE), www.estrategia.la)