América Latina: Detrás de los tratados, la integración desintegradora

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Eduardo Camín|

Nuestra América navega en las agitadas aguas del siglo XXI. Los problemas económicos y sociales siguen siendo muchos, complejos y difíciles, una mayoritaria parte de la población sigue aún excluida de la democracia, el mercado y la modernización. La dependencia, el subdesarrollo, el desempleo, la marginalidad, el analfabetismo y la pobreza continúan siendo las espadas de Damocles que acompañan nuestro accionar. Las políticas neoliberales con sus efectos alienantes dominan prácticamente todo el escenario mundial y por ende el latinoamericano.

Repasando el discurso político-social y económico actual en la región se constata el debilitamiento, cuando no la ausencia, del postulado de la unidad latinoamericana. El discurso se ha concentrado en lo nacional particular y las escasas referencias a la región no trascienden el concepto de integración mercantilista.

Esta visión de los hechos lo percibimos con frecuente elocuencia en el acotado discurso de la integración, que no sobrepasa lo regional, el Mercosur, y más allá de las buenas intenciones predomina una visión reduccionista, centrada en el aspecto económico y más estrictamente comercial.

El referente ya no es el ideal latinoamericanista, proclamado por Artigas, Bolívar, Martí y tantos otros, sino la Unión Europea y los Estados Unidos, lo que nos lleva a desconocer e ignorar nuestra realidad económica y política, y además a saltearse el elemento central de nuestra condición dependiente acentuada dramáticamente en el contexto del mundo globalizado.

En otras palabras, muchos de nuestros países continúan funcionando económicamente como simples colonias de la industria y las finanzas europea y estadounidense. Se nos explica que las necesidades de nuestros países, y su momento histórico exigen un determinado realismo político.

Al menos este es el discurso que se desprende de los tecnócratas de turno, entre otras cosas por su manifiesta aversión a todo planteo ideológico, o por la descalificación que se hace del mismo.

Ante la actual coyuntura parece pertinente tomar alguna distancia para reflexionar sobre el aquí y el ahora. Para ello comenzaremos jalando el hilo que propicia en América Latina la urgencia de explicar la originalidad de la región. Quizás allí encontremos razones de su continuo caminar por derroteros donde la tragedia se muestra como un rasgo permanente, pero también donde otra historia es posible, en pos de una vida digna, que emerge de manera recurrente como una utopía posible.

Una argumentación entre mitos y eufemismos

 

Siempre se ha establecido una relación de causación entre modernidad y desarrollo económico, variables que se han vinculado a una mejor integración de las estructuras productivas de América Latina al comercio mundial. Se ha interpretado el desarrollo como un aumento en la capacidad de competencia del sector exportador en aquellas ramas productivas que se muestren capaces de incorporar innovaciones tecnológicas.

Innovaciones que permitirían a medio y largo plazo participar con éxito en la división internacional de la producción, el consumo, los mercados y el trabajo. De esta manera se desarrollan relaciones desiguales y combinadas, en cada una de las áreas del relacionamiento internacional, es decir comercial, financiera, productiva, y tecnológica, generando una subordinación cada vez mayor de nuestros países.

Independientemente de sus variables y al margen de los momentos históricos en que se ha planteado, prevalecen argumentos que ponen énfasis en transformaciones que modernicen el sector exterior con el fin de mejorar su posición en el mercado mundial, y por ende los efectos de esa política se beneficiara en el conjunto de la sociedad. Los beneficios así obtenidos servirán para incentivar la capacidad de inventiva y transformación de las estructuras industriales para la producción interna, a fin de no rezagarse o desaparecer.

Este relato de la modernización e integración termina por establecer una relación entre el mayor grado de competencia internacional y ritmos de crecimiento. El argumento es un excelente ardid para promover la integración que se torna viable por el nivel de homogeneidad que lograron tener los sectores exteriores de los países latinoamericanos que han seguido las recomendaciones previas, del Fondo Monetario Internacional, Banco Mundial, Organización Mundial del Comercio, etc…


De esta forma América latina quedaría integrada a partir de su capacidad de adecuar sus exportaciones a las demandas que establece el mercado mundial. Es decir, un proceso de internacionalización por vía de las multinacionales o de la mano de la globalización mundial por la transnacionalización productiva, para avanzar en el reinado de la abundancia.

Ya en el año 1876, se realizaban las mismas propuestas, que eran el resultado de las reformas liberales de la época apoyadas en el libre comercio que impulsaron los gobiernos a fines del siglo XIX. Por esta razón, es posible pensar que los resultados actuales que busca la modernización vía reformas liberales no tienen por qué ser tan diferentes de los pretendidos durante el periodo económico de crecimiento hacia afuera.

El libre comercio sigue siendo la piedra angular de esta construcción. La base que sustenta esta concepción es la presunción del absoluto y benéfico poder regulador del mercado y la bondad de la especialización en la producción en función de las ventajas comparativas de que cada economía nacional goza. La idea central es que la competencia desata la innovación, eleva la productividad y conduce al descenso de los precios.

En realidad, nos pretende enseñar de que la interdependencia es superior a la autonomía, la competencia mejor que la cooperación y el consumo como ideal de vida.

El fenómeno universal genera una tozuda persistencia en la continuidad de sus errores, que lo podíamos ilustrar con la fórmula “concentración de la riqueza y expansión de la miseria”, lo que refuerza el elenco de pruebas acerca de la inviabilidad del actual proyecto globalizador y profundiza la contradicción del capitalismo que no ha logrado resolver. Es decir, los mercados se contraen al compás de las políticas neoliberales recomendadas.

Por eso, no deberíamos olvidar el discurso político emancipatorio del siglo XIX y estudiarlo con la óptica del presente, como pensamiento vivo. No se trata de fundamentalismos pretéritos, ni de tradicionalismo estériles. Dicho discurso avizoró peligros y tendencias, que el siguiente siglo se desplegaron al máximo. El proyecto de la segunda independencia y el ideal de unidad latinoamericano promovido por lo más avanzado del pensamiento decimonónico aparece hoy, lamentablemente inconcluso y alejado de la realidad.

Pero cualquier estudio contemporáneo sobre el proceso de identidad política latinoamericana que obvie o simplemente no tenga en cuenta un enfoque multilateral de la dependencia histórica de la región y sus disimiles incidencias en la praxis de los distintos gobiernos, será sin duda un estudio parcial, vulnerable que capta solo reflejos secundarios.

El acceso a los mercados poderosos, de alto poder adquisitivo (en crisis) es un objetivo acariciado por los países en desarrollo. De hecho, en los discursos y en las declaraciones, la promesa del acceso a estos mercados oficia como el elemento de persuasión utilizado para ablandar resistencias.

Pero la promesa de “desarrollo” es otra promesa falsa. Ofrece para los países pobres el nivel de vida y bienestar que ostentan las sociedades desarrolladas, lo que incluye el consumo y el despilfarro conocidos. Se pretende ocultar que el desarrollo alcanzado por los países centrales se obtuvo en sus orígenes y actualmente aun se sustenta en la continua explotación del mundo subdesarrollado, la sobreexplotación de los recursos y la contaminación incesante.

¿Qué sucedería si la contaminación existente, producto de la forma de vida que disfruta una octava parte de la humanidad se multiplicara por 8? Ergo, no hay lugar para nuevos consumidores a la manera de las sociedades “desarrolladas” en su consumo, aunque se acuñe para simular mejor este hecho inapelable, el concepto de “crecimiento sustentable.

Los pueblos deben apurarse para impedir que los gobiernos eternicen mediante acuerdos y tratados los deseos del verdugo, quien pretende ejecutar una sentencia terrible: la extinción de nuestras naciones y sus humanos sueños de progreso.

 

*Analista uruguayo, acreditado en la ONU-Ginebra, asociado al Centro Latinoamericano de Análisis Estratégico (CLAE, www.estrategia.la)

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